libros sin cocina

Columna publicada en Comer La Vanguardia para agosto

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Como si una ventana se abriera en la misma hoja de papel, una mujer se inclina, sujeta un cubo, alimenta así a un becerro. Es 1871. Unas páginas más adelante, retrocedemos al año 1471: un lobo nos mira desde otro espacio —eso parece—, hay penumbra, en su boca una presa ya fue, ahora queda reducida a alimento, la sangre gotea, igual que en 1998 una gotera aparece y salpica sin cesar en una ventana de una habitación. Es 1870, y ahora el paisaje se convierte en postal: pintor y musa, se despliega un mantel sobre la hierba, descansa una cesta, un caballete, un paraguas para el sol. Él se dispone a comenzar su tarea; ella, tumbada, preparándose para ser parte del lienzo, le ofrece vino. Otra época, otro cuerpo. 1916: un ataúd abierto, pero con huésped; esta vez el mismo espacio, ahora habitación, repleto de flores para una despedida que recién empieza. Estas son algunas de mis postales preferidas que ocupan las páginas de Aquí, una novela gráfica única y preciosa de Richard McGuire. Un libro que hace y deshace el tiempo a su antojo, abarcando desde los orígenes del planeta hasta el futuro, donde se vislumbra un más allá donde la humanidad ya no existe. Una de las frases de la faja te advierte que recordarás perfectamente cuándo y dónde leíste este libro, y tiene razón: quedé prendada de esta historia desde la primera página. Tuvieron que pasar varios días para que apareciera una pregunta que me hizo revisar de principio a final la obra del ilustrador estadounidense. ¿No aparecía ninguna cocina en la obra? ¿O ni siquiera algo relacionado con este espacio doméstico, con la comida? Una a una se sucedían las páginas donde asistí a conflictos, enfermedades y pasiones; donde conocí a animales, a organismos del pasado y del futuro; donde presencié inundaciones, caídas, incendios, bailes, reuniones, caminos, construcciones, visitas y juegos. Del enamoramiento pasé a la estupefacción. ¿Por qué en estas más de 300 páginas no pudo ser este espacio una cocina o un fuego donde preparar el alimento? ¿Cómo algo tan central en una vida, aorta del hogar, no tiene cabida en un libro que toca historias y trayectos que se despliegan de múltiples maneras ante nosotros? Todas estas ventanas contienen historias infinitas, pero ese espacio doméstico, imprescindible para la vida, no ocupa ninguna de ellas. Compaginé su lectura con un maravilloso libro que acaba de publicar la editorial Las afueras, una obra pequeña pero radiante que contiene dos ensayos esenciales de Tillie Olsen. Aquí la escritora desmenuza a través de dietarios, cartas, voces, testimonios y su propia experiencia, se sumerge así para explorar y narrar la invisibilización impuesta a escritoras y escritores por su color de piel, género o clase social. ¿Qué hay detrás de un silencio? ¿Quién y desde dónde se fuerza? Apunta Olsen sobre la escritura: «yo misma he llegado casi a enmudecer, y he tenido que dejar morir la escritura que llevaba dentro una y otra vez». Pensaba, mientras releía, cómo el silencio no solo se apodera de una voz, de un cuerpo, sino que también alcanza los espacios, en especial los domésticos, como la cocina. De pronto mientras escribo, golpean aquí los versos de la poeta brasileña Adélia Prado: «meu pai queria comer / minha mãe, peregrinar». Unos se marchan, exploran, ponen nombre a montañas y ríos, terminarán en las páginas de la historia, inmortalizados en una estatua, calle o monumento. Otras se quedan, cocinan, cuidan, reparan, cosen, limpian, doblan las sábanas, el cuerpo, (se) dejan enmudecer. Priorizan y anteponen todas estas tareas a otras como la escritura. Cosas que no suceden, que dejan devorarse en los mismos lugares, en los mismos espacios en los que otros imponen el silencio, por los que ni siquiera pasan de puntillas y dejan sin reparo en la penumbra. Qué esclarecedora la carta que leemos en Silencios, que Katherine Mansfield envió a John Middleton Murry: «La casa me come tanto tiempo… cuando tengo que volver a limpiar o fregar cosas innecesarias mi impaciencia es espantosa y lo único que deseo es ponerme a trabajar en [la escritura]. Esta semana, Gordon y tú os habéis pasado largos ratos hablando mientras a mí me tocaba fregar los platos. Alguien tiene que fregar los platos y comprar la comida, claro. Si no, “solo quedan huevos para comer”. Y cuando ya os marchabais, yo me dedicaba a pasear de arriba abajo con la mente llena de sartenes fantasmas y hornillos y con ese “¿Tendrán bastante para la cena?” rondándome la cabeza. Cada vez que me pongo con cualquier cosa, incluso a escribir, oigo tu: “Tig, ¿es que no vamos a tomar el té? Ya son las cinco”.» Ese «la casa me come tanto tiempo» bordado en el cuerpo de nuestras madres y abuelas, de amigas y conocidas, esa hambre que en algunas obras no asoma ni se intuye. Y de esta voz me vino una conversación que tuve con la escritora gallega Teresa Moure hace unos meses: ella me contaba que, cuando publicó su primera novela, algunos periodistas le habían comentado que sus personajes pasaban mucho tiempo fregando. Y ella sonreía: quizás hay que ponerse en esos lugares, coger bayeta, estropajo, olla y cuchara, y escribir desde ahí. Romper la narrativa, mancharla, dejarse llevar por otras escrituras y escritoras. Necesitamos más que esa fuerza única y poderosa de sus palabras escritas para romper de una vez todos los silencios. Quizás podemos aprender también de la ausencia, comenzar a hacer las preguntas necesarias, cuestionar el qué y el cómo, rastrear aquello que no se escucha ni se ve, reconocer de una vez los privilegios. Porque son estos libros sin cocina los que irremediablemente me llevan a aquellos donde sí aparecen o al menos se dejan ver. Elena Garro dignificó este espacio como pocas: en el relato “Una mujer sin cocina” es este espacio el origen, la puerta de entrada a la amalgama de todos los mundos y caminos. Un lugar que no queda inmune a los conflictos y silencios, sino que también cobija fantasías, complicidades, resistencias y cuidados.

escoitar ós mortos

Columna publicada para junio de 2022 en Comer La Vanguardia

Esta es una frase que nunca imaginé que terminaría convirtiéndose en algo propio y rutinario en mi día a día desde que asenté parte de mi vida en Galicia. Es la hora de escuchar a los muertos, dicen siempre, en esta casa, cuando se aproxima la una y media de la tarde, el momento exacto en que la mayor parte de los días nos disponemos a comer o nos encontramos preparando la mesa y el almuerzo. Escuchar a los muertos requiere atención, silencio, un cambio en el cuerpo. Muchas veces, de repente, todo el ruido se concentra para desaparecer, para dejar paso a la voz de la radio que cada mediodía nos anuncia quiénes marcharon las horas anteriores, cómo se hará su despedida, a qué hora, en qué lugar podríamos encontrarnos, qué palabras y ceremonias escogen sus familiares para decirles adiós. Al principio me chocaba esto de escuchar con minucioso detalle una lista de aquellos que morían cada día mientras yo me disponía a comer o comía como si nada. No solo el nombre del muerto mientras dirijo la cuchara a la boca, sino todo lo que sucede y se despliega alrededor. Los vínculos, las historias, las anécdotas, los caminos compartidos. Compartir la mesa con los muertos me recordaba a ese verso de Quevedo que decía “escuchar a los muertos con los ojos”. Solo que aquí, entre chirivías y berzas listas para servirse, los escucho con la boca, con las manos, con un plato a rebosar y un pan siempre por delante, con apetito y curiosidad por saber más acerca de que los que recién desaparecen en esa ausencia permanente que devora mientras yo rebaño el plato. Soy un cuerpo que necesita alimento, estoy viva y aprendo, o eso creo: formar parte de este lado de los vivos conlleva vivir con la pérdida cada día, y quizás, esta no sea más que otra forma de ensayar una y otra vezuna de las despedidas más antiguas del mundo. Me decía Olga Novo cuando le conté esta inmersión en su tierra y cómo me sentía, que era precioso esa vereda compartida que se abría entre el alimento y el difunto, porque eran ellos los que, al fin y al cabo, volvían a tener voz y continuaban hablándonos, sentándose así con nosotros en la mesa. Quizás, a través de la comida podríamos invocarlos, por eso mi abuela nada más volver del cementerio tras el entierro de mi abuelo, lo primero que hizo fue ir a la cocina a preparar unos huevos fritos con patatas. Mi madre me lo cuenta con una mezcla de enfado y ternura, pero yo, ahora que estoy en esta tierra que no se desprende de lo que desparece, lo entiendo, lo veo ahora desde un lugar diferente. Algo parecido también le pasó a la escritora alemana Judith Schalansky. En su libro, Inventario de algunas cosas perdidas, decide abrir el prólogo con un recuerdo, mejor dicho, con una conversación con la muerte. Ella camina, un día de agosto, en alguna ciudad del norte, por un barrio de marineros. Cerca del mar, descubre algo que terminará injertándose en su memoria, una imagen de la que no podrá desprenderse, que se convertirá en recuerdo, que tendrá por sí sola voz y peso propios, ocupará con fuerza las primeras páginas de este libro: en el centro de la localidad por la que pasea no hay mercado. No hay plaza, no hay comercios, bares, restaurantes. Unos tilos jóvenes aprenden a dar sombra a un cementerio. Aquí, en este lugar, el espacio pensado para la vida, para el intercambio, la comida y el trasiego, las charlas y los encuentros, los canastos y los cambios, se convierte en otra cosa, tiene otro destino. El centro es lugar para el silencio, para el descanso eterno, para una tierra que poco a poco va dejándose hacer por la convivencia de unas raíces que se ahuecan con los cuerpos de los recién sumergidos en el manto. Ella, en estas páginas, confiesa que al principio le invadió una especie de malestar, una sensación que se le agarró al cuerpo y no la soltó hasta que dio paso a un estupor inmenso. Desde el lugar que ocupaba como recién llegada al corazón del escenario, una imagen de golpe nacía y le impactaba: Frente a ella, una ventana abierta que dejaba ver una cocina. De ella, el ruido de cazuelas y fuegos, los olores de la despensa y la paciencia. Allí arriba, una mujer preparaba la comida, con vistas siempre al cementerio. Mientras cuidaba de lo que bulle y alimenta, podía ver en todo momento la tumba de un hijo que se fue demasiado pronto. Un hilo invisible pendía en el espacio, se hacía presente, enredaba a la forastera y también a aquellos que comenzamos a formar parte de la conversación. Una en la que no se vive de espaldas a la muerte, una en la que no se esconde, no se silencia, no se cubre con viejas sábanas y trapos. Una conversación antigua que se hace nueva cada día en la que no se rompe el vínculo, una que hace posible que todos sigan sentándose en la mesa, comiendo juntos, compartiendo, conversando, escuchándose los unos a los otros atentos, mientras se parte el pan y se contemplan a la par, sigilosamente, futuros y pasados. 

un andar suave

manojitos de espárragos cogidos este abril en mi tierra

Cuando le pregunto a mi padre cómo aprendió a coger espárragos siempre me dice que uno se ilustra a base de andar. De pequeño, él salía con otros niños del pueblo al campo en busca de ellos. Antiguamente también se veían en grandes cubos con agua. Las macetas de espárragos, como así las llamaban, crecían en las cunetas de las carreteras nacionales, se convertían en el sustento, entre otros alimentos, de muchas familias que esperaban a los futuros consumidores con lo recién cogido remojándose en agua. No dejo de pensar, mientras me salgo de la vereda guiñando un poco los ojos, prestando atención, que al fin y al cabo venimos de linajes que se han alimentando durante mucho tiempo a base de recolectar y hacer camino. Donde una mira puede que se abra un sendero, me digo, y voy hablando conmigo misma mientras busco atenta el manjar. Quizás tanteando, reparando en todo lo que dejo atrás y comienza, surgen nuevos parentescos, otra manera de pisar el suelo del que también somos.  ¿Qué es si no, esta casa para vosotros? Susurro mientras aparto una jara con las manos, tarareo para mí lo que sé de estos espárragos: trigueros, los que crecen en mi tierra, en suelos más calizos o en aquellos que presentan algunas vetas calizas. Planta perenne, vivaz, con raíces fuertes. El alimento que después disfrutaré es la nueva esparraguera de la planta. Fue otro tiempo, aquel, donde aquellos que los ansiaban, cortaban la planta para que otros no dieran con ella. Pero este intento de hacer propio lo silvestre era en vano, en el sustrato siempre queda un rizoma vivo, que sin parte aérea se decide a crecer para poder continuar realizando la fotosíntesis. Así, aquellos que intentaban esconder su preciado hallazgo terminaban por hacer justo lo contrario, contribuían a que nuevas esparragueras aparecieran y se desperezaran en busca del aire y de la luz. Buscar también es ir al encuentro, y yo insisto: me da miedo pensar que este paisaje que amo se vuelva irreconocible, desaparezca, que solo quede vivo en la memoria, esa volátil y dúctil, que termina haciendo con lo verdadero lo que le da la gana. 

Prosigo y mientras va creciendo el manojo, con la otra mano acaricio la navaja que uso cuando voy a por setas, vuelvo a musitar, me gusta creer que todo lo que aparece delante de mí está vivo, que hay una memoria colectiva que también atañe a lo silvestre, que se encarga de guardar todo, cada vida, cada instante, todas son preciadas para ella. Mira, mira con calma a tu alrededor, porque siempre habrá otro, habrá otra. Todo está siendo a la vez, mientras unos se descomponen, otras germinan. Recoger, recolectar, puede que esta acción requiera otra forma de estar en el mundo, otra especie de atención. Aquí y ahora, mientras no dejan de desentrañarse raíces y canciones a mi paso, divago sobre cómo surgen las historias, quizás nunca terminan, sino que se propagan y se engarzan entre ellas, florecen trigueras, palabras, destellos, generando otras nuevas que sobreviven y que están ahí, aunque no las veamos. Latentes, quizás yo estoy llena de palabras así, que se estiran hacia al cielo y se abren en flor, pero que nunca se escriben o se nombran, no son recogidas, escritas, habladas. Tal vez cada uno de nosotros somos rizoma y todos nuestros pasos y acciones hacen posible otras semillas, otros frutos. Siempre habrá veredas, simientes, raíces que comienzan y se abren para imaginar otros mañanas, otras casas posibles, otros vínculos, otros mundos. A lo lejos intuyo mi nombre, alguien me llama, pero quiero acurrucarme aquí, en esta solana, dejándome hacer por los árboles y las primeras flores. Y sonrío pensando en los espárragos que he dejado en la tierra, sin cortar, para los próximos que vengan. De regreso, paramos por el lugar donde mi abuelo tenía el huerto. Hace muchos años quiso probar con algunos silvestres y salieron varias esparragueras. Yo no recuerdo, pero lo sé porque mi padre siempre cuida el contarme. A pesar del tiempo y del abandono me esperaba una, con su fruto, sin camuflarse, como si saliera a mi encuentro, como si quisiera insistir que, a pesar de todo, la vida prosigue, alimenta, florece. 

*Texto publicado en Comer La Vanguardia, abril de 2022

Por un feminismo de hermanas de tierra

Manifiesto de 2022 por las mujeres rurales

ilustración de Mayte Alvarado

Hemos declarado costumbre que amanezca y miremos al cielo en busca de señales de lluvia, en una tierra asolada por la sequía. En algunos puntos comienza a derretirse la escarcha, crecen los arroyos; el musgo envuelve cortezas, piedras, árboles, recordándonos que la vida sigue, que nosotras también estamos aquí, que también somos parte del territorio.

El último informe del IPCC vuelve a recordarnos que somos vulnerables al cambio climático, y que ya no valen las medias tintas. No podemos alargar más la inacción: si no, perderemos esa pequeña y fugaz ventana de oportunidad que puede asegurar, para todas las personas, un futuro habitable y sostenible.

Este invierno primaveral no puede distraernos de la emergencia climática, de la falta de agua que agrieta nuestros suelos, de los macroproyectos que acosan nuestro territorio y que amenazan las múltiples formas de vida de nuestros medios rurales. Por eso estamos aquí, alzamos la voz, sostenemos el territorio, no dejamos de tejer redes entre nosotras, ayudándonos y visibilizando todo aquello que nos amenaza y nos quiere hacer caer. Juntas podremos enfrentar las adversidades y superar todos los tropiezos, porque sin la alegría y la empatía no somos ni seremos nada.

Hermana de tierra,

otro marzo más

volvemos a llenar nuestras plazas y calles, reivindicando que otro mañana es posible; un futuro de igualdad, diversidad y sostenibilidad. Hoy queremos, todas juntas, empezar a habitarlo: no perder nunca la esperanza.

La pandemia continúa sacudiéndonos, pero nosotras hemos sabido avanzar siendo rebaño. Como todas esas ovejas que se agrupan y protegen sus cabezas debajo del cuerpo de sus compañeras. No pensamos un medio rural sin el colectivo: sin la ayuda y el apoyo mutuo no podremos seguir adelante.

No queremos formar parte de esa ruralidad solitaria y cerrada que se quiere imponer, que se aprovecha, que engaña y que se aferra a una nostalgia peligrosa que romantiza la desigualdad y el machismo que — por desgracia — vivieron nuestras madres y abuelas. Que nos reprime y solo nos reduce a tradición y maternidad, que no quiere — y al que no le interesa — abrir una ventana a la diversidad y a la realidad de nuestros medios rurales.

Porque necesitamos nuevas ruralidades llenas de feminismos, agroecología, diversidad, pero también de memoria. En estos tiempos en los que la incertidumbre nos atraviesa, es importante saber de dónde venimos para pensar e imaginar veredas que nos lleven a un futuro mejor; caminos que puedan enseñarnos, desde otros aprendizajes, hacia dónde podemos y queremos ir.

Por eso aguardamos otro año más con la misma paciencia a que florezca el saúco, a que las malvas inunden los campos, a que el olor de la menta y la albahaca regrese al aire que respiramos. También a recoger juntas los frutos de los árboles, las hortalizas de la tierra. Volveremos a compartir nuestras recetas, a visibilizar todo ese conocimiento que tantas veces se despreció por no venir de la academia. Tal como nos enseñaron tantas mujeres que nos precedieron, como nuestras abuelas, desovillaremos los saberes y uniremos los hilos, rehaceremos las madejas; podremos formar parte de un telar que acoja pero que también se pregunte, que actúe como puente entre aquellas de las que venimos y aquellas que vendrán.

Las amenazas de hoy no dejan de ser, en parte, las mismas de siempre, disfrazadas bajo las palabras «progreso» y «prosperidad». Pero nosotras somos como esas casas de nuestras aldeas, fuertes, levantadas con las piedras del propio paisaje, hechas de árboles y diálogos con la tierra. A pesar de los embalses, del abandono y del exilio forzado, muchas de ellas se mantienen en pie, testigos del ansia de un sistema hiper extractivista que solo piensa en dinero y en producción, en usar las palabras verdes y renovables para lavarse las manos; para permitir, con toda la impunidad del mundo, que proliferen por todo el territorio macroproyectos que ponen en riesgo espacios naturales protegidos y de alto valor ambiental. Monocultivos de placas solares y parques eólicos, desiertos verdes, naves intensivas donde se rompe el vínculo entre el territorio, la persona y el animal. Explotaciones industriales que contaminan nuestros suelos y el agua que bebemos. No queremos esta fiebre de industralización que contamina, precariza y mata. Que olvida a todas aquellas personas que habitan y hacen posibles nuestros pueblos, invisibilizando y vulnerabilizando a colectivos como el de las mujeres migrantes, aún sin condiciones dignas de trabajo y de vida. Aquí estamos para alzar la voz, para deciros que no dejaremos de luchar por garantizar una tierra digna.

Hermana de tierra,

no dejamos de ser árboles. Enraizadas entre nosotras, con nuestras acciones y palabras también podemos ser simbiosis, rizomas, bosques. Entrelazadas hoy nos manifestamos, cantamos, nos damos la mano, echamos a andar sin miedo, siempre hacia adelante. Lo vemos en el resurgimiento del pino canario después del volcán, también en las coladas marinas que ven crecer las primeras algas. A pesar de la lava y la ceniza, siempre vuelven los brotes.

Hoy más que nunca pensamos en todas las hermanas ucranianas, pero también en todas aquellas que sufren en tantos conflictos armados invisibilizados. Hoy ellas luchan, huyen hacia las fronteras buscando otro mañana con sus hijas, dejando atrás a su gente, a sus raíces. Mientras vemos en las pantallas cómo en Ucrania muchas recogen nieve para poder beber, para algunos parece que la única preocupación es el aumento del precio en el cereal para sus producciones intensivas. También ellas llenan de semillas los bolsillos de algunos soldados rusos para que la tierra nunca deje de florecer, a pesar de la guerra, de la violencia, de la muerte.

Hermanas, no estáis solas.

Otro año más, seguimos aquí, estamos aquí. A pesar de la pandemia, de la sequía, del volcán, de las guerras… Aquí nombramos, aquí nos sentimos más unidas que nunca. Aquí hacemos frente, compartimos nuestros temores, dejamos a un lado el silencio. Reivindicamos que existen muchas maneras de habitar el territorio, muchas ruralidades que dialogan, que construyen, que cuidan y acogen. Una de hermanas de tierra: llena de feminismo y diversidad, de agroecología, de memoria, de interdependencia, esperanza y alegría.

Por un feminismo de todas,

por un feminismo de hermanas de tierra.

*La ilustración es de Mayte Alvarado. Podéis descargar el cartel en castellano y en el resto de lenguas aquí.

**(Este Manifiesto fue escrito por Lucía López Marco María Sánchez. Gracias a los consejos y aportaciones de Celsa Peitado, Blanca Casares, Patricia Dopazo, Julia Álvarez, Karina Rocha, y Elena Medel. Y a tantas que habéis hecho llegar vuestras aportaciones.)

***El texto en cursiva pertenece a la traducción del último informe del IPCC del periodista Eduardo Robaina en La Marea.

-Traducíu al asturianu por Inaciu Galán.

-Traducido a l’aragonés por Lucía López Marco.

-Traducido ao galego por David, da cooperativa O Tempo da Aldea (Rebordechán, Crecente, Galicia).

-Arrevirat ar aranés per Mireia Boya Busquet.

-Traduït al català per Mar García Gálvez

-Traducíu al cántabru por Daniel Lobete de asociación Alcuentru

-Traduzido ao português brasileiro por Estela Rosa.

-Manifestu hau Leire Milikua Larramendik itzuli du euskarara.

-This manifesto was translated into English by Becky Stoakes.

-Questo manifesto è stato tradotto in italiano da Alice Verni.

Palabras como ecosistemas

tribuna publicada en el primer número de la revista igluu

Las palabras dan forma a nuestro planeta. Lo definen, lo amasan, lo moldean. Crecemos rodeados de ellas, las usamos para nombrar, delimitar, poseer. Pero también para conservar, cuidar, querer, recuperar. La lengua es corazón y raíces, sustenta nuestra cultura, nuestros lugares en el mundo. Sobre las palabras que pronunciamos y sobre las que también callamos se levantan comunidades, micorrizas y vínculos. Nunca dejaremos de necesitarlas: sucede que cuando nombramos y conocemos, comenzamos a sentirnos como en casa, los nombres forman también nuestro hogar. Todas ellas, siempre fueron y son válidas: las que aparecen en los diccionarios, las que susurraban bajito nuestras abuelas, las que nacieron en otros idiomas, las que se amparan en acentos, también aquellas que fueron despreciadas por venir de periferias y medios rurales. Cuando una lengua desaparece, muere un bosque, un hábitat, un prisma, una aldea, una manera única a través de la cual mirar y rehacer el mundo. Otras formas de habitar son necesarias en estos tiempos de emergencia climática e incertidumbre, me pregunto cómo podríamos hacer para crear una nueva lengua en la que no estemos solo nosotros, también los árboles, los animales y las plantas, todos los seres con los que compartimos nudos y pasos. Un lenguaje para la interdependencia, la defensa y la conservación de nuestro planeta. Necesitamos, más que nunca, nuevas y viejas historias para rehacer y re-imaginar nuestros vínculos. Muchas de ellas llevaban consigo maneras únicas de relación y saberes que no llegaron a escribirse porque no se consideraron válidas ni suficientes. Quizás debamos ahora mirar hacia abajo, hundir las manos en la tierra, remover aquel sustrato que hoy habitamos gracias al cuidado y al trabajo de todas aquellas personas que nos precedieron y que nunca dejaron de ser semillas. En estas raíces sobre las que crecemos, se crearon y mantuvieron relaciones que hicieron posible que nuevas raíces y palabras hoy nos sostengan a nosotros. Muchas de ellas que ya no recordamos definieron nuestros ecosistemas y paisajes, se enraizaron a pesar de que no fueran reconocidas ni protegidas como conocimiento y cultura. Quizás, las palabras más antiguas del mundo pueden revelarnos acerca de los lugares de los que venimos, ayudarnos a convivir en un planeta herido, a no repetir los mismos errores que hoy se disfrazan de nostalgia, convertirse en amuleto para seguir adelante. Puede que todas esas palabras que se encuentran en en peligro de extinción lleven consigo la capacidad no solo de contar y modelar nuestros días, sino de transformarlos. Sin duda, ellas siguen ahí, impacientes, esperando el momento en el que reparemos que hay que romper el silencio, que tenemos que descubrir y nombrar las heridas no solo para calmarlas, también para que sanen. Algo de esto sabían aquellos que amanecían con una palabra en la boca: seher; ese viento de las mañanas sobre el que se piensa, que cuando aparece, ayuda a que las plantas nunca dejen de crecer.

Impostora

Columna publicada en el número de enero de 2022 de El Salto

Desde el primer día evitará la conversación de tú a tú, de igual a igual. Entre sus referentes no cabe ninguna mujer. Tampoco os preguntará por vuestro trabajo: no sois lo suficientemente buenas, interesantes, bohemias, malditas. Apelará a otros tiempos, a otros —a otros hombres— que sí sabían hacer las cosas, no como ahora, que no hay quien os entienda. Porque, niñas, ya no se escribe la poesía que se escribía antes. No: las nuevas generaciones no le interesan, no son lo suficientemente buenas para que se encuentren entre sus lecturas. Nunca llegarán a su nivel. 

Tocará a vuestras puertas a deshoras, sin preguntarse qué necesitáis vosotras, si estáis ocupadas, si podéis atenderle. Para todo menester, desde la actividad más mundana dentro de lo doméstico, deberéis estar dispuestas a cumplir lo que pida. Sabe de todo, conoce a todo el mundo y siempre tendrá la última palabra. A vosotras os corresponderá orbitar a su alrededor, dispuestas, guapas, complacientes. Terminaréis siempre callando, mirándoos de reojo, en una actitud sumisa; a veces os consolaréis diciéndoos que todo sea por el día a día, que pasará pronto, que mejor apartarse del conflicto y hacer como si nada.

Pero la violencia querrá tomarse el café con vosotras; la violencia se sentirá sola si no estáis ahí para ella, pataleará y forzará situaciones en los que solo os quedarán resignación y un nudo de silencio. Se declarará más feminista que nadie, incluso que vosotras, mientras recalca que también hay mujeres que matan, que acuchillan, que maltratan y que violan. Nunca entenderá —nunca escuchará— vuestras inquietudes ni vuestras reflexiones. Se sentará a beber mientras vosotras cocináis, preparáis la mesa, fregáis los cacharros. Se reirá de la diversidad, de lo queer, de todo lo que se escape de aquello que puede tocar y controlar con sus manos.

Vosotras intentaréis tender puentes; a veces caeréis en la manipulación y os sentiréis malas personas, culpables. Aunque queráis enseñarle vuestro mundo, compartirlo, nunca apareceréis en el suyo. Vosotras lo comentaréis más tarde, respiraréis tranquilas cuando no está. Hablaréis todo el rato del asunto desde fuera, solo rodeándolo. El único consuelo: os basta con estar tranquilas. Luego vendrán la insolencia, los privilegios, el poder. La romantización de la escritura de quienes aprendieron la palabra en una trinchera, de aquellas mujeres asfixiadas en la casa escribiendo después de trabajar para los demás. Agotadas, exhaustas, doloridas. 

Se colará en vuestros sueños; la carcoma comenzará a hacer su trabajo, os sentiréis inquietas, impotentes, dudosas. Os levantaréis con preguntas y con rabia, os preguntaréis por qué el mundo sigue funcionando así, por qué cuando los que forman parte del sistema no son el centro de atención dan siempre coletazos de violencia. Vuestra conciencia resquemará. Pensaréis en el feminismo, pensaréis en qué hacer para que esto no se repita, para que se agote la posibilidad de que otras lo vivan. Os enfadará tener que ignorar y huir ante cualquiera de sus disparates. 

La violencia se sentirá legitimada. Presumirá de moverse entre las esferas del poder, de conocer bien sus resortes: es una pieza más del engranaje. Mientras dudáis hasta de vosotras mismas, la violencia terminará libros, entregará colaboraciones, levantará proyectos. Preguntaréis a las paredes de esta casa por quienes la habitaron en el pasado, por sus reacciones y experiencias. Y decidiréis escribir esta columna para que, entre las grietas, la luz comience a hacer su trabajo.

Gaben

*Traducción al alemán de Ajuar por Vanessa Osswald

Lavendeltaschen, Mottenkugeln, Samen in kleine Säcke gestopft, Seifenstückchen. Dinge, die mir immer wieder in die Hände fielen, während ich in Schubladen von Kommoden und Kleiderschränken meiner Großmütter stöberte. Nicht in allen, das Amulett war den Orten vorbehalten, die Wichtiges beherbergten – Schützenswertes. Nicht nur Kleidung, auch Briefe, manch Foto, zusammengeschnürte Bündel Papier. Früher oder später jedoch taten die Motten letztendlich ihre Arbeit. Denn dies ist ihre Aufgabe, ihr Bedürfnis, von Geburt an zu wachsen. Bevor sie zu einem kleinen nächtlichen Schmetterling wird, beginnt die Larve, Papier, Kleidung, alles Hab und Gut, Lumpen, Lebensmittel zu verschlingen. Sie macht zu Staub, woran sie langsam zu nagen beginnt, sie lässt es verschwinden: Von einem geschätzten, wohl aufbewahrten Gegenstand zum Nichts. Und wir schlafen, während sie sich still und leise ernähren; von Partikeln, die Teil von uns waren und zu uns gehörten. Annie Ernaux schreibt in ihrem Buch’Regarde les lumières, mon amour'(Cabaret Voltaire, 2021), dass wir uns unsere Erinnerungsgegenstände und -Orte selbst aussuchen oder besser gesagt dass der Zeitgeist entscheide, was es verdiene, im Gedächtnis zu bleiben. Und ich denke an die Erzählung, an das fortwährende Bild der häuslichen und eingeschränkten Frau. Ich versuche, den Klang der Larven zu erraten, während sie sich ernähren. Vielleicht sind meine Ohren nicht für ihre Art zu sprechen gemacht. Doch beim Schreiben gibt es keine Motten, die verschlingen, die trennen, die zermahlen und zerstören, die die Abwesenheit in sehr klarer und präziser Form eingrenzen. Es gibt Körper, es gibt Hände, es gibt Ideen und Handlungen, Haltungen und Gedanken. Es gibt immer eine Handlung und eine politische Absicht, die dahintersteckt. Es gibt weder eine Chance für Larven noch für neue Generationen, Erzählungen und Leben, Erinnerungen, Ahnentafeln, Verbindungen verschwinden zu lassen. Die Mehrzahl der Erzählungen, die uns umgeben, mit denen wir aufwachsen und die uns noch immer nähren, gründet weiterhin auf der Abwesenheit, auf der Unkenntnis und Missachtung gegenüber den Geschichten und Leben der Frauen, die unsere Vorfahren waren. Obwohl sich am Ende der Graben auftut und wir andere Stimmen erahnen, begleitet uns diese unsichtbare und reaktionäre Vergesslichkeit immer noch zu Tisch; oft ganz unbemerkt, getarnt als Nostalgie und Sehnsucht nach einer Zeit, in der viele verschlungen, ausgegrenzt, misshandelt, zum Schweigen gebracht wurden. Vielleicht bereiteten mir die Frauen meiner Familie deshalb seit meiner Kindheit diese Gaben vor. Meine Großmutter nannte sie Grundausstattung der unabhängigen Frau. Darin Gegenstände ohne größeren Wert, aber vor allem Worte: ihrer Leben und ihres Verzichts, all der Momente und Handlungen, in denen andere für sie entschieden, in denen sie ihre Leben, ihre Körper, ihre Entscheidungen nie selbst in der Hand hatten. Deshalb ist der Satz, der sich hierin am häufigsten wiederholt hat «möge ihr all das zu Teil werden, was ich nie hatte», wobei sich das nicht nur auf materielle Dinge bezieht, sondern auf die Freiheit und die Unabhängigkeit. Auf ein Recht, zu entscheiden. Diese Gaben, sie beinhalten keine Sehnsucht nach einem besseren Gestern, auch keinen Neid auf das Leben einer Großmutter, die zwei Tage zur Schule für Analfabeten ging, oder gar Argwohn gegenüber dem meiner Mutter, die mit zwölf Jahren die Schule verlassen musste, um Oliven zu pflücken. Zwischen all diesen Gaben befinden sich Motten, aber sie berühren weder die Erinnerung, noch vergessen sie den Verzicht, den Machismo, die Ungleichheit, das Vergangene. Eben dort befinden sich Motten, die sich von uns ernähren, die wachsen, ohne Vergessen, ohne Abwesenheit zuzulassen. Dort sind Motten und Lust und Eifer, viel Streben danach, sich andere Geschichten anzusehen, außer jener offiziellen und schädlichen, die gepredigt wird, um sich anders mögliche Wirklichkeiten vorzustellen. Deshalb verbanne ich heute Lavendel und Mottenkugeln aus dieser Kolumne hier. Mögen die Larven und die neuen Generationen mit dieser reaktionären Nostalgie und Vergesslichkeit ihre Arbeit tun.

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Vanessa Osswald wurde am 2. Mai 1997 in Ulm geboren. Bereits zu Schulzeiten entwickelte sie eine große Leidenschaft für Fremdsprachen und Literatur. Nach ihrer Abiturprüfung im Jahr 2016 begann sie an der Universität Augsburg zu studieren und beschäftigt sich als romanistik-Studentin mit den Sprachen Spanisch, Französisch und Italienisch. Im Laufe ihres Studiums widmete sie sich jedoch mehr und mehr der hispanistischen Literatur, für die sie ein außergewöhnliches Interesse entwickelte. Im November 2020 begann sie, als studentische Hilfskraft und Tutorin an der Professur für Romanische Literaturwissenschaft (Spanisch/ Portugiesisch) zu arbeiten, was sie erste Erfahrungen in der Lehre sammeln lässt und ihr erlaubt, ihre bereits gewonnenen Kenntnisse zu erweitern, indem sie in verschiedene literarische und kulturelle Projekte der Professur integriert ist. Seit April 2021 ist sie Teil des unlängst ins Leben gerufenen Taller de traducción literaria, was ihr die Möglichkeit bietet, ihre Kenntnisse und Fähigkeiten bezüglich der sehr detaillierten Arbeit mit jeglicher Art von Texten eingehender zu vertiefen. Im Winter 2022 wird sie mit ihrem Master beginnen und sich weiter im Bereich der hispanistischen Literatur und Kultur spezialisieren.

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Vanessa Osswald nació el 2 de mayo del año 1997 en la ciudad de Ulm. Ya en el colegio se apasionó por las lenguas extranjeras y la literatura. Después de su examen de bachillerato en 2016 empezó a estudiar en la Universidad de Augsburgo y como estudiante de filología románica se dedica al español, al francés y al italiano. En el transcurso de sus estudios, sin embargo, se fue dedicando cada vez más a la literatura hispánica por la cual desarrolló un extraordinario interés. En noviembre de 2020 comenzó a trabajar como tutora en la cátedra de literatura hispánica de la Universidad de Augsburgo lo que le posibilita ganar sus primeras experiencias didácticas y al mismo tiempo le da la oportunidad de ampliar sus conocimientos adquiridos participando en diversos proyectos literarios y culturales. Desde abril de 2021 forma parte del joven taller de traducción literaria de la misma universidad lo que le permite profundizar sus conocimientos y desarrollar aún más sus capacidades de trabajar de manera muy detallada con diversos tipos de textos. En invierno de 2022 empezará con su maestría especializándose en el ámbito de la literatura y la cultura hispánicas.

Raíz también es mi corazón

*artículo publicado en Infolibre

Durante los primeros días del confinamiento aprendí que hay una especie de tilo (tilia cordata) que suele ser elegida por los pájaros carpinteros para anidar. Lejos de mi familia y de mi tierra, por las noches soñaba con los árboles que cuidaba con mimo mi abuelo, y con todos los alimentos que cada año nos ofrecían y con los que crecí. Jugaba a recordar de cuál me alimenté primero, qué árbol frutal correspondía a cada uno de nosotros, cuáles nacieron en ese trocito de campo y cuáles otros llegaron a modo de trasplante, injerto o semilla de otros lugares y sustratos. De repente, me vi en ese trocito de norte donde empiezo a echar a raíces y a tantear un hogar, aferrada al único tarro de cristal con hojas y flores de tilo que el verano anterior había recogido mi padre y que me había dado.

Los días en los que estoy nerviosa y no consigo dormir suelo hervir hojas y flores, y preparo una infusión para llamar al sueño. Durante ese tiempo de incertidumbre, lejos de mi familia, el recipiente de cristal se convirtió en amuleto, en una raíz que me llevaba al primer hogar, al primer árbol. Decidí no preparar infusiones, apenas lo abría, no quería que se fuera el olor, no quería que desapareciera. De repente, esa parte del árbol era lo único que me quedaba del lugar de donde venía y que tanto amaba. Y no dejaba de pensar que el infinito puede contenerse a veces, aunque nos parezca inverosímil, en un tarrito de cristal, en una despensa, en un papel con notas y tachones, en un dedal de tierra, en una canción, en una voz o en un esqueje. Me preguntaba qué sería de ellos, si seguirían creciendo solos y salvajes a pesar de la enfermedad y el colapso. Hoy escribo cerca del árbol, y descubro que este tilo no es el primero ni el único.

Mi padre me cuenta que en la casa antigua había un tilo de casi doscientos años del que sacó tres hijos y los llevó al campo. Cuatro años después se sembraba cerca el primer peral porque nacía yo. Hoy miro al suelo y sé que sus raíces se entrelazan y nos sostienen. Raíces que no dejan de crecer, que se agarran con todas sus fuerzas, buscando agua y nutrientes a pesar de todo. Caminamos y crecemos sobre ellas, vivimos en una raíz viva, cambiante, rebosante de especies y vínculos. Habitamos un zurcido vivo de relaciones y vínculos no solo con las personas que queremos y nos rodean, sino con otros organismos. Formamos parte de la costura viva del mundo. Fragmentos, vidas, seres e historias que se hilvanan y se multiplican haciendo posible la vida. Y aunque muchos quieran que seamos a la fuerza los que no fuimos, y que vivamos sobre historias y momentos que nunca existieron, la vida continua y podemos reescribirla y romper lo que fue creído e impuesto. Porque no hay un solo territorio, una sola familia, una sola historia, como no hay un mirlo que cante igual que otro. Estos pájaros componen cada uno su propia canción a lo largo de su vida, y cuando la creen lista y terminada, entre otros cantos y tonos, se preparan para cantarla durante toda su vida.

El mundo aún permanece y estamos a tiempo. No llevamos con nosotras una sola oscuridad, también nos acompañan múltiples y nuevos mañanas y formas de habitar y transcurrir por este sendero. Porque un territorio también es un ala de una mariposa, las moléculas que hacen posible la luz que sale del abdomen de una luciérnaga, la estela que deja tras su paso una babosa en la tierra. Hay otros hogares y mundos fuera de los que solo concebimos como únicos y nuestros. En La poda, la escritora londinense Laura Beatty escribe: “¿Quién dice que la hierba es más digna que los helechos?”. Pienso en una imagen hermana de esta en el artículo El hogar siempre vale la pena, de Mary Annaïse Heglar, sobre la emergencia climática y los futuros que vienen: “Si solo puedo salvar una brizna de hierba, lo haré. De ella haré un mundo y en ella y para ella viviré.” Quizás ahí puede estar un principio, una nueva manera de mirar, otro modo de querer y habitar lo que nos rodea, sea una porción de tierra, una región, una casita, un huerto, una habitación, un amor, el canto de un pájaro o un patio compartido. Acuerparnos no solo entre y con nosotras, sino con todo lo que nos rodea y nos sustenta.

Y mientras paso unos días en el sur, siguen siendo casa los árboles que me dan sombra en el norte, el petirrojo que siempre sobrevuela cuando trabajo al lado del huerto y del ciruelo, todas las palabras de la nueva lengua todavía desconocida que me acoge y que quiero, como ese verbo que existe en gallego para llamar a las vacas. No creo en una raíz inmóvil y atada en un solo lugar: creo en múltiples y diversas raíces aéreas que originan nuevas vecindades y posibilitan otros mañanas. También de ellas estamos hechas, también gracias a ellas somos raíces para otros. Gracias a ellas, cada mañana el mundo sigue. Ya el poeta y monje portugués Daniel Faria lo escribió hace más de veinte años: “No creo que cada uno tenga su propio lugar. Creo que cada uno es un lugar para los otros”.

Ajuar

*texto publicado en el suplemento Radical de agosto de El Salto.

mamá

Bolsas de lavanda, naftalina, pequeños sacos zurcidos con semillas, pastillitas de jabón. Artilugios con los que siempre se topaban mis manos rebuscando en cajones de cómodas y armarios de mis abuelas. No en todos, el amuleto se reservaba a aquellos lugares que albergaban lo importante, lo que merecía la pena proteger. No solo ropa, también cartas, alguna fotografía, ramilletes de papeles anudados con un cordel. Pero las polillas, tarde o temprano, terminaban por hacer su trabajo. Porque ese es su cometido, su necesidad innata para crecer. Antes de convertirse en mariposa nocturna y pequeña, la larva comienza a devorar papel, ropa, enseres, trapos, alimentos. Convierte en polvo lo que va royendo, lo hace desaparecer. Del objeto guardado y apreciado a la nada. Dormimos mientras ellas se alimentan, leves, silenciosas, de partículas que también fueron parte de o junto a nosotras. 

Escribe Annie Ernaux en su libro Mira las luces, amor mío (Cabaret Voltaire, 2021) que “escogemos nuestros objetos y lugares de memoria o más bien el espíritu de la época decide qué merece ser recordado”. Y pienso en el relato, en la extensión doméstica y confinada siempre unida al cuerpo de una mujer. Intento adivinar el sonido que hacen las larvas mientras se alimentan. Quizás mis oídos no están hechos para su lenguaje. Pero en la escritura no hay polillas que devoran, que separan, que trituran, que arrasan, que delimitan de forma muy clara y precisa la ausencia. Hay cuerpos, hay manos, hay ideas y acciones, actitudes y pensamientos. Hay una acción y una intención política siempre detrás. No hay posibilidad de larvas ni de crías que hagan desaparecer narrativas y vidas, memorias, genealogías, vínculos. 

La mayoría de los relatos que nos rodean, con los que crecemos y seguimos alimentándonos, continúan sustentándose sobre la ausencia, sobre el desconocimiento y desprecio por las historias y vidas de las mujeres que nos precedieron. Aunque al fin comienza la grieta y vislumbramos otras voces, esta desmemoria invisible y reaccionaria sigue sentándose a la mesa con nosotras, muchas veces normalizada, disfrazada de nostalgia y anhelo por un tiempo en que muchas fueron devoradas, apartadas, maltratadas, calladas. Quizás, por eso, las mujeres de mi familia desde pequeña me prepararon un ajuar. Mi abuela lo llamó ajuar de mujer independiente. En él, objetos sin valor, pero sobre todo palabras. La de sus vidas y sus renuncias. La de todos los instantes y acciones en los que otros decidieron por ellas, en los que nunca fueron dueñas de sus vidas, de sus cuerpos, de sus elecciones. Por eso, la frase que más se ha repetido en este ajuar es la de “lo que yo nunca tuve que lo tenga ella” para referirse no solo a cosas materiales, sino a la libertad y a la independencia. Al derecho a decidir. 

En este ajuar no hay anhelo de un ayer mejor, ni envidia por la vida de una abuela que fue dos días a la escuela de analfabetos, ni recelo de la de mi madre, que con doce años tuvo que dejar el colegio para coger aceituna. En este ajuar hay polillas, pero no tocan la memoria ni olvidan las renuncias, el machismo, la desigualdad, el pasado. Hay polillas que se alimentan de nosotras y crecen, sin posibilitar el olvido y la ausencia. Hay polillas, y ganas, y afán, mucho afán por mirar otros relatos fuera del que se impone, oficial y dañino para imaginar otros presentes y futuros. Por eso, hoy quito de esta columna lavanda y naftalina. Que las larvas y las crías hagan con esa nostalgia reaccionaria y desmemoria su trabajo.

Dignidad de ser hierba

Georgia O’Keeffe

*texto publicado en el número de agosto de Vogue

Un meteorito cayó hace treinta millones de años en un lugar al oriente de Colombia.  Después del impacto, vino el cráter que hizo posible que naciera y creciera poco a poco una selva que cobija hoy a cerca de 1500 especies de animales y más de 1000 especies de plantas. Entre ellas, el hogar de 90 familias de la tribu indígena sikuani. En estos tiempos no dejo de volver a esas heridas que se formaron en la tierra y que sanaron volviéndose hogar, agua, naturaleza. Haciéndose casa para todos los seres. Si nos paráramos a mirar a nuestro alrededor, podríamos intuir donde quedaron suturas de colapsos pasados. Muchas hoy permanecen abiertas, sangrantes, sin opción a cura. Los modelos de mercado, los sistemas hiperextractivistas e intensivos, las jerarquías que dominan y colonizan, la inmediatez y la ruptura de la vida en común, no dejan paso a la sutura, a otra piel, a otro ecosistema. Siguen provocando ruptura y devastación en nuestro planeta. ¿Somos conscientes de que crecemos en un lugar constantemente herido?  La activista ambiental Joanna Macy habla del Gran Cambio, una aventura esencial y clave de nuestro tiempo, la de poder pasar de la sociedad del crecimiento industrial a una capaz de dar sustento a la vida. Para ello, debemos ser conscientes de que es necesario alejarnos de los sistemas económicos, políticos y sociales que son destructivos. Una vez distanciados, podremos asumir cuáles son naturales y que sostienen la vida. Y pienso en un primer paso que puede parecer algo obvio, pero necesario: el que pasa por aceptar que nuestras vidas son el resultado constante de otras vidas. ¿Hemos reparado alguna vez en ello? Quizás es tiempo de caminar despacio, con pasos pequeños y firmes. Fuera de urgencias y consumismos, necesitamos romper la simbiosis perpetua que no deja de propagarse entre nosotros como infección: la del capitalismo y el patriarcado. Tenemos que comenzar a reconocer el valor y la importancia de todo lo que nos sustenta. Poner en el centro de nuestros cráteres y heridas la biodiversidad, el cuidado mutuo, las redes de apoyo, las producciones locales y sostenibles, la vida en común y llena de corresponsabilidad. Porque el mundo, aún late y permanece, y sigue haciendo posible nuevas vidas. Pero para imaginar y crear nuevos espacios y mañanas debemos cambiar los relatos con los que crecimos y nos modelaron. Nuevos y viejos relatos que nunca fueron tenidos en cuenta. Sin idealizar el pasado, podemos soñar como nos gustaría que fueran nuestras vidas. Porque entre las raíces siempre continúan creciendo brotes nuevos. Y como sucede como muchos organismos, el relato tiene que ser algo dúctil, maleable, que crece y se adapta, que se convierte en posibilidad de ser sustrato de crear otras galaxias. Estas nuevas historias, hechas de pasado, presente y futuro, son más que necesarias para no comprometer no solo a las necesidades de las personas del mañana, sino para que nuestra tierra y todos sus seres no colapsen. Para alcanzar la sostenibilidad y una lengua de defensa y protección en común, necesitamos más que nunca imaginar nuevos mañanas, otros vínculos, nuevos relatos. Tocar las cicatrices del sistema, escuchar su respiración para aprender, para imaginar. Sostener a todos aquellos que nos sostienen. Nombrarlos y hacerlos visibles para tenerlos en cuenta. Escribir un relato que comparta y combata, que siga teniendo la capacidad de conmovernos, de crecer y cobijarnos mutuamente. Trenzar un relato lleno de lugares de memoria que no mientan ni escondan los momentos que nos hicieron daño y que siguen doliendo, supurando. Bordar otra historia en el cráter, donde nadie esté por encima, una en la que un organismo no sea más digno que otro. Y pienso en la narrativa reparadora de Robin Wall Kimmerer y en lo que escribió tan certero y necesario acerca de que podemos aprender de los líquenes: que en condiciones de escasez las relaciones con los demás y la ayuda mutua son esenciales para la supervivencia.