libros sin cocina

Columna publicada en Comer La Vanguardia para agosto

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Como si una ventana se abriera en la misma hoja de papel, una mujer se inclina, sujeta un cubo, alimenta así a un becerro. Es 1871. Unas páginas más adelante, retrocedemos al año 1471: un lobo nos mira desde otro espacio —eso parece—, hay penumbra, en su boca una presa ya fue, ahora queda reducida a alimento, la sangre gotea, igual que en 1998 una gotera aparece y salpica sin cesar en una ventana de una habitación. Es 1870, y ahora el paisaje se convierte en postal: pintor y musa, se despliega un mantel sobre la hierba, descansa una cesta, un caballete, un paraguas para el sol. Él se dispone a comenzar su tarea; ella, tumbada, preparándose para ser parte del lienzo, le ofrece vino. Otra época, otro cuerpo. 1916: un ataúd abierto, pero con huésped; esta vez el mismo espacio, ahora habitación, repleto de flores para una despedida que recién empieza. Estas son algunas de mis postales preferidas que ocupan las páginas de Aquí, una novela gráfica única y preciosa de Richard McGuire. Un libro que hace y deshace el tiempo a su antojo, abarcando desde los orígenes del planeta hasta el futuro, donde se vislumbra un más allá donde la humanidad ya no existe. Una de las frases de la faja te advierte que recordarás perfectamente cuándo y dónde leíste este libro, y tiene razón: quedé prendada de esta historia desde la primera página. Tuvieron que pasar varios días para que apareciera una pregunta que me hizo revisar de principio a final la obra del ilustrador estadounidense. ¿No aparecía ninguna cocina en la obra? ¿O ni siquiera algo relacionado con este espacio doméstico, con la comida? Una a una se sucedían las páginas donde asistí a conflictos, enfermedades y pasiones; donde conocí a animales, a organismos del pasado y del futuro; donde presencié inundaciones, caídas, incendios, bailes, reuniones, caminos, construcciones, visitas y juegos. Del enamoramiento pasé a la estupefacción. ¿Por qué en estas más de 300 páginas no pudo ser este espacio una cocina o un fuego donde preparar el alimento? ¿Cómo algo tan central en una vida, aorta del hogar, no tiene cabida en un libro que toca historias y trayectos que se despliegan de múltiples maneras ante nosotros? Todas estas ventanas contienen historias infinitas, pero ese espacio doméstico, imprescindible para la vida, no ocupa ninguna de ellas. Compaginé su lectura con un maravilloso libro que acaba de publicar la editorial Las afueras, una obra pequeña pero radiante que contiene dos ensayos esenciales de Tillie Olsen. Aquí la escritora desmenuza a través de dietarios, cartas, voces, testimonios y su propia experiencia, se sumerge así para explorar y narrar la invisibilización impuesta a escritoras y escritores por su color de piel, género o clase social. ¿Qué hay detrás de un silencio? ¿Quién y desde dónde se fuerza? Apunta Olsen sobre la escritura: «yo misma he llegado casi a enmudecer, y he tenido que dejar morir la escritura que llevaba dentro una y otra vez». Pensaba, mientras releía, cómo el silencio no solo se apodera de una voz, de un cuerpo, sino que también alcanza los espacios, en especial los domésticos, como la cocina. De pronto mientras escribo, golpean aquí los versos de la poeta brasileña Adélia Prado: «meu pai queria comer / minha mãe, peregrinar». Unos se marchan, exploran, ponen nombre a montañas y ríos, terminarán en las páginas de la historia, inmortalizados en una estatua, calle o monumento. Otras se quedan, cocinan, cuidan, reparan, cosen, limpian, doblan las sábanas, el cuerpo, (se) dejan enmudecer. Priorizan y anteponen todas estas tareas a otras como la escritura. Cosas que no suceden, que dejan devorarse en los mismos lugares, en los mismos espacios en los que otros imponen el silencio, por los que ni siquiera pasan de puntillas y dejan sin reparo en la penumbra. Qué esclarecedora la carta que leemos en Silencios, que Katherine Mansfield envió a John Middleton Murry: «La casa me come tanto tiempo… cuando tengo que volver a limpiar o fregar cosas innecesarias mi impaciencia es espantosa y lo único que deseo es ponerme a trabajar en [la escritura]. Esta semana, Gordon y tú os habéis pasado largos ratos hablando mientras a mí me tocaba fregar los platos. Alguien tiene que fregar los platos y comprar la comida, claro. Si no, “solo quedan huevos para comer”. Y cuando ya os marchabais, yo me dedicaba a pasear de arriba abajo con la mente llena de sartenes fantasmas y hornillos y con ese “¿Tendrán bastante para la cena?” rondándome la cabeza. Cada vez que me pongo con cualquier cosa, incluso a escribir, oigo tu: “Tig, ¿es que no vamos a tomar el té? Ya son las cinco”.» Ese «la casa me come tanto tiempo» bordado en el cuerpo de nuestras madres y abuelas, de amigas y conocidas, esa hambre que en algunas obras no asoma ni se intuye. Y de esta voz me vino una conversación que tuve con la escritora gallega Teresa Moure hace unos meses: ella me contaba que, cuando publicó su primera novela, algunos periodistas le habían comentado que sus personajes pasaban mucho tiempo fregando. Y ella sonreía: quizás hay que ponerse en esos lugares, coger bayeta, estropajo, olla y cuchara, y escribir desde ahí. Romper la narrativa, mancharla, dejarse llevar por otras escrituras y escritoras. Necesitamos más que esa fuerza única y poderosa de sus palabras escritas para romper de una vez todos los silencios. Quizás podemos aprender también de la ausencia, comenzar a hacer las preguntas necesarias, cuestionar el qué y el cómo, rastrear aquello que no se escucha ni se ve, reconocer de una vez los privilegios. Porque son estos libros sin cocina los que irremediablemente me llevan a aquellos donde sí aparecen o al menos se dejan ver. Elena Garro dignificó este espacio como pocas: en el relato “Una mujer sin cocina” es este espacio el origen, la puerta de entrada a la amalgama de todos los mundos y caminos. Un lugar que no queda inmune a los conflictos y silencios, sino que también cobija fantasías, complicidades, resistencias y cuidados.

1 Comment

  1. L@s que nunca han estado entre fogones no saben lo que se pierden y tampoco saben lo que ganan. Valor y riqueza es lo que da ser dueña de un hogar.

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