La ilusión del lenguaje

Fitzcarraldo. Werner Herzog, 1982.

1.

 Cuenta Edward S. Curtis en uno de los volúmenes de su colección El indio norteamericano, que los nootkas, una comunidad indígena de la costa del Pacífico noroeste en Canadá, a veces, enterraban sentados a sus muertos en un hueco que realizaban para ello en los árboles. Ese pequeño espacio para el difunto en el árbol, perfectamente delimitado, marcaba la nueva configuración en la que el cuerpo podría moverse en esta otra vida. Porque la vida seguía para ellos, y aunque nunca alcanzaban la inmortalidad, esta tribu creía que el mundo en el que se movían los espíritus era subterráneo y que sus queridos parientes vivirían en la muerte los años que les quedaría por cumplir en vida si hubiesen podido llegar a la vejez. 

 

2.

No he encontrado explicación a esta costumbre. ¿Por qué un rectángulo? ¿Por qué el cuerpo tiene que estar sentado? ¿Qué manos eran las elegidas para realizar la postura correcta? ¿De qué forma debía descansar la cabeza? ¿Acompañarían el  cuerpo de pequeños amuletos y comida como ofrendas? ¿Recibía el árbol un nuevo nombre tras convertirse en casa del nuevo cuerpo? ¿Comenzaría un nuevo lenguaje entre árbol y difunto? ¿Dejaría el árbol de llamarse árbol por albergar en en el tronco el cuerpo de un muerto? ¿Se clavarían las uñas del muerto al crecer en la corteza del árbol donde descansa?

 

fotografía de Edward S. Curtis

3.

Se podría ver de dos formas: como una herida o como un injerto. No recuerdo donde leí que la manera de matar a los pájaros entre los esquimales del ártico una vez que el animal quedaba atrapado en el lazo, era dándoles un pellizco en el corazón para evitar así que las plumas se estropearan y se llenaran de sangre. Ese anhelo o ilusión de muerte blanca, impoluta, impecable como la nieve. Sin manchas ni dolores. Silenciosa y bella, pero irreal. Una herida es sucia, irregular, algo que entorpece la rutina, que impide el desarrollo de las funciones normales del organismo en cuestión. Pero quién es aquí el organismo, ¿el árbol o el muerto? También podríamos pensar en la unión artificial de dos cuerpos con la finalidad de que ambos crezcan como un solo organismo. Esa vida posterior y subterránea en la que creían los nootkas después de la muerte, iría ligada sin discusión a la del árbol elegido para el descanso. Aquí el lenguaje y la manera de sobrevivir solo existirían mediante solo gracias a una posibilidad: la de brotes y raíces. 

 

4.

Siempre nos preguntamos por el lenguaje de otras culturas para designar movimientos, animales, colores, fenómenos meteorológicos, incluso ruidos… cualquier acción tenía una palabra para definirla porque había gente que veía el mundo observando minuciosamente los detalles puramente físicos.  Una de mis palabras favoritas no existe: «El ruido que hace un oso caminando en medio de un arbusto de arándanos». Forma parte de los jantis, un pueblo indígena siberiano en peligro de extinción que no tenían palabras que se tradujesen como pájaro o pez, solo palabras para especies concretas, y poseían una gama extraordinaria para designar todo lo que tuviera que ver con el sonido. 

 

5. 

Pienso mucho en todas esas especies de aves que solo anidan en árboles que van a morir. Pájaros carpinteros, autillos, pequeños búhos. A estos hogares sin vida llenos de ramas que no crecerán más, se les llama árboles muertos en pie. Los nootkas sientan a sus muertos en árboles porque intentan conseguir una réplica, una imitación, una ilusión de la casa real en la que habitó el muerto. Como si todo se redujera a intentar engañar al espíritu del difunto, evitando así, que se realicen incursiones dentro del espacio cotidiano. ¿Tendrá alguna relación este extraño comportamiento de algunas aves con un intento de limitar el movimiento de lo que nos da miedo a nuestro alrededor? ¿Poseerán ellas también un lenguaje para para el sonido que produce una rama al caer?

 

6.

La familia se hace heridas, se corta mechones de pelo para que descansen junto a su difunto, le preparan cantidades ingentes de comida para después arrojarlas al fuego. A veces matan al caballo favorito del que se marcha para que siempre galope y permanezca junto a él.  Aquí el descanso, el rito, y la ceremonia del duelo se resume en una invasión suave del espacio del que abandona la vida y camina hacia lo subterráneo. Quizás, esa herida perfectamente delimitada en el árbol que se convertirán en una especie de cuna macabra, puede ser solo una manera de intentar controlar el miedo, de poner palabras y puertas a lo desconocido. ¿Qué peligro podría suponerle al ave un conjunto de ramas sin vida con la única función forzada de convertirse en nido y sustento?

 

7. 

En Conquista de lo inútil, el diario de rodaje de Fitzcarraldo de Werner Herzog, hay demasiado dolor, impotencia y multitud.  En un momento de desesperación absoluta, el director alemán, que dejó olvidado el diario más de 20 años hasta que decidió releerlo, escribió (lo imagino temblando, rodeado del canto y de la humedad de las aves de la selva) que el mundo allí  ya no parecía dispuesto a dejarse reducir a palabras. Insisto: a palabras. Todo resumido a nombrar, llamar, escribir o hablar para que sea posible, para, a fin de cuentas, existir. Y qué más da si es la selva, un bosque entero acurrucando a sus muertos, o un pájaro alimentando a sus crías en un árbol que hace mucho que dejó de existir. Hay elementos a los que nunca podremos domar, ni pedirles explicaciones: solo nos queda el juego del lenguaje para rodearlos e intentar una vez más, darles un sentido. Como escribe también el mismo Herzog, las colinas cada vez son más suaves, ¿qué remedio les queda?

Artículo publicado en Agente Provocador, número 7.

 

 

Aprender a mirar

 

(prólogo para  la edición de Seix Barral de La vida secreta de las vacas, de Rosamund Young)

1.

Este libro es necesario.

Aunque a veces no lo parezca, hay mujeres que crean sus propias vidas. Dejan a un lado la sombra y consiguen trabajar y hacerse ver en un «mundo de hombres». Obvian el silencio, saben que tienen una historia que escribir, una vida por contar. Éste es el caso de Rosamund Young, la autora del libro que tienes en las manos. La vida secreta de las vacas es el maravilloso cuaderno de campo de la entrega y amor de la autora por sus animales. No sólo son protagonistas las vacas y sus terneros, también corretean por estas páginas gallinas, cerdos, pájaros y ovejas, y todos, todos, tienen un nombre. Es algo que Young deja muy claro: «He usado de forma deliberada pronombres personales para referirme a las vacas porque así es como pienso en ellas». Como Isaías, les da a cada uno de sus animales un nombre imperecedero. Así los ve, así los piensa, así vive día tras día con ellos. Sin nombre no existen. Dejan de suceder por sí mismos, se convierten en un rebaño con un solo paso y una única voz. Tras cuarenta años trabajando en el campo y cuidando de sus vacas, la escritora sabe como nadie que cada uno tiene una historia que contar, una forma particular de ser.

Aquí comparten campo vacas que recuerdan, que juegan al escondite, que consultan a sus madres y abuelas; vacas que se enfadan y tienen sus propias manías y vicios; vacas que entienden la muerte y necesitan de una pausa para que germine el duelo y poder continuar su día a día en la granja; vacas que ayudan a criar a los terneros, que van corriendo a la casa de la granjera para contarle que hay un problema y que precisan su ayuda. Porque, en este libro, Rosamund y sus vacas hablan entre ellas. Se comunican y se entienden, tejen un espacio simbólico para un lenguaje único hecho de mugidos, miradas, movimientos y palabras. Con las manos llenas de tierra y heno, ha trazado el árbol genealógico de todos los animales que han vivido en su granja. Conoce a la perfección a las abuelas, a las madres y a las hijas. Como una exploradora, indaga en las particularidades e interacciones de los habitantes de su casa. Porque en esta granja la casa no es el espacio donde sólo vive la mano que cuida, éste es el espacio de una mujer que se mancha las manos, observa y escribe. No hay cimientos ni lindes para la gran familia. Aquí las paredes son los árboles y la voz de las madres llamando a sus terneros. Aquí la confianza y el cobijo crecen porque hay una mujer que cree en su intuición, en su trabajo y en su instinto.

2.

Cuenta Julia Kristeva en Lo femenino y lo sagrado que en la India la vaca sagrada es la raíz, el origen, la cuna, la mismísima envoltura del universo, «porque fue de la piel cosida de una vaca de donde nació el primer hombre, macho, evidentemente». Cómo no, ¿verdad? Cómo no iba a ser el hombre el primero. El primero en aprender, en vivir, en contar, en explicar, en dar parte al mundo de todo. Y no porque no hubiera mujeres. Siempre las hubo. Por eso este libro es necesario e importante, porque es la experiencia de una mujer la que nos habla y nos enseña. Y no sólo en su escritura, sino en un ámbito que siempre ha pertenecido al género masculino: el mundo rural. Granjeros, veterinarios, profesores de universidad, científicos e incluso trabajadores del campo. Pero las mujeres siempre hemos estado ahí. Cuidando al pastor y al ganado, haciendo posible que el rebaño siguiera adelante. Y las que trabajamos en esta profesión lo sabemos. Hay estudios que demuestran que en las granjas donde hay mujeres hay menos enfermedades y los animales son más felices, por lo que producen más. Rosamund Young sabe apreciar hasta las diferencias en el olor y en el gusto de la leche de sus diferentes vacas. Conoce sus preferencias y las deja elegir.

Aquí la mano que da de comer no impone ni castiga; deja que sus vacas aprendan y crezcan como individuos, no como una masa uniforme moldeada por un solo patrón. Y entre nombres propios de una obra de Shakespeare y mugidos, reconoceremos a muchas mujeres que también estaban ahí. Las aventuras de Young recuerdan al único libro de Susan Fenimore Cooper, Rural hours, un compendio de anotaciones sobre sus visitas al campo y un alegato en defensa del medio ambiente. Muchas de las especies sobre las que escribió Fenimore Cooper actualmente se encuentran en peligro de extinción. Sí, el libro pasó desapercibido, y ella no volvió a escribir. En La vida secreta de las vacas también hay destellos de la delicadeza de los poemas de Emily Dickinson en la descripción de ciertos pasajes y del campo. Asoma la precisión, como si del bisturí de un cirujano se tratara, del lenguaje de la maravillosa Temple Grandin, una de las especialistas más importantes del mundo en vacas y en bienestar animal; la pasión por la naturaleza de una de las grandes precursoras de la ecología, Rachel Carson, y la observación y la paciencia de la gran científica Jane Goodall.

Todas ellas tienen algo en común: trataron al animal como un igual, se limitaron a la observación y se pusieron en su lugar. Aprendieron a mirar lo que no sucede de inmediato para después poder contárnoslo y hacernos partícipes de ello.

3.

El idioma en el que habla Rosamund Young no es un idioma cualquiera. Es el lenguaje que surge inseparable de la unión de varias piezas que por sí solas difícilmente podrían existir. Una forma de vivir que de una vez por todas debe ser reconocida y respetada. Un lenguaje que ha permitido que en nuestro país, por ejemplo, se conserven espacios y razas, como los parques naturales y las especies autóctonas. Gracias a esta labor y estos conocimientos milenarios, la vida sigue caminando, como la ilusión y la expectación que despiertan los primeros pasos de un ternero que acaba de nacer. Éste es el idioma de los que trabajan y entienden la ganadería extensiva, el paisaje y a las personas como a un solo ser. Como cultura. Como patrimonio. El lugar donde nos hallamos todos aquellos que creemos que otros métodos de producción y consumo son posibles, que queremos saber dónde y cómo se desarrolla nuestro alimento. Sí, es una narrativa diferente. Pero insisto, muy necesaria e importante. Y maravillosa. Aquí se encuentran las pistas para comenzar a aprender todo lo que sucede a nuestro alrededor, todo lo que existe de verdad detrás de un bonito rebaño de animales pastoreando, de un pastor llamando a su perro, de unas manos ordeñando sus vacas. Todo está ahí.

¿Sabremos mirar?

una pregunta para comenzar

¿Sobrevivir escribiendo será una manera ciega de ser útil a la especie?

Maria Gabriela Llansol

 

*traducción propia