«La cantante Maria Arnal puso música a las palabras de la filósofa Donna Haraway y a ella nos unimos las escritoras María Sánchez e Irene Solà, tejiendo, entre las tres, este relato de agua que se presentó en el marco de la Bienal de Pensamiento Ciudad Abierta, que tuvo lugar en Barcelona en octubre del 2020, y que ahora se publica en el catálogo de la exposición «Ciencia fricción. Vida entre especies compañeras». Os lo presentamos a modo de avance editorial»
Una trenza de hierba sagrada (Capitán Swing, 2021) es el libro de la botánica, indígena y escritora Robin Wall Kimmerer. También es un telar maravilloso de saberes, historias, plantas, experiencias y relatos que nos ayudan a cambiar y sanar nuestra relación no solo con los otros, sino con todos los seres con los que compartimos el mundo. Tomar conciencia del lugar que habitamos y de la huella que dejamos en la tierra requiere mirar, conocer, nombrar, recordar… pero también celebrar nuestra relación interdependiente con el resto del mundo viviente. Hablamos con Robin acerca de la reciprocidad, de la pandemia, de los saberes indígenas, de la emergencia climática y de la importancia de las narrativas a raíz de la publicación en castellano de su libro en Capitán Swing.
Trenzas de manera única genealogía, ciencia, saberes y cosmovisión indígena. Nos enseñas una palabra preciosa, Puhpowee, perteneciente a la lengua de tu pueblo. Podría traducirse como “la fuerza que hace que los hongos salgan por la noche de la tierra”. ¿Qué fuerzas, como el Puhpowee, hicieron que escribieras este libro?
Las fuerzas que me inspiraron para escribir el libro surgen de mi relación con las plantas desde pequeña. He tenido la inmensa suerte de haber estudiado Botánica, de haber estudiado las plantas, de poder aprender de ellas y recibir todo lo que me han regalado. De hecho, todos somos beneficiarios de lo que regalan las plantas. Si nos paramos a pensar, las plantas nos proporcionan todo lo que necesitamos y una se da cuenta de que les debemos cada bocado de alimento, cada partícula de oxígeno, cada trago de agua, por no hablar de la medicina, de otros recursos, de la belleza y la sabiduría. Yo quería corresponder con algo a cambio por todo lo que nos dan las plantas, celebrándolas y animando a otras personas a honrarlas, cuidarlas y aprender también de ellas. Para mí, Una trenza de hierba sagrada es el regalo que puedo ofrecer por todo lo que me han dado las plantas.
Para mí, la conexión entre el conocimiento indígena y el científico es algo natural, forma parte de mi vida, es algo que he vivido. Me siento muy agradecida por todo el conocimiento que han compartido conmigo maestros y mentores indígenas, poseedores de una enorme sabiduría, en mi propia cultura Aníshínaabe y en muchas otras. He tenido también el privilegio de poder aprender botánica y ecología vegetal en las instituciones académicas occidentales. He intentado, durante toda mi vida, comprender desde estas dos perspectivas, qué ofrece cada una para entender el mundo y establecer una relación entre ellas. Una trenza de hierba sagrada es el resultado de intentar dar sentido a estas dos corrientes de pensamiento a través de la experiencia.
Resaltas la importancia de crear nuevos relatos sin olvidarnos de los antiguos, que lamentablemente, muchas veces ni siquiera han sido valorados ni escuchados. Como tú dices, “somos libres de contarnos otro relato diferente” ¿Cómo podemos poner en valor todas esas historias y saberes que no han sido reconocidos para ser parte de ese nuevo relato?
Todas las narrativas que tratan sobre lo que implica ser una persona influyen muchísimo en nuestras vidas. Desde las historias de la creación hasta las más contemporáneas que tratan de dar forma a las elecciones que realizamos en la vida. Qué historias salen a la luz y cuáles quedan en un segundo plano dependen de la historia, la religión y la visión del mundo de ese momento, pero también están sujetas a poderes que intentan controlar los valores de la humanidad.
Las historias antiguas indígenas nos contaban que había que entender a la tierra como un ser vivo, un ser sagrado por el que los seres humanos tienen una responsabilidad moral. Todo lo contrario a la visión del mundo que tiene el colonizador, que entiende el mundo como una propiedad, como una mercancía, como un simple objeto que hay que poseer y explotar. El sistema colonial trató de erradicar esta historia, el entender la tierra como algo vivo y sagrado, porque se interponía en su única y propia narrativa de expansión, propiedad y dominación. Querían que olvidáramos nuestras historias, pero no lo hicimos. Y hoy las recordamos y nos inspiran para una nueva -en realidad, volvemos a la de siempre- forma de habitar y relacionarnos con la tierra. Ya hay gente de todo el mundo que ha empezado a rechazar la visión de la tierra como un mero objeto para explotar solo con el fin enriquecernos y que desean, por el contrario, tener una relación respetuosa con la naturaleza, basada en el amor y el respeto. A todo esto me refiero cuando digo que somos libres de contarnos una historia diferente. Si todos nos pusiéramos de acuerdo colectivamente en creer que la Tierra es un regalo que debemos cuidar, en lugar de tratarla como un mero recurso de consumo, el planeta y nosotros nos encontraríamos en una situación totalmente diferente. No se trata de si podemos cambiar la narrativa, es que no nos queda otra si queremos sobrevivir.
Actualmente, vivimos atravesados por la pandemia y la incertidumbre. En tu libro hablas de la importancia de nombrar las heridas para calmarlas. ¿Qué ha supuesto la pandemia para las comunidades indígenas allí? ¿Y para ti? ¿Cómo podemos trenzarnos entre todos para habitar un mundo mejor?
Es cierto que la pandemia nos ha brindado la oportunidad de reflexionar sobre aquellos valores que tenemos más arraigados y de comprobar si nuestro estilo de vida es o no compatible con esos valores. La pandemia ha puesto de manifiesto la conexión tan estrecha que existe entre nosotros mismos y también con la naturaleza.
La pandemia nos ha recordado que todos somos seres biológicos sujetos a las mismas fuerzas de la naturaleza que cualquier otra especie. Espero que también sirva para tengamos más humildad y compasión con nosotros y con la naturaleza. También ha sacado a flote algo que duele reconocer: la injusticia continua y sistemática en el sistema social que hemos creado. No todos somos vulnerables a la pandemia de la misma forma: encontramos muchísimas diferencias en aspectos como la sanidad, las pérdidas económicas y los recursos que facilitan la resistencia y la resiliencia. Las comunidades indígenas han sido una de las poblaciones más vulnerables, con un impacto enormemente negativo y desproporcionado debido a una historia y herencia continua de injusticias y opresión. Estas diferencias acentuadas por la pandemia han hecho que personas más privilegiadas se hayan dado cuenta de las consecuencias del racismo y de la injusticia, lo que ha servido para reclamar justicia. Sin embargo, para otros, la pandemia ha acentuado aún mas esa actitud de mirar para otro lado e ignorar el sufrimiento ajeno. Por mi parte, espero que esta pandemia nos enseñe el valor de la compasión.
Robin Wall Kimmerer- FOTO: MATT ROTH
Podríamos decir que la covid-19 ha conseguido que nos sintamos vulnerables, que, al fin, reconozcamos la interdependencia, que dependemos los unos de los otros. También de la tierra y de los recursos naturales. En un sistema capitalista y enfermo que nos coloniza y nos vende la figura de “hombre autónomo e independiente que no necesita ni depende de nada ni de nadie”, quizás en estas grietas, pueden crecer otras formas de relacionarnos. ¿Qué sería necesario para que cambiemos nuestra forma de mirar y ser en el territorio que habitamos?
Creo que cada día somos más conscientes de que el sistema socioeconómico en el que estamos inmersos, sirve principalmente a los pocos que los han creado, que se benefician de la destrucción de la tierra y recursos como el agua, así como de todas las culturas que dependen de estos recursos. La realidad es que estos sistemas no están al servicio del bienestar de la mayoría de las personas, y por supuesto, tampoco de la naturaleza. Espero que la pandemia nos enseñe que podemos vivir de otra manera: con un menor nivel de consumo, con una menor huella de carbono y, lo más importante de todo, con el reconocimiento de las conexiones que existen entre todos nosotros. Ahí está la verdadera riqueza: la forma en la que nos relacionamos con los demás y con la tierra. Puede que hayamos aprendido que se pueden cambiar nuestros hábitos, si la cuestión es la supervivencia…Con la pandemia nos hemos demostrado a nosotros mismos que podemos realizar cambios totalmente drásticos en nuestra forma de vivir por el bien del común, porque sabemos que es necesario para la supervivencia. Creo que podríamos dedicar los mismos esfuerzos hacia un cambio colectivo y necesario para evitar la catástrofe climática. Tenemos que hacerlo, es urgente.
Una trenza de hierba sagrada también es reconocimiento, amor, reivindicación, cuidado, compromiso, generosidad… Un alegato para empezar a escuchar los lenguajes de otros seres y formar parte de una red de reciprocidad. Manifiesto, recogida de relatos antiguos, tus propias experiencias… También es un libro de amor a tus raíces y a la tierra de la que formas parte. En él te haces y nos haces a los lectores muchísimas preguntas. ¿Qué preguntas se hace ahora Robin Wall Kimmerer en estos tiempos de emergencia climática?
Lo que más me pregunto a mí misma es a qué puedo dedicar mi energía, mi atención y mi tiempo en una época en la que hay tantas cosas que sanar. Soy muy consciente de que vivimos una época de transformación que nos exige a todos poner a disposición nuestras cualidades y responsabilidades. No dejo de pensar en la necesidad de un cambio sistémico radical y a la vez de un impulso también para el cambio local: porque ambos cambios son fundamentales. Creo que esto se materializa cuando nos preguntamos “¿qué aprecio tanto que no quiero que desaparezca por la emergencia climática?”, y dedicarnos a protegerlo.
Me parece preciosa la acción de entablar conversación y pedir permiso a las plantas, a los animales, al medio que nos rodea. Creo que es una forma de darnos cuenta de todo lo que recibimos y del mundo que habitamos. Como escribes en este libro, “la mayor parte de lo que utilizamos diariamente es el resultado de otra vida, distinta a la nuestra. Nuestra sociedad casi nunca reconoce una realidad tan obvia” ¿De qué formas podemos despertar este vínculo y conseguir un cambio en este mundo de inmediatez? ¿Cómo corresponder todo lo que nos da la propia tierra?
Es importante detenerse, prestar atención, darnos cuenta de que todo lo que nos sostiene también necesita que lo sostengamos nosotros a cambio. La reciprocidad nos llama de tantas maneras… tan numerosas y diversas como los dones que nos llevamos. Podemos devolver esos dones, corresponder todo lo que nos da la tierra, contribuyendo a una buena ciencia, creando arte, escribiendo libros, cambiando la historia, la política, eligiendo cómo consumimos o no, enseñando, compartiendo, votando, defendiendo la tierra, apoyando las economías locales, trabajando por la justicia social, educando a nuestros hijos, cultivando un huerto y peleando en nombre de la Tierra.
En la última parte del libro nos descubres la figura del Wendigo, un monstruo legendario de pueblo ainishinaabe, que cobra protagonismo en las noches más frías. Pero no es solo un monstruo para asustar a los niños, sino la representación de nuestros terrores colectivos y fracasos. Como escribes: “Es el nombre de eso que se preocupa más de su propia supervivencia que de cualquier otra cosa” ¿Qué wendigos nos asolan hoy en día? ¿Cómo crees que podemos alcanzar un sistema dónde el hombre no sea el centro del relato y de la propia vida?
Hoy la mayoría de wendigos que están entre nosotros se esconden detrás de figuras del progreso y del estatus, propagando la enfermedad del consumismo, haciéndonos valorar las cosas por encima de las mismas vidas, y creando la falsa ilusión de que el bienestar de cada individuo está por encima de los vínculos con los demás, sean o no seres humanos. Pero esta ficción, centrada solo en el antropocentrismo, comienza a erosionarse porque cada vez somos más los que elegimos una historia diferente, un relato de simbiosis, en el que somos miembros de una democracia de especies. La aparición del movimiento “Rights of Nature” es un ejemplo de cómo podemos cambiar el sistema, pasando de un modelo donde la naturaleza se reduce a propiedad humana y a su explotación para obtener beneficios, a otro donde se contemplan todos los seres y la regeneración mutua para el bienestar de todos.
Un aterrizaje perfecto. Reconozco que no puedo dejar de mirarlo. Lo que consigue que no despegue los ojos de la pantalla es el vídeo que graba el propio robot mientras desciende sobre Marte, un planeta que se encuentra a millones de kilómetros de esta tierra. Las imágenes sobrevuelan el espacio hasta llegar a mi ordenador. Perseverance aterriza, poco a poco, y el polvo de Marte se levanta, se dirige a nosotros recibiendo a la máquina. Viendo una y otra vez cómo despliega los paracaídas, cómo se posa sobre el cráter Jezero. De repente, empecé a preguntarme por los caminos que recorrería la máquina, de qué estaría hecha la tierra que pisaba, cuánto tiempo tendría de vida, y si podría volver. No, no hay regreso posible. Desde el pasado jueves, Marte es la casa para siempre de Perseverance. Su labor comienza justo ahora, encontrar rastros de vida en esta parte norte del planeta rojo, que antes de ser desierto, fue hace 3.500 millones de años un enorme lago, en el que quizás pudieron darse las condiciones adecuadas para que se surgiera la vida. Pero yo no paro de preguntarme qué pasará con Perseverance si no logra su misión, o si simplemente hay un fallo o alguien decide en algún momento que solo es un trasto, que ya no sirve. Imaginé la desconexión del aparato, la pantalla totalmente en blanco, el chispazo que hacían algunos televisores antiguos al apagarlos. Y me vino de golpe un verso de Catulo para el gran apagón: “Pero nosotros, una vez que se extinga nuestra breve luz, una noche perpetua tendremos que dormir”. Y de nuevo la realidad que nos atraviesa, lo que veo nada más levantar la vista hacia la ventana. Hoy me maravillo escuchando un atisbo del viento de Marte, gracias a que Perseverance lleva micrófonos y nos manda de vuelta la grabación. Suenan en mi habitación los vientos de otro planeta mientras una cigüeña aterriza en el prado de enfrente, desconcertada, porque ya no está la charca en la que ayer mojaba sus patas y buscaba alimento sin parar con su pico. Me atraviesa esa imagen, me conmueve. Es un pellizco. Tan lejos y tan cerca. Me pregunto por todas las historias de aves y de sondas en el espacio a las que no alcanzo, pero ¿conozco acaso cuál es la historia más antigua de todas? Con Perseverance comienza un nuevo relato, pero algo me empuja a seguir buscando entre los viejos, entre los que no se escribieron o no se pronunciaron, entre los que quizás no les dimos suficiente valor o no les prestamos la atención necesaria porque no los creíamos buenos o importantes. Pienso en la tecnología, en el rastro que dejará Perseverance, en las huellas que deja como estela ahora mismo mientras yo escribo estas palabras, y me pregunto cómo podríamos trasplantar la emoción de este nuevo camino que se abre allá lejos al día a día de todos nosotros, de todo los que nos rodea y con todos los que convivimos y formamos parte de este planeta tierra. Puede que el objetivo de Perseverance se conciba como algo completamente diferente, pero a mí me recuerda que quizás él puede hablarnos allá arriba del lugar de dónde viene, de nosotros, los humanos y los no-humanos, de cómo podemos seguir adelante y entendernos. Puede que ese polvo que se levanta del desierto rojo sea el origen de las primeras partículas para que aquí abajo comencemos a gestar un nuevo lenguaje que nos permita reimaginar nuestra forma de estar y de ser en el mundo, un nuevo idioma que no sea solo de objetos, sin que contemple a todos sus seres y cobije todas las relaciones que se dan entre todos. Quizás escuchando el viento que nos manda Perseverance nos damos cuenta de que somos micorriza, un nudo de vínculos y de reciprocidad entre todos los seres. ¿Cómo podemos reaprender a leer y a entender la relación que tenemos con el lugar que habitamos y con todos aquellos que compartimos territorio? Reconocernos como entramado interdependiente y vulnerable en un planeta herido que busca vida en un planeta extraño, aquí quizás está el germen de un nuevo vínculo que contenga nuevas formas de relacionarnos y habitarnos. Que nos enseñe a conmovernos con lo más sencillo, con lo más cercano. Como esa cigüeña que mira y decide buscar alimento en otro lado, como esa seta recién nacida desperezándose bajo las hojas de un carballo. Quizás hay que apelar a esa ternura, a entender que todo ser vivo siente, entiende, reacciona e interpreta en su propio lugar, en su propio mundo, en una red tejida viva con todo lo que le rodea y de lo que forma parte. Quizás esta lengua en la que hablo y crezco todavía es insuficiente con todos ellos, y solo adivinamos o intuimos el eco de sus voces y pasos en otras maneras de ser y relacionarse. Pero podemos jugar a dejar a un lado la inmediatez por unos momentos, y volvernos conscientes de todo lo que sucede alrededor para la vida y la supervivencia. Podemos dejarnos tocar, conmovernos en la fragilidad de una cría que espera en el nido a que su madre la alimente. En los brotes que saben cuándo toca florecer, en las bandadas de pájaros que sin reloj ni calendario conocen el momento preciso para comenzar la emigración. ¿Será que a nosotros nos falta una pieza de ese formar parte y de ese lenguaje? Así sigue cada día el mundo adelante, en este planeta que también es nuestra casa para siempre. Ojalá habitarlo y respetarlo con todos los demás con la misma facilidad con la que crece la hierba.
*texto publicado en el número de marzo Radical de El Salto
Aquí, en este trocito de norte, vuelvo a convertirme en una niña que se deslumbra con prácticamente todo lo que sucede o descubro a mi alrededor. Puede ser una palabra en gallego, un arroyo recién hecho en el camino, una seta que se despereza entre las hojas, un pájaro que se cruza o una nueva flor. Esta mañana, después de varios días sin salir de casa ni alrededores, descubro que muchas aldeas están llenas de camelias. No arbustos, sino árboles altos y fuertes, seres repletos estallando en color. Y me he dado cuenta ahora, justo cuando veo las flores rabiosas entre esta lluvia imparable que los prados ya no saben cómo recibir, sino ahuecándose un poquito hacia dentro, haciendo charcas para los juegos y bailes en el agua de urracas, cuervos y mirlos. La tierra volviéndose hacia sí misma, plegándose mojada, cobijando semillas y larvas mientras llega el sol. Todos los días pienso en cómo me gustaría poder mandarles un poquito de esta agua a mi tierra, allí en el sur. Es un tema recurrente con el que no escatimo ideas ni métodos, compartiría gustosa esta humedad y abundancia con todos aquellos lugares y personas que la necesitan. Como la necesita la camelia, que crece mejor si se encuentra en refugio y en sombra de luz. En mi familia hay una camelia plantada en un arriate del patio, pegadita al naranjo, a la sombra del limonero. No sé exactamente cuándo nació, me gusta pensar que la camelia y yo tenemos la misma edad y que hemos hecho el mismo viaje en sentidos diferentes. Fue mi abuelo quien la llevo siendo semilla desde aquí. Quizá hoy estoy aquí porqué él consiguió la semilla por un trueque, un conjuro o un simple apretón de manos. Mi abuela la cuidaba y la cuidaba, pero en ese patio de sol cada año más fuerte no dejaría de ser un arbusto mediano, y que esos cuidados allí, a pesar de la muerte y la distancia siguen aquí, y ellas, semillas y plantas lo saben, por eso crecen y crecen sin parar hasta ser árbol. Escribo la palabra camelia e inmediatamente me viene la palabra nosotras. Me gusta pensar que tras lo invisible somos una especie de micorriza, no solo entre plantas y hongos, también humanos, animales, insectos, pájaros… Y que esos hilos van surgiendo transparentes, llegando cada vez un poquito más lejos y haciéndose visibles, como ocurre en las telarañas con las gotas de lluvia, con lo pequeño y los cuidados. Por eso vi esta mañana las camelias en flor y quise llevarme una, apretarla contra mí, ponerla en la mesa donde trabajo, pero recordé a Maria Arnal cantando y si cuidar no fuera capricho moral y fuera pura condición vital y preferí la vida en el árbol, los pétalos a la intemperie, mi mesa solo llena de libros y papeles. Pero seguía lloviendo y necesitaba esa respiración en la mano, y me llevé una piedrecita conmigo. Una manía que hace que tenga piedras desperdigadas por todos lados a las que necesito contar y tocar de vez en cuando. A veces, sin darme cuenta, se vuelven protagonistas de poemas y conversaciones. Hoy, mi amiga Miriam me escribe y me cuenta que en Aragón es costumbre guardar las más pequeñas de un lugar donde haya impactado el rayo. Que esas piedrecitas van con una siempre, en el bolsillo, siendo amuleto. Que la costumbre nace de otra costumbre del cielo y de la vida: se dice que un rayo no cae nunca dos veces en el mismo lugar. Quizás, hasta donde alcance la memoria. Quizás, porque también las piedras empiezan a bordarse en nuestras manos, haciendo posible que crezca otra historia nueva y en común.
Este año que dejamos atrás, pero que todavía arrastramos, nos ha impuesto a muchas mirar la vida a través de una ventana; a otras tantas, adaptarnos sin remedio a las medidas urbano-céntricas que se han pensado desde y para las grandes ciudades. La primavera se acerca y seguimos en una pandemia que se ha llevado demasiadas vidas que no volverán, y que ha acentuado más la crisis, la precariedad y la falta de servicios en la que vivimos. Ha tenido que venir un virus para demostrar que este sistema que no orbita alrededor de la vida y en el que nos encontramos atrapadas no es sostenible, y que solo es el comienzo y agravamiento de otras crisis y pandemias. A esta emergencia climática, en estos últimos tiempos se han unido la emergencia social y sanitaria, y no podemos comenzar este manifiesto sin traer aquí a todas las personas golpeadas por el virus y el sistema.
Quizás podamos caer en el error de pensar que las palabras no son capaces de mucho. Pero nosotras pensamos que siguen siendo importantes. A pesar de la incertidumbre y del dolor, nuestras palabras son también ecosistemas de pensamientos y acciones que no existen en otros lugares. Gracias a ellas podemos ver el mundo, formar parte de él, reimaginar y hacer posible pensar y creer en otros futuros fuera de este sistema.
Hermana,
este 2021 no saldremos a la calle como otros años. Estaremos separadas por una distancia que nos ha robado los besos, los abrazos que llevamos un año sin sentir, y esas sonrisas que han ocultado las mascarillas. Por eso, en este año en el que las plazas estarán más vacías que nunca, os invitamos a leer estas palabras, a hacerlas vuestras, desde los balcones, desde los hogares, y dejar que el humo de las chimeneas se encargue de juntar nuestras voces, que el viento las haga llegar bien lejos.
Este 8 de marzo no podemos dejar de alzar nuestra voz como mujeres rurales. Porque la pandemia también ha traído minutos de lucidez; minutos en los que hemos visto como la propia ciudadanía se organizaba y se encargaba de aquello a lo que las políticas públicas no han querido llegar, porque no han estado a la altura ni han sido suficientes. Por eso queremos daros las gracias: por enseñarnos que otras formas de convivir y de apoyo mutuo son posibles.
Gracias a esas mujeres productoras y pensadoras, que desde abajo se han organizado para que sus alimentos locales y de proximidad pudieran llegar hasta todas las casas. Nos acordamos especialmente de iniciativas como SOS Campesinado, y de todas las jornaleras migrantes que el año pasado se quedaron atrapadas dentro de nuestras fronteras, en un país que no era el suyo, lejos de sus familias y en unas condiciones muy lejos de poder denominarse dignas. También de todas aquellas personas trabajadoras en el sector agrícola y ganadero que se contagiaron de covid-19 durante la primavera y el verano pasados debido a las condiciones infrahumanas en las que trabajaban y vivían, poniendo de manifiesto un sistema de producción intensivo que se sostiene a base de no respetar los derechos humanos más básicos, ni el bienestar animal, ni los recursos naturales ni el territorio que nos sostienen.
Gracias a todas esas mujeres que no dejan ni un solo día de cuidar de su ganado, de la tierra, de preservar nuestras razas autóctonas y semillas locales, manteniendo nuestros ecosistemas y su biodiversidad. Ni el virus ni las grandes nevadas de este invierno han conseguido pararlas. Porque, si nuestros medios rurales no son zonas catastróficas, es gracias a su perseverancia y su trabajo altruista, que la mayoría de las veces sigue siendo invisible y no reconocido.
Este año nos hemos quedado más huérfanas que nunca por culpa de este virus. Hemos perdido a muchas personas a las que queríamos: que formaban parte de nuestra familia, de nuestras amistades, cómplices en el día a día… Y, sobre todo, hemos perdido esa gran sabiduría que se esconde tras los ojos y las manos de tantas mujeres rurales de edad avanzada. Un conocimiento de la tierra, del medio que nos rodea, heredado de las abuelas de las abuelas de sus abuelas, que ahora custodiarán las flores y las piedras, y que con ellas se ha marchado para siempre.
También se han ido con ellas muchas palabras que ya nunca volverán. Algunas, con suerte, habrán quedado recogidas en las hojas de algún diccionario local, esperando a que alguien las desempolve. Porque no podemos olvidarnos tampoco de la riqueza lingüística que han custodiado las mujeres rurales, dando nombre a todos los elementos que nos rodean, y gracias a las cuales hoy tenemos la suerte de poder seguir escuchando una gran variedad de lenguas y acentos que hacen únicos y diversos nuestros medios rurales. Detrás de la lengua y de la palabra hay formas de vida y vínculos maravillosos y únicos.
Tampoco nos olvidamos de todas las mujeres que se ven discriminadas por su diversidad y de nuestras hermanas trans. No podemos olvidarnos de esas mujeres que hablan y ven con sus manos, ni de las mujeres que caminan a otros ritmos. De las mujeres rurales con sufrimientos y malestares emocionales, de aquellas con capacidades distintas. Llamadas locas, llamadas raras, llamadas discapacitadas. Señaladas por ser diferentes. Doblemente olvidadas y doblemente afectadas por la pandemia.
Todas somos diferentes,
y todas,
juntas,
con nuestras diversidades, custodiamos nuestros medios rurales. Los llenamos de vida y nos enredamos para seguir hacia delante, olvidándonos de esas palabras que empiezan por “des-” y que tanto gustan a los medios de comunicación.
Decíamos que la pandemia nos ha robado los abrazos, pero hemos tejido más redes que nunca para suplir esa falta de servicios que han sido agravados por la pandemia. Organizándonos para llevar alimentos a quienes no podían salir de sus casas, visitando a quienes no podían ver a sus familiares por estar lejos, y dedicando más tiempo que nunca a cuidar de quienes tenemos cerca.
En estos tiempos difíciles, muchas mujeres han tenido que combinar los trabajos en el campo, otras el teletrabajo, otras han seguido al pie del cañón en los centros de salud; con ser maestras, cuidadoras, enfermeras… Teniendo que estar disponibles para los demás todo el tiempo.
Hemos oído de forma constante que tenemos mucha suerte de vivir en un pueblo, porque tenemos contacto directo con la naturaleza. Pero lo que nadie ve es que aquí los servicios básicos se han visto disminuidos por partida doble; unos servicios que ya eran escasos y que en muchos casos han desaparecido. Con el virus como excusa se han cerrado centros de día y comedores, y se ha reducido el horario de muchas guarderías y otros espacios dedicados a los cuidados. Además, muchas familias han tenido que sacar de las residencias a sus mayores por miedo a que se contagiaran, encontrándose muchas mujeres sin otra alternativa que tener que arreglárselas para poder conciliar sus trabajos con el cuidado de sus familiares dependientes.
Nos acordamos también de todas las compañeras que han sufrido ERTES, o que han tenido que cerrar sus negocios por la crisis derivada de la pandemia. Hemos visto cómo, durante mucho tiempo, desde las administraciones se ha impulsado en las zonas rurales el turismo como (casi) única fuente de ingresos. Este año la pandemia ha hecho que muchas familias en el rural dedicadas al turismo lo estén pasando realmente mal y no tengan otras opciones.
La pandemia ha agudizado, más que nunca, la brecha digital. En un año en el que el teletrabajo ha emergido en nuestro país, nos hemos encontrado con que mientras en las grandes ciudades está llegando ya el 5G, en muchos de nuestros pueblos no hay ni siquiera banda ancha. Hemos incorporado la palabra «teletrabajo» a nuestra rutina, y para muchos medios y administraciones se ha convertido en panacea y salvación de nuestros medios rurales. Nosotras hoy queremos reivindicar el tierratrabajo. Queremos seguir luchando por tener acceso a la tierra y a una vivienda digna en el medio rural. Queremos que se ayude y se faciliten las producciones agroecológicas y extensivas que están ligadas al territorio, produciendo alimentos de alto valor ambiental, creando un vínculo único entre persona, animal, semilla y tierra. Queremos dignidad y derechos para las personas migrantes que trabajan en nuestros campos. Queremos los servicios públicos de calidad que nos merecemos.
Pronto volverá la primavera.
Nuestros campos ya lucen un color verde que nos hace pensar en otro mañana. No importa lo que venga, porque seguiremos unidas plantando cara a las adversidades. Porque ni siquiera este virus ha conseguido vaciar nuestro territorio. Seguimos juntas frente a la pandemia. Seguimos uniendo nuestros pueblos tejiendo redes y vínculos, con nuestras manos teñidas por el color del terruño. Y nos quedamos aquí en la tierra y conjugamos el verbo «aterreñar», una palabra del norte que nos devuelve la esperanza y la luz. Significa ver y pisar la tierra de nuevo después de la nieve, no solo nosotros, sino también los animales, que vuelven tras las grandes nevadas a alimentarse del pasto. Sabemos que pronto podremos mancharnos las manos de tierra, todas juntas; mirarnos, y sonreír.
Por un feminismo de todas,
por un feminismo de hermanas de tierra.
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*La ilustración es de Eva Piay. Podéis descargarla aquí.
*Este Manifiesto fue escrito por Lucía López Marco y María Sánchez. Gracias a los consejos y aportaciones de Celsa Peitado, Ana Pinto, Blanca Casares, Patricia Dopazo, Mentxu Ramilo, Karina Rocha, Elisa Oteros y Elena Medel. Y a tantas que habéis hecho llegar vuestras aportaciones.
a veces hay cosas que parecen que no tienen importancia y que no significan nada y se convierten de pronto en un destello, en algo que toma la luz y sale a escena, de forma brusca, sin pensarlo, sin esperar invitación. Aparecen y ya, no hay declinación posible ni marcha atrás. Cuando mi abuela Teresa murió, después de días en la uci, teníamos que traerla de vuelta al pueblo. Ella quería que la enterraran allí, cerca de sus padres, de sus tíos. No soportaba lo que había hecho mi abuelo, la recuerdo enfadada mientras lo incineraban: «Esto no lo debería haber permitido, me va a dejar sola en el cementerio». Íbamos delante del coche fúnebre, con bastante ventaja, y mi padre, en la primera curva nada más despedirnos del pantano, a 12 kilómetros del pueblo, decidió parar, esperarla, que fuera ella la primera en volver a casa. Hacía frío y la ropa de luto no abrigaba casi nada. Me sentía ridícula, fuera de lugar en la carretera, disfrazada, con unos zapatos con tacón negros, de ante. Con ellos hacía rodar los trocitos de grava, mirando la curva, esperando que ella apareciera. Murió de lo que más miedo le daba: caerse. Como los pajarillos que caen sin motivo, y quedan deshechos, con el vientre hacia arriba, sin tener tiempo de preguntarse el por qué, quedando solos, a la espera, de que alguien se tropiece con ellos y los encuentre. Han tenido que pasar los años y que se cruzaran varios rabilargos en vuelo por la misma curva de vuelta al pueblo,para recordar que ese día, mientras que ella volvía y preparaban su sitio de cal y hormigón en el cementerio, mientras yo seguía, insistente con la grava, apoyando todo el dolor en el tacón, machacando los granitos de la carretera, mirando de reojo, contando los segundos en voz baja, -una dos, tres, a la de tres, aparece ella, no, a la de seis, una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, a la de diez aparece, ella, en un atáud, los lirios encima, las camelias que nacieron de una semilla que trajo mi abuelo de galicia, en el arriate de la piscina la planta, a partir de ahora otras manos cuidarían, ella pajarillo, con un cuerpo de ochenta y tantos y un cerebro mentiroso de veinteañera, ella, con la cabeza ida regalándome su tiara de boda, para la mía que solo existe en la cabeza de mis abuelas, ella con las manos siempre abiertas, hablándole a los utensilios de comida, a las bandejas, al juego de café que seguía preparando todas las tardes después de la muerte de él, los rituales no se cambian, niña, ella ahora callada, sola en un atáud, vestida, preparada para las raíces y los insectos.- y yo contando de nuevo, una, dos y tres, una dos y tres, y han tenido que pasar los años para acordarme que no, que no vino el coche a la de diez, que llegó después de el chasquido de un rabilargo tras posarse en un rama. Mi padre hablando de bellotas y alcornoques, pero ni la cuenta atrás ni los frutos de los árboles, fue el pájaro el que tras volverse hacia nosotros hizo que apareciera ella, ya vencida, entregada a la caída sin quererlo, de vuelta, de vuelta a casa.
*este texto es el pájaro cuarto de mi tinyletter (10 de junio de 2018)
Pienso mucho en cómo narraremos estos días de los que venimos. Qué palabras encontraremos, cuáles elegiremos, de qué manera las usaremos; qué narrativas darán cobijo a lo que todavía hoy, aquí delante de la pantalla del ordenador, hace que siga siendo imposible encontrar las palabras justas o adecuadas para la multitud que no deja de murmullar aquí dentro. Escribo y por el cuaderno merodean hormigas, estos días he puesto la mesa de trabajo justo delante de la huerta. Aquí, mi única compañía trabajando son las patatas y las calabazas, también alguna mirla que cruza demasiado cerca, con un insecto en la boca llamando a las crías que se esconden en los arriates debajo de los setos, indecisas todavía para volar y dependiendo de los padres que siguen cuidándolos como si siguieran en el nido. En los surcos, las hortalizas, ajenas a todo, van creciendo sin prisa, en silencio, removiendo la tierra de forma suave, acomodándose al sol y a la niebla, dejándose hacer una y otra vez por el aire y la luz. Fantaseo con la idea de que esta presencia forastera influye en su desarrollo y crecimiento, y a ratos me sorprendo tarareando alguna nana o hablando conmigo misma en voz alta. El primer día del desconfinamiento caminé hasta que mis pies se tropezaron en el suelo con un nido abandonado de mito. Los pájaros los hacen de forma muy elaborada tejiendo musgo, ramitas, líquenes, pelos de mamíferos y a veces también usan hilos de telaraña. Por dentro usan plumas que pueden coger de pajareras donde hay palomas, de gallineros a los que acercan e incluso de desplumaderos de aves de presa.Tiene forma de corazón y así, vacío, sucio, lleno de algunos insectos, se convierte en algo distinto a lo que fue, un nuevo objeto bello e inútil, pero también doloroso, porque no deja de recordar una ausencia que conlleva que aquí el regreso no es posible. Mientras lo recogía no dejaba de pensar en todas las casas que han quedado vacías, en todas las despedidas pendientes, en esos colchones reclinados en los contenedores de las calles, en todos esos animales solos porque su familia ya no volverá, en las pequeñas huertas y gallinas esperando la mano que les lleva el agua y el alimento, en los balcones cerrados pero llenos de macetas que se mueren poquito a poquito, quebrándose, en los praditos sin segar, en tantos abrazos y lágrimas que no pueden salir del cuerpo, y quizás hacen que aparezca alguna mancha en el corazón porque el lenguaje se vuelve mudo. Puede que, como estas palabras que se me escapan, todos nuestros duelos pendientes sigan aquí dentro, esperando; y puede que, mientras encuentran la palabra adecuada para ellos, sus historias se repliquen entre nuestras células, agarrándose a sus membranas, como un liquen que crece y crece sin soltarse del tronco de un árbol, haciendo posible la supervivencia de la simbiosis entre un hongo y un alga. Y así, con las manos manchadas de tierra y de ceniza, me gustaría escribir uno a uno todos los nombres de quienes se fueron, arrullar la ausencia en este nido o en una pared vacía, encontrar un sentido a todas estas palabras nombrando a quienes no regresarán. Porque estos días siguen convirtiéndose en fantasmas, pegajosos como una herida cuesta arriba, como una ternura que duele y a la vez se vuelve gelatinosa, y se pega a la piel como el calor y la humedad. Como esa voz que irrumpe sola y libre de unos cascos sin herrar, o como la suciedad de los pequeños trapos raídos que vendan las nuevas vidas que surgen de los injertos. Como esas historias antiguas que explican que todas las cosas naturales tienen sombras y espíritus. Quizás por eso, esa costumbre de tantos pueblos de nuestro país de celebrar la vida y la muerte debajo de los árboles. Tejos, olmos, fresnos… Ellos se convertían en el gran organismo bajo el cual se vertebraba y organizaba el día a día de la comunidad. Siempre la vida y la muerte una y otra vez jugando bajo la sombra entre sus ramas. El primer y último organismo para la vida en común: en muchas aldeas se llevaba bajo el árbol al bebé nada más nacer y al muerto antes de partir al encuentro con la tierra. Y ahora, como esos árboles solos sin nadie que celebre una historia que nace o que se va, nos sentimos huérfanos de ceremonias y despedidas, y yo quisiera un frío reparador como el que cuentan tantos esquimales de esos osos polares que no dejan de ponerse nieve en las heridas para frenar las hemorragias. ¿Qué palabras nos servirán para el duelo que quedó para siempre aplazado? ¿Cómo sostener el dolor enorme de una despedida sin cerrar? ¿Cómo nombrar la pérdida, una a una? Pero vuelvo a los árboles, y pienso en el peral chino que sembró mi abuelo hace más de treinta años, el día en que yo nací, lejos de donde estoy ahora, y me aferro a su insistencia, a esa manía tan bonita de seguir sembrando árboles aunque pocos nietos continúen haciéndolo, a esos frutos que brillan quizás porque saben que nadie ya irá a recogerlos, a ese hacer tan fuerte de la vida abriéndose paso, haciendo que un día más él siga creciendo salvaje y solo. Como un pellizco esa insistencia. O, como decía Heine, un dolor de dientes en el corazón.
*tribuna publicada el 24 de junio de 2020 en El País
Ellas son cuatro millones, el día nace, ellas encienden la lumbre. Ellas cortan el pan y calientan el café. Ellas pican cebollas y pelan patatas. Ellas mezclan harina y comida agria. Ellas llaman, en la oscuridad, a los hombres y a los animales y a los niños. Ellas llenan las fiambreras, los termos y las mochilas con latas y bocadillos y fruta envuelta en un paño limpio. Ellas lavan las sábanas y las camisas que han de sudarse otra vez. Ellas friegan el suelo de rodillas con cepillo de cerdas gruesas y jabón amarillo y espantan a los insectos para que no enfermen los suyos mientras duermen. Ellas regatean en los mercados y plazas por lo más barato. Ellas cuentan centavos. Ellas cosen y enhebran en agujas de madera la lana que mantendrá en el cuerpo el calor de la comida que ellas preparan. Ellas vienen con un cántaro de agua a la cintura y un hatillo de leña en la cabeza. Ellas limpian los fregaderos y los lavabos y las conejeras y los corrales. Ellas encienden la lumbre. Ellas pican las verduras. Ellas quitan el óxido de las ollas. Ellas remiendan medias y pantalones y camisas y otra vez, medias. Ellas sacan brillo a la cocina con un estropajo. Ellas recorren la ciudad a pie bajo la lluvia porque en esos barrios los monos de trabajo son caros. Ellas corren sin aliento para no perder el tren, el barco. Ellas ponen el cesto en el suelo y abren la puerta con la mano enrojecida. Ellas ponen la tranca para cerrar el pajar. Ellas meten el dedo lo justo en la gallina para saber si tiene un huevo. Ellas encienden la lumbre. Ellas mueven el arroz con un tenedor de zinc. Ellas chupan la punta del hilo para remendar la camisa. Ellas llenan los platos. Ellas dejan el barreño en el lavabo para descansar. Ellas quitan la colcha de la cama. Ellas se abren para un hombre cansado. Ellas también duermen.
Reproducción de la fuerza de trabajo.
Ellas van a la partera para que les adelante el parto. Ellas sacan el dobladillo de las faldas. Ellas lloran y vomitan en el fregadero. Ellas limpian el fregadero. Ellas preparan pañales. Ellas bordan hilillos de seda en el mejor babero. Ellas andan descalzas porque sus pies ya no entran en los zapatos. Ellas aúllan de dolor. Ellas se untan un poquito de mantequilla en el pezón agrietado. Ellas le cantan bajito en medio de la noche al bebé para que el hombre no se despierte. Ellas rascan las heces de los pañales con una espátula. Ellas lavan. Ellas llevan a los bebés en brazos. Ellas dan de mamar debajo de un alcornoque. Ellas afinan el oído por la noche para saber si la niña en la cama junto a los hermanos no se entera de nada. Ellas se asoman. Ellas lavan de rodillas con agua templada. Ellas cortan pantalones cortos y babis de rayas. Ellas se muerden los labios y aprietan las manos, el jornal perdido si la fiebre no baja. Ellas lavan las sábanas llenas de orina. Ellas peinan la raya al lado y hacen trenzas. Ellas compran la pizarra, y el lápiz y la carpeta de cartón. Ellas limpian sus culos. Ellas guardan una madejita de pelo entre telas de gasa. Ellas cosen un vestido de retales para una muñeca de cartón escondida debajo de la cama. Ellas lavan los calzoncillos manchados del primer semen, del primer salario, de la mili. Ellas compran dejando fiado la mejor popelina para hacer una camisa que llevaran a Francia, a Lisboa. Ellas van a la estación llorando. Ellas ven como traen un cordero en el primer vagón y el primer nieto. Ellas ahorran en el tranvía para un ovillo de cuerda.
Revolución y mujeres
Ellas hicieron huelga de brazos caídos*. Ellas lucharon en casa para ir al sindicato y a la junta. Ellas le gritaron a la vecina fascista. Ellas supieron decir igualdad salarial, guarderías y comedores. Ellas salieron a la calle vestidas de rojo. Ellas reclamaron una calle asfaltada y agua potable. Ellas gritaron mucho. Ellas llenaron las calles de claveles. Ellas les dijeron a la madre y a la suegra que eso era antes. Ellas llevaron ánimo y sopa a los cuarteles y a las calles. Ellas fueron a las puertas de las comisarías con sus hijos en brazos. Ellas oyeron hablar de un gran cambio que también llegaría a sus casas. Ellas lloraron en los puertos abrazadas a sus hijos que volvían de la guerra. Ellas lloraron al ver al padre ir a la guerra con el hijo. Ellas tuvieron miedo y fueron y no fueron. Ellas aprendieron a leer en los libros de cuentas y a trabajar con los aperos de las fincas abandonadas. Ellas doblaron en cuatro el papel que llevaba dentro una cruz laboriosa. Ellas se sentaron a hablar alrededor de una mesa para ver cómo podrían estar sin patrones. Ellas levantaron las manos en las grandes asambleas. Ellas cosieron banderas y bordaron pequeñas hoces y martillos con hilo amarillo. Ellas les dijeron a su madre, cuídeme a los niños, señora, que vamos a Lisboa en autobús y ya les diremos cómo va la cosa. Ellas llegaron de los suburbios con una cocina en la cabeza para ocupar parte de una casa cerrada. Ellas tendieron la ropa mientras cantaban, con las armas que tenemos en la mano**. Ellas le hablaron de tú a personas con estudios y a los otros hombres. Ellas no sabían a dónde iban, pero iban. Ellas encienden la lumbre. Ellas cortan el pan y calientan el café ya frío. Ellas son las que despiertan por la mañana a las bestias, a los hombres y a los niños que duermen.
Escribo este pequeño texto que todavía huele a lana mojada y a lumbre, y no dejan de venirme a la cabeza las palabras de Delia, una de las profesoras de la facultad de veterinaria de Zaragoza que cada año acompaña en uno de los tramos a los pastores trashumantes: “qué bien que vengas, así podrás ponerle palabras a este camino. Todos los años al acabar nos pasa lo mismo, no encontramos palabras.” Quiso la vida que la noche antes de partir eligiera mi mano de la estantería un libro de historias y columnas de Bernardo Atxaga. Abrí una página al azar, y me topé de lleno con estrellas y ovejas. Para los pastores en la noche, Venus es una forma de volver a casa una señal, un amuleto. En euskera, se le llama artizarra: la estrella de la ovejas. Y así comencé la marcha, con un pellizco en el pecho, mezcla de nervios y ganas, como el tintineo dudoso de una estrella que acaba de nacer. Escribo trashumancia y se agolpa una multitud: Vidal e Ismael con sus perros carea llevando con su voz y su paso al rebaño. Juan Vicente y Urbano, hateros, manos que cuidan, que preparan la comida y el fuego. Morita, una cabrita prematura que se nos adelantó a la vida y que la madre no quiso, resguardada de la lluvia a lomos del burro Problemas, acurrucada entre mantas, aprendiendo a mamar y caminar gracias al empeño y el cariño. Las puertas de los pueblos que atravesábamos siempre abiertas, la nueva estela que surge del rebaño al pasar. Las pausas, los silencios, la mano en el hombro. Preparar el perol, siempre cuchara y paso atrás. Ese fuego que a pesar de la lluvia nunca se apaga y no se extingue hasta que no llega el alba, como si ese fuera su único cometido en la vida, como si no necesitara nada más para existir. La vida sencilla, la felicidad reducida aque no haga frío y no llueva demasiado, a que nadie ponga problemas al pasar con las ovejas por las cañadas, caminos públicos, de todas y todos. La vida misma, permanecer juntos, acurrucados, contándonos historias, pendientes, con las manos manchadas de tierra y musgo, exhaustos del camino y del tiempo, pero felices de acercarnos cada día un poquito más al lugar del destino: el que espera lleno de cobijo y alimento. La vida llena, sin parar de latir, pisando sobre huellas de tantos y tantas que con sus animales llevan haciendo la vereda desde hace miles de años, manteniendo el territorio, formando parte de la tierra, creando biodiversidad y siendo guardianes de nuestros ecosistemas y paisajes. Seguir caminando, insistir, a pesar de todas las trabas y zancadillas que siguen poniendo siempre los mismos a la ganadería extensiva y a los trashumantes. No sé si terminaré encontrando palabras para este pellizco, para el rebaño que siempre sigue adelante. Quizás no necesite palabras, porque llevo conmigo semillas, como las que se enganchan a lomos de los animales trashumantes y consiguen germinar a miles de kilómetros, a pesar de, sobreviviendo, dando paso, una vez más, de nuevo, a la misma vida.
*texto publicado en el número de febrero e la revista Vogue.
Fotografías hechas con una cámara analógica lomo de La Peliculera.
llegaste ayer a un mundo que muchos creen en pausa y esperan que volverá a la “normalidad” como si nada, como quién coge una flor de la vereda y no piensa en lo que queda huérfano aferrado al suelo. Naciste ayer en el hospital de la ciudad, pero vienes de un pueblo donde viven tus padres, dos personas más y sesenta vacas. Eres muy pequeñito y aún no lo sabes, pero llevarás la tierra bordada en la piel, el olor de la rumia y el barro entre las manos, la canción de los árboles esperando a la nieve. Eres de aldea, y hoy, en un país en el que la mayoría marcha al hospital para morir, tú marchaste ayer para nacer. No olvides nunca el nombre. No sabemos que nos traerá el futuro, pero quiero contarte que hubo casas y vidas condenadas a desaparecer por la repoblación forestal y los pantanos. Que hubo gente que quiso seguir conservando el nombre de su pueblo en el dni y les dijeron que era imposible, que no se puede pertenecer a un lugar que ya no existe en los mapas. Pequeño animalillo, primer bebé de aldea de Valcuende, no escondas y no te avergüences nunca de donde vienes. Aunque sea un lugar minúsculo y lejano, aunque no viva apenas gente, aunque hables más con los terneros y los pájaros, no les des a nadie la oportunidad del desprecio, podrán arrebatarnos el pan y la lengua, pero no el vínculo y la dignidad de nombrar. Aún no lo sabes, ternerito, pero cuando duermas harás que con tu respiración crezca la hierba, que la leche comience a desprenderse por primera vez de las nuevas células. Primer bebé de la montaña, no olvides que también los surcos de la tierra tienen memoria, que hay semillas que hibernan todos los inviernos esperando el latido de la luz. Y que en las manadas de lobos, los mayores y enfermos nunca van detrás -podrían perderse y morir solos-, sino delante marcando el paso al resto, abriendo nuevos caminos entre el frío y los días inciertos cuidando siempre unos de los otros.