Columna publicada en Comer La Vanguardia para octubre
Hay una pared. Cerca crece un árbol que se comba poco a poco, mientras coches y transeúntes pasan, siguen su rutina sin reparar en lo que permanece más arriba de lo que le deparan sus ojos. Hay una pared, una pared casi desnuda, si no fuera por una alacena que se abre al aire. En ella, algunos platos y tacitas, alguna botella; si entrecierro los ojos adivino un bote, algún cubierto suelto, algunos frascos de cuyo contenido nunca podré saber. Reparé en ella la primera vez porque un gato me llamó desde el solar que ahora ocupa la casa fantasma. No sé por qué miré hacia arriba, tal vez un susurro, un crujir de hojas, un tintineo en un cristal por el viento hizo que desviara hacía allí mi atención. Quedé prendada por esa voluntad de persistir, por esa mera existencia de un rincón al que le arrebataron prácticamente todo: un hogar reducido a ese hueco labrado en una medianera. Imaginaba las manos que dispusieron todo lo que hoy queda. Qué se llevó de ese ahí, qué decidió que se quedara a la intemperie. Sin darse cuenta les otorgó así un nuevo lenguaje, otros nuevos usos, quizás, soportando las inclemencias, las miradas de fuera, otros cuerpos desde la distancia. Aquí quedan, en el otro lado, quienes nunca pudieron abrir esa puerta, preparar la comida, quizás servir una cucharadita más de azúcar, dos platos soperos para engañar al hambre, una copa para celebrar o para hacer más llevadera la soledad. Sin darme cuenta, me escucho a mí misma intentando hablar a los objetos, preguntando por aquel o aquella que observaba y vivía a través de ellos, intentando arañar esa transparencia del amor que tal vez queda suspendida en los detalles. El gato maúlla y yo sigo tanteando diferentes formas de adivinación. Hay una pared y vive en el aire porque alguien se fue o tuvo que irse, puede que el dinero nunca alcanzase, puede que solo quedara la opción de intentar vivir al otro lado de un mar inmenso y feroz. Pienso en esas cosas en las que nadie repara como objetos de transición, lugares momentáneos de fuga que nos trasladan a todas esas historias que llevaron bordadas nuestros antepasados, hechas de ausencias y exilios, de derrumbes y silencios. Desde esa altura, ese fragmento de cocina permanece, resiste, no deja de contarme, otra historia antigua que no conozco. Nada existe aislado, por sí solo, y quizás, si lloviera, una maraña de hilos uniría mis manos con ese pedazo de otro tiempo, con el animal que me vigila atento y espera por si cae algo de comida, con el árbol y las zarzas que han usurpado lo que en un día fue una casa. Aquí acaso surge una nueva confidencia, una grieta que se abre y que hace posible que comience de nuevo el mundo. Sonrío, sigo pendiente de la alacena, recreo una y otra vez una posible aparición. No una mujer entumecida de soledad y de tareas, no un cuerpo enfermo, hambriento o cansado. Un mantel impecable, olor a café recién hecho, algún dulce y castañas en el medio, mientras las bocas celebran y no callan. La puerta de la pequeña despensa abierta, de cara a la luz, me permite formar parte de esa merienda que quizás algún día fue. Comienza a nublarse, el gato se gira en busca de refugio, y yo vuelvo a caminar antes de que las gotas hagan visibles los hilos. Rompe la tormenta y no me queda más remedio que guarecerme en un soportal. Cómo no, levanto la vista hacia arriba y hay otra pared, otro ayer en el aire, con otra alacena pequeña, abierta. En el borde, una taza de porcelana —demasiado fina, me digo— cuelga de una alcayata que resiste ahí, engarzada a la madera a pesar de la humedad, del tiempo y la carcoma. ¿Cómo será posible? Tiembla mientras la miro, insolente, y regresa a mí el poema de Silvia García en Nenas medrando: «Non sei cantas cousas do mundo/ aguantarán no seu lugar// vou vixiar/ para que os obxectos// non desaparezan».