Columna publicada para junio de 2022 en Comer La Vanguardia
Esta es una frase que nunca imaginé que terminaría convirtiéndose en algo propio y rutinario en mi día a día desde que asenté parte de mi vida en Galicia. Es la hora de escuchar a los muertos, dicen siempre, en esta casa, cuando se aproxima la una y media de la tarde, el momento exacto en que la mayor parte de los días nos disponemos a comer o nos encontramos preparando la mesa y el almuerzo. Escuchar a los muertos requiere atención, silencio, un cambio en el cuerpo. Muchas veces, de repente, todo el ruido se concentra para desaparecer, para dejar paso a la voz de la radio que cada mediodía nos anuncia quiénes marcharon las horas anteriores, cómo se hará su despedida, a qué hora, en qué lugar podríamos encontrarnos, qué palabras y ceremonias escogen sus familiares para decirles adiós. Al principio me chocaba esto de escuchar con minucioso detalle una lista de aquellos que morían cada día mientras yo me disponía a comer o comía como si nada. No solo el nombre del muerto mientras dirijo la cuchara a la boca, sino todo lo que sucede y se despliega alrededor. Los vínculos, las historias, las anécdotas, los caminos compartidos. Compartir la mesa con los muertos me recordaba a ese verso de Quevedo que decía “escuchar a los muertos con los ojos”. Solo que aquí, entre chirivías y berzas listas para servirse, los escucho con la boca, con las manos, con un plato a rebosar y un pan siempre por delante, con apetito y curiosidad por saber más acerca de que los que recién desaparecen en esa ausencia permanente que devora mientras yo rebaño el plato. Soy un cuerpo que necesita alimento, estoy viva y aprendo, o eso creo: formar parte de este lado de los vivos conlleva vivir con la pérdida cada día, y quizás, esta no sea más que otra forma de ensayar una y otra vezuna de las despedidas más antiguas del mundo. Me decía Olga Novo cuando le conté esta inmersión en su tierra y cómo me sentía, que era precioso esa vereda compartida que se abría entre el alimento y el difunto, porque eran ellos los que, al fin y al cabo, volvían a tener voz y continuaban hablándonos, sentándose así con nosotros en la mesa. Quizás, a través de la comida podríamos invocarlos, por eso mi abuela nada más volver del cementerio tras el entierro de mi abuelo, lo primero que hizo fue ir a la cocina a preparar unos huevos fritos con patatas. Mi madre me lo cuenta con una mezcla de enfado y ternura, pero yo, ahora que estoy en esta tierra que no se desprende de lo que desparece, lo entiendo, lo veo ahora desde un lugar diferente. Algo parecido también le pasó a la escritora alemana Judith Schalansky. En su libro, Inventario de algunas cosas perdidas, decide abrir el prólogo con un recuerdo, mejor dicho, con una conversación con la muerte. Ella camina, un día de agosto, en alguna ciudad del norte, por un barrio de marineros. Cerca del mar, descubre algo que terminará injertándose en su memoria, una imagen de la que no podrá desprenderse, que se convertirá en recuerdo, que tendrá por sí sola voz y peso propios, ocupará con fuerza las primeras páginas de este libro: en el centro de la localidad por la que pasea no hay mercado. No hay plaza, no hay comercios, bares, restaurantes. Unos tilos jóvenes aprenden a dar sombra a un cementerio. Aquí, en este lugar, el espacio pensado para la vida, para el intercambio, la comida y el trasiego, las charlas y los encuentros, los canastos y los cambios, se convierte en otra cosa, tiene otro destino. El centro es lugar para el silencio, para el descanso eterno, para una tierra que poco a poco va dejándose hacer por la convivencia de unas raíces que se ahuecan con los cuerpos de los recién sumergidos en el manto. Ella, en estas páginas, confiesa que al principio le invadió una especie de malestar, una sensación que se le agarró al cuerpo y no la soltó hasta que dio paso a un estupor inmenso. Desde el lugar que ocupaba como recién llegada al corazón del escenario, una imagen de golpe nacía y le impactaba: Frente a ella, una ventana abierta que dejaba ver una cocina. De ella, el ruido de cazuelas y fuegos, los olores de la despensa y la paciencia. Allí arriba, una mujer preparaba la comida, con vistas siempre al cementerio. Mientras cuidaba de lo que bulle y alimenta, podía ver en todo momento la tumba de un hijo que se fue demasiado pronto. Un hilo invisible pendía en el espacio, se hacía presente, enredaba a la forastera y también a aquellos que comenzamos a formar parte de la conversación. Una en la que no se vive de espaldas a la muerte, una en la que no se esconde, no se silencia, no se cubre con viejas sábanas y trapos. Una conversación antigua que se hace nueva cada día en la que no se rompe el vínculo, una que hace posible que todos sigan sentándose en la mesa, comiendo juntos, compartiendo, conversando, escuchándose los unos a los otros atentos, mientras se parte el pan y se contemplan a la par, sigilosamente, futuros y pasados.