Columna publicada en Comer La Vanguardia para diciembre
Un cuerpo se despereza. Entra en la cocina, enciende la radio nada más aparecer en la escena. Luego vendrán el fuego, el ritual de la cafetera, unos segundos después las manos aprovecharán antes de que suba el café para recoger algún mechón que se rebela frente al espejo. Después cogerán un pedazo de pan seco, lo mojarán dentro de la taza; de fondo, un segundero apremia, la jornada acaba de comenzar. Otro lugar, otra escena. Otro cuerpo, que se encorva, ordeña una vaca en el establo. De repente el alboroto, bajará una multitud de niños que se sentarán a la mesa, esperando el hervor de la leche recién traída para desayunar. La puerta de la cocina siempre entreabierta, a la casa, al establo, al trocito de patio donde se adivinan aperos, donde un perro atado a una correa se relame pensando quizás en rebañar el cubo del ordeño, ahora vacío. Luego jugará con una niña que aún no lo sabe, pero algún día se verá a sí misma en la película y sonreirá pensando en que tuvo, a pesar de todo, una infancia feliz. El primer cuerpo se subirá al autobús que lo llevará a la fábrica lejos del hogar. A la vuelta, se sentará en el suelo y abrirá un baúl lleno de sábanas y toallas cuidadosamente dobladas, ahí espera su ajuar con sus iniciales bordado. El segundo quedará en casa y seguirá el trabajo: hacer el pan, cuidar el huerto, arreglar la colada, llevar la comida al descanso de la faena de los hombres, estar pendiente de los niños que son demasiado pequeños para estar en la escuela, ir al mercado, llevar el carro con las vacas, acariciar una gallina mientras sucede la conversación con otros cuerpos, preparar la cena, esperar a los que trabajan fuera, sonreír cuando el marido dice sí, está buena la comida, mujer. El fuego siempre encendido, la vida del día a día en los sus gestos, en los silencios que inundan todos los pasajes pero que en su mayoría reflejan más que algunas palabras.
Así respiraban las cosas, un día tras otro, hace casi cuarenta años. Son algunas labores y secuencias que vemos en O movimento das coisas, la única película de la directora portuguesa Manuela Serra, que retrata de forma única algunas jornadas de trabajo en Lanheses, una pequeña aldea en el norte de Portugal, entre Viana do Castelo y Ponte de Lima. Una película que podría ser un poema, una canción popular, la sucesión de las estaciones, toda la luz que se desenvuelve en el transcurso de un solo día. Los cuerpos de ellas, mujeres fantasma, trabajando por y para los demás, nos guían entre escena y escena, mientras sigue el orden, todo lo que hay pendiente por hacer y el único fin que no debe alterarse: que la vida de los demás siga como siempre, sin altercados ni ausencias. En una entrevista reciente, la escritora Mercè Ibarz contaba que “una obra de cultura es un retrato colectivo: de la memoria de los ausentes y de los que siguen ahí, de tu relación con ella, y con otros que la aman o la odian, de tu propio paso del tiempo”. Y es exactamente lo que consigue Manuela Serra, un retrato colectivo de una comunidad que pende entre las costumbres y el ayer de la mano, entre otras tareas, del barquero que cruza el río, y el mañana, que se presenta poco a poco en la fábrica y un puente a medio construir. Luego el hormigón y las máquinas terminarán de hacer su trabajo. Cuenta la leyenda que, quien bebía agua del río Limia, olvidaba por completo todo lo que había vivido justo hasta el instante que el agua formaba a pasar parte del propio cuerpo. Funciona la película como antídoto contra el olvido: nos lleva a una vida, no tan lejana, totalmente reconocida para nuestras madres y abuelas, también para nosotras. No quedamos inmunes a algunos de los restos que nos alcanzan de un pasado que algunos quieren rescatar contando medias verdades y llenando de nostalgia desigualdades y silencios. Quizás de ahí también el título tan acertado para esta obra, el movimiento de las cosas: las idas y venidas sin parar de todas aquellas que envejecieron antes de tiempo, que siguieron cantando a pesar del trabajo, de la dictadura, de la rueda de molino que les tocó girar día tras día para que la vida no dejara de correr.
Manuela Serra tuvo la clarividencia de revelar lo que no hemos sido capaces de ver, nombrar, reconocer y denunciar hasta hace poco. Pero su mirada llegó antes de tiempo. Cuenta Manuela Serra en alguna entrevista que el fin de su carrera en el cine lo precipitó un entorno demasiado masculino, en el que le era imposible resistir. Tuvo que retirarse porque se sentía acosada, ignorada, insultada, también —confiesa— agredida físicamente. No dejaba de pensar, al terminar de ver la película, que regresó a las salas tras ser invisible durante casi cuatro décadas, en cómo habría sido la carrera de esta directora si hubieran venido otras aguas, otros trayectos, otros tiempos. Cuando el color negro inundó la pantalla, recordé unas palabras de Chantal Akerman sobre su película Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles, que justo esta semana ha sido elegida la mejor película de la historia en una encuesta de la revista Sight & Sound: “La diferencia, creo que es, que un hombre no habría hecho esta película. Desde que nacen, a ellos se les enseñan valores diferentes. Una mujer lavando los platos no es arte. No era un reto consciente. Simplemente, conté una historia que me interesaba, y este es el resultado.”