Esta pieza forma parte de la serie de relatos ‘Pasajes de Esperanza’, publicada en el número de agosto 2024 de Vogue España.
El día que nací mi abuelo escribió en su agenda: Se sembraron las primeras lechugas. Días más tarde plantaría un peral chino. Por cada nuevo ser que venía al mundo en la familia plantaba un frutal. Desde hace años no hay compañía humana que los cuide y los riegue. Siguen creciendo, salvajes y solos, sin nosotros. A pesar de que ya no llueve como antes, ellos insisten: florecen, dan frutos cada vez más pequeños que ya solo disfrutan otras criaturas, como mirlos e insectos. Este también es mi árbol genealógico. Uno más allá de los lazos de sangre y los afectos solo humanos. La tierra en la que crecí, el rebaño de cabras, los árboles y sus injertos, un huerto que dejó de ser, los arroyos que ya no afloran, pero siguen viviendo en nuestra memoria… También estoy hecha de todos ellos, formo parte de un clan que entrelaza la tierra y el afecto de aquel que quiso dejarnos como legado algo más que desborda el límite de lo material y el dinero. Como aquel campesino que hablaba a través de palabras y semillas en un libro de John Berger: ninguno de sus hijos le tomaría el relevo en el campo, pero él seguía plantando árboles, quizás se sentía en deuda con aquella tierra que lo vio nacer y que también sería la última en despedirlo. Estamos rodeados de ellos, son invisibles, pero forman otra geografía de vínculos y afectos. Quizás solo hay que prestar algo de atención para reparar en ese empeño que ha hecho posible durante tanto tiempo el paisaje que habitamos. Ellos se fueron, pero quedan sus buenos haceres en el territorio. Una tarda en darse cuenta, a veces más de lo que le gustaría. Sin embargo, conocer también es aprender a mirar, darse cuenta de que, irremediablemente, hay lugares a los que no se volverá, porque ya no existen. Son lugares de memoria, siguen vivos en nosotras a pesar de la incertidumbre y la emergencia climática. Duele la pérdida de aquello que desaparece o se convierte en otra cosa, pero quizás, el afán de aquellos que siguieron sembrando y cuidando el paisaje pueda enseñarnos a aprender a querer, a formar parte de nuevo de una tierra herida con otras maneras y afectos. ¿Qué tipo de antepasados queremos ser? ¿Qué dejaremos para aquellos y aquellas que vivan en el mañana? Ojalá podamos ser, como tantos que nos precedieron, ancestros, no fantasmas que solo dan dolor y marcas, que echan de menos y vagan atormentando a los que están hoy porque no supieron entrelazarse a un lugar y convertirse en un buen recuerdo para los que no dejan de invocarlos. Podríamos mudar en esa clase de cielos, unos que cobijan otros modos y espacios para pensar otros mañanas y que no arrebatan lluvias ni constelaciones. Son diferentes las estrellas que hoy me ven soñar cada noche, pero en ellas pienso que pueden encontrarse antiguas y nuevas palabras, un lenguaje para contar y escuchar, para cuidar todo lo pequeño y lo frágil que nos sustenta cada día. Cuando llegué a esta casa, me envolvieron los ropajes que dejaron las personas que un día la habitaron. No conozco la mayoría de sus nombres, pero sí lo que queda de sus labores y saberes, como el lugar más abrigado para comenzar a trabajar una huerta, o todos estos frutales hermanos que me regalan un bocado alegre en un día de invierno. Tuve que irme lejos de casa para darme cuenta de que conmigo llevo semillas, que puedo enraizarme en esta tierra y hacer de ella un hogar. ¿Qué contará la tierra de nosotros? Ya no llueve como antiguamente pero mientras recordemos seguirá quedando luz. Sobreviven algunas flores, aún el calor es tímido y no termina de desperezarse, y yo pienso en la maleza que no podrá devorarnos si aprendemos del empeño de la azada y de la hierba. Hay una lengua que sobrevive entre los guijarros: ella nos dice que no es tarde todavía, así los que vengan después de nosotros, podrán escuchar los pájaros que nos acompañan hoy, mañana. Fuera de la inmediatez y del espejismo de lo urgente y lo importante, sigue haciéndose cada día el mundo. Abro la ventana y a cada instante, alguien habla. En el bostezo de una criatura también cantará el gorrión. Las abejas trabajan hoy para las flores que me alegrarán la próxima estación. Hay un árbol más pequeño en esta casa. Es el primero que plantamos, y fue un regalo que me hizo Olga Novo, una tarde de marzo. Ella también quiso coger para su aldea otro frutal, así podríamos convertirnos en hermanas de árboles. En uno de sus poemas un verso alumbra: Con mi piel puedes hacer injertos en los manzanos. Hay posibilidades y amaneceres que pueden brotar más allá del colapso. Hay veces que no nos alcanza la palabra, pero nos quedan las manos. En la tierra podemos también escribir cartas para otros futuros, otros días posibles en el que nos convertimos para otros en unas amables y buenas sombras. ¿Acaso no brota el agua en el venero sin avisar?