Canción del sustrato

Columna publicada en Comer La Vanguardia para enero de 2023

Deseandito romper. Como una plegaria: así vino el final del verano. Tampoco dejé de escucharla durante la espera de un otoño que, tal vez, nunca llegó. La tierra venía con sed, y en casa no dejaba de crecer el mismo murmullo, uno que no podía soltarnos. La tierra estaba deseando romper, eso decía mi abuelo, eso dicen ahora mi tío y mi padre. Eso cuentan mientras miran el cielo, ven secar ríos que nunca morían, que a veces quedaban reducidos a un hilillo, pero el agua no: el agua sabía encontrar algún hueco donde quedarse. Hicimos un cuenco con las palmas de las manos para recoger la lluvia que tanto esperábamos, celebrábamos el agua, no había otro tema de conversación. Crecía la hierba y sonreíamos, mírala, es que estaba deseandito romper. Y así de nuevo el verdor como un reclamo, una caricia directa al corazón de un suelo pidiendo que nos acercáramos un poco más para escuchar la canción de los brotes y de las esporas. Los bosques crecen todavía, así afirma un poema de Bertolt Brecht que me calma, ahora lo recuerdo, en este instante en el que camino en paralelo con mi padre, con navaja y canasto, mientras vamos en busca de setas. Puede que esta sea mi biblioteca favorita, una en la que me dejo guiar por el rastro de los olores, por las estelas de memoria que quedan agarradas entre los líquenes de quienes caminaron siempre delante de mí, trenzando con sus saberes y oficios este paisaje que también es mi hermano. Todavía, todavía queda la belleza de esa costumbre que se hereda, que se aprende caminando, sin prisa, pendiente de todo lo que se despliega a cada paso. Aprender a intuir lo que se despierta debajo de la hojarasca lleva su tiempo. Hay que convivir con la espera, con los procesos y manías de los otros. Convivium, así se dice banquete en latín. Cuenta Paloma Díaz-Mas en su maravilloso libro El pan que como que el término procede de cum-vivere, «vivir con alguien». Y ahí puede estar el germen para volver a fascinarnos, para cultivar nuevos vínculos que despierten otros mañanas. Pensar este caminar como una convivencia que no termina, como una invitación a descubrir, a entregarnos a la pausa. De repente, un corro de plateras abre una conversación con esta recién llegada que aquí escribe. Abro la navaja, corto con cuidado, uso la brocha que acompaña al filo para que se desprenda la tierra que insiste en quedarse. El canasto espera más adelante, mientras crece el sendero; por los huecos que dejan sus ramas de castaño trenzadasirán dejándose caer las esporas de los cuerpos que recolectamos. Con la misma facilidad con la que crece la brizna, así regresarán a la tierra, se alimentarán de otros, esperarán de nuevo el momento adecuado para aflorar. Amantes de la luz, aparecerán en lugares donde siempre se encuentren acompañadas de otros, como ovejas, jabalíes, jaras, encinas, arrendajos. 

Deseandito romper. Podríamos refugiarnos en ese ímpetu, en ese ánimo de brotar a pesar de todo. Es algo que no controlamos, y tal vez es lo que hace que sea bello y necesario. Aquí se multiplican las relaciones antes que los individuos o las historias únicas. Y es en esos parajes en los que no solemos reparar donde puede encontrarse la semilla que quizás sustente todo. ¿Podría ser esta una nueva historia? ¿Aquella que crece sobre todos los encuentros de los que formamos parte, muchas veces, sin darnos cuenta? Regresamos a casa, buscamos los nombres, identificamos, preparamos, cocinamos, comemos, damos paso a la digestión; el bosque seguirá creciendo todavía, también en la mesa. Cerca, una guía antigua de mi abuelo. Abro el libro al azar, y surgen sus notas. Apenas entiendo el nombre, pero encuentro que deja constancia del aprecio por una especie en particular que alguien quiso compartir con él. Hoy las palabras me llegan como una invitación a ser otro huésped para que no se pierda la costumbre: la canción de los gestos aprendidos, los caminos hechos por el monte, también de afectos. No sé quien nombrará estos lugares y organismos después de nosotros, si la guía crecerá en otros brazos, si seguirá meciéndonos esta luz suave. La palabra me tiende la mano, insiste, y me invita a volver a ponerme las botas, a coger el canasto. De nuevo la posibilidad de un banquete, de otras compañías. Una voz, entre cantos de herrerillos y alcaudones, parece que se dirige a mí. Rompe de nuevo la tierra: si no te importa, nos gustaría que recordaras

Mesuras de luz

*texto para The Brooklyn Rail

No se reconocen. No se tantean. No se escuchan. Hay espacios alrededor que configuran nuestros paisajes diarios, pero no forman parte de nuestras querencias, nunca entablaremos con ellos una conversación. No fue hasta hace unos años que descubrí que los montes, solanas y umbrías por las que caminaba tenían nombre propio. Para otros eran tierras sin más, para mí el sitio donde crecen y viven los alcornoques y encinas de mi familia. A todos ellos los reconocía, eran otra rama más de mi clan vegetal. No así el sustrato que los sustenta y los vio nacer. Detrás de este parentesco de raíces, corcho y bellotas, los nombres de los lugares que siempre escuché, pero a los que nunca les hice demasiado caso: “Umbría Jurao,” “la solana de Flores,” “el llano Gabino,” “la umbría de Monini,” “la solana de Joseilla” … Todos ellos llevan el nombre de la familia que vivió allí en un tiempo que ahora, puede que vemos demasiado lejano. Una casita pequeña, un chozo, a veces quedan algunas piedras desperdigadas. Si una se para, consigue adivinar donde segaban, cuantas piedras apartaron para hacer posible un arado desnudo para la cebada, el trigo, el pequeño huerto, surcos indispensable para subsistir. También de testigo, algún árbol frutal que se empeñó en volverse salvaje y sobrevivir a los restos de lo que algún día fue un hogar. Ellos siguen floreciendo, a veces encuentras una ofrenda pequeña de frutos, a pesar de la ausencia de cuidados y agua, quizás porque has decidido pararte, prestar atención. En estos márgenes que pensamos callados hay una multitud de historias y vidas entrelazadas que amasaron el territorio que pisamos y conocemos hoy. Es ahí, donde no reparamos, donde se encuentra un paisaje que pide otra mirada, que necesita un modo de estar, una forma de ser contado fuera de las narrativas centrales que nunca alcanzan a tenerlo en cuenta ni escucharlo. ¿Cómo escribir de aquello que nos rodea y nos moldea si no lo contemplamos? Germina aquí el comienzo del poema Puede ser un título, de la poeta Wislawa Szymborska: “ocurre que estoy sentada bajo un árbol, / a la orilla del río, / en una mañana soleada. / Es un suceso banal / que no pasará a la historia.” ¿Puede ser, que sigamos, a pesar de todo … quedándonos en la superficie? Rodeados de pequeños sucesos que se desarrollan en los márgenes que no pasarán a la historia pero que la constituyen y alimentan. ¿Por qué se encuentran excluidas de la historia? ¿Qué consideramos importante de preservar y archivar y qué queda al margen de la luz? Quizás, nosotros, los humanos, solo hemos insistido en considerar los vestigios y huellas del prójimo. Podríamos agrandar la atención a esos otros lugares que siempre hemos considerado lejanos, fuera de campo, fuera de especie. Tal vez sea en estos sitios donde podamos empezar un nuevo diálogo, una nueva oportunidad de contarnos dejando atrás la única forma. Margen, frontera, sendero, estela, hueco, cauce, reguera, paso … ¿y sí nuestro entorno, ese que tanto nos empeñamos en ordenar y fragmentar, tiene una memoria exacta y única del entramado que sostiene? Somos nosotros los que imponemos las lindes al paisaje cuando solo provocamos cortes y heridas, cuando solo nos relacionamos desde la jerarquía y la definición. Desde una gota de rocío en la mañana al instante justo en el que las flores comienzan a abrirse. Todo está interrelacionado, lleno de trayectorias y vidas superpuestas que hacen posible el mundo que conocemos cada día. Que no sea nuestro relato, no significa que cada ser no tenga una historia o canción propia. ¿Querremos escuchar? ¿Entenderlos? Donde no alcanza la vista, en ese paisaje que tememos pero que también nos conmueve, podemos encontrar nuevas y antiguas brújulas, palabras y mañanas diferentes para las generaciones venideras. Porque para imaginar y rehacer el mundo necesitamos de nuevos mapas, nuevos relatos que empiecen de cero con otras mesuras: es en los nuevos acercamientos donde se dejará entrever la luz de todo aquello que nunca quisimos contar.

*También traducido al inglés por Lubbock Scapes Collective

amoroso proceder

texto para el folleto de mano de El lugar y el mito, diálogo contemporáneo a partir del mito de Don Juan, de Paola De Diego.

Luz Soria

¿Dónde nos encontramos? ¿Quiénes somos como espectadores? ¿Qué buscamos? ¿Qué se prende cuando se cierra el telón? ¿Qué queda dentro de nosotros una vez que acaba el espectáculo? Fue el dramaturgo y poeta alemán Bertolt Brecht quién contaba que es el teatro el lugar donde no se dan juicios, conclusiones y respuestas, sino donde se plantean las preguntas. Y puede que sean las preguntas que surgen una y otra vez las que nunca dejen de darle forma, las que hagan de él un espacio único y maleable, recién hecho, un artefacto que nunca deja de crecer, romperse y reinventarse. Una voz sentencia en El Burlador de Sevilla: “También es camino este”. No dejan de ser estos lugares y mitos que aquí se presentan una nueva senda llena de palabras, seres y organismos, pero que conllevan, a su vez, nuevas preguntas. Somos los espectadores, en este punto, parte de un engranaje vivo, universal, que nunca, nunca se detiene. ¿Sin nuestros cuerpos sería posible la obra? ¿el paisaje? ¿la voz? ¿la misma palabra escrita y contada? Materia atravesada somos, y como Don Juan, incluso, más allá de los límites de la representación, formamos parte de linajes y sistemas que seducen, manipulan, extraen, contaminan, mancillan, toquetean, engañan y transforman. Quizás llegó la hora de cuestionar lo establecido y dejarse llevar sin miedo por entablar nuevas conversaciones fuera del centro, del poder, del mismo escenario. Una y otra vez regresamos a las historias antiguas, estamos sedientos, deseosos de nuevos futuros, de otras posibilidades. Ahora nos rehacemos sin reparo, queremos sacar los textos de nuevo, repensarlos desde otros lados, en los cuales podamos sin miedo romper jerarquías, lógicas y relatos construidos sobre los mismos cimientos antropocéntricos, extractivistas, coloniales y occidentales. Futuros sorprendentes nos aguardan si aceptamos la invitación a estos nuevos ejercicios de atención que nos sacuden, que nos interpelan a nuevos procesos y diálogos constantes desde otros vértices y comienzos. Tal vez no hay mejor sitio para ello que el teatro: un espacio de encuentro, pero a la vez colisión, donde las grietas tras la fractura también pueden albergar – no solo a nosotros- nuevas costumbres, dinámicas, cuerpos y relatos. Es la interrogación, la simple duda, un campo que se abre y no limita ni impone, un halo de luz desde el que podemos repensar el territorio no desde la dominación, el saqueo o la propiedad, -aquí no vale un nosotros imponente desde fuera y desde arriba-, sino un todo, una mixtura sin distinción en el que podamos jugar y temblar, en el que podamos inclinarnos, contemplar, elegir, abrirnos a ser rama, canto, germen, micelio, espora, vuelo, oruga, musgo o raíz. También los vínculos, las conversaciones y los afectos se encuentran llenos de prejuicios y jerarquías, y por mucho que nos pese, no dejamos de ser, sin remedio, las historias que nos contamos. Inconscientemente, muchas veces sin quererlo, en algún momento o circunstancia hemos sido don juanes para otros, somos parte de un conglomerado que atraviesa territorios y cuerpos como el personaje, que, a través de la seducción, trucos, palabrerías y engaños, depreda y caza los honores de toda mujer a la que termina reduciendo a simple objeto y capricho bajo las falsas promesas del amor eterno y el compromiso. Vivimos, sobrevivimos, habitamos muchos parajes que han sido convertidos en zonas de sacrificio por la producción y el beneficio, y también, aunque nos sorprenda, por la belleza. A través de ella, y por alcanzarla, contemplando solo el fin, hemos transformado y maltratado cuerpos, recursos, seres, paisaje. En estas tablas no son solo actores y actrices los que realizan su función, nos reciben diferentes especies vegetales, naturales y artificiales abrazando plástica, texto, movimiento y representación, cuestionando los paisajes asimilados y preconcebidos. Nunca podríamos encontrarlas conviviendo juntas, afuera, en este estrato en el que hoy vivimos, pero, ¿no somos nosotros acaso esa especie que no termina de llenar los ecosistemas de especies invasoras, diálogos y amantes? Esta disposición podría ser faro, luciérnaga que nos invita, un primer paso para rebelarnos contra el silencio, lo establecido y la domesticación. Y no vale fuimos, sino somos, el porvenir se hace a base de latidos y dudas, con los gestos de aquellos y aquellas que hicieron posible un ayer. Nos toca a otras usar otros ritmos, otras brújulas, despojarnos del miedo y la vergüenza, habitar una nueva casa viva, hecha de otros y otras, donde no convivan recelos ni espantos por mostrar los silencios, los rotos y zurcidos, los titubeos y las fragilidades. De vulnerabilidad e interdependencia estamos hechos e irremediablemente unidos, por mucho que le pese a aquellos que orbitan alrededor de un sistema que hoy nos deshonra y maltrata. Y aquí vuelve el mito: convirtámonos en salamandras, más bien en toda la ficción que las envuelve y que hoy puede articularlas de nuevo en estos tiempos de emergencia climática y pandemias. Contaba la creencia que estos anfibios pueden resistir al fuego. Ellas representaban renacimiento y pasión, la asombrosa capacidad de resistir ante las llamas. En esa resistencia tal vez pueda hallarse una nueva forma de pensar y vivir los espacios, otro modo de esperar sin urgencias todas las palabras y pensamientos que quedan aún por brotar. Para que haya un futuro tiene que haber un ayer, entre ellos se tejen a su vez los fantasmas que un día atormentaron al burlador y en los que nos convertiremos un mañana. En el nacimiento de toda obra, palabra, voz, gesto y acción, hay posibilidad de nuevas partículas, ideas con las que podremos elaborar otros textos, otras vidas, otros movimientos, transformarnos así en semillas que germinen entre nuevos senderos y relatos fuera de expolios y centros. Podría ser este proyecto de Paola de Diego, que comienza a crecer ya aquí, entre estas palabras, un amoroso proceder, una nueva deriva, un rehacer sin prisa, entre cuidados, vínculos y afectos, un dibujo que comienza a trazarse, que contemple en el agua el reflejo de lo que un día cualquiera nos gustaría ser. Otros espacios podrán surgir si damos cobijo a otras palabras y presencias, por ejemplo, a un árbol, en un lugar como es este. El teatro, casa única- para vivos y muertos- alberga cada día una multitud diferente llena de multitudes que conversan y reciben mañanas e historias que también son posibles en las palmas de sus manos. 

Luz Soria

Alimentar lo cotidiano

Columna publicada en Comer La Vanguardia para diciembre

La directora Manuela Serra durante el rodaje de ‘O movimento das coisas’ 

Un cuerpo se despereza. Entra en la cocina, enciende la radio nada más aparecer en la escena. Luego vendrán el fuego, el ritual de la cafetera, unos segundos después las manos aprovecharán antes de que suba el café para recoger algún mechón que se rebela frente al espejo. Después cogerán un pedazo de pan seco, lo mojarán dentro de la taza; de fondo, un segundero apremia, la jornada acaba de comenzar. Otro lugar, otra escena. Otro cuerpo, que se encorva, ordeña una vaca en el establo. De repente el alboroto, bajará una multitud de niños que se sentarán a la mesa, esperando el hervor de la leche recién traída para desayunar. La puerta de la cocina siempre entreabierta, a la casa, al establo, al trocito de patio donde se adivinan aperos, donde un perro atado a una correa se relame pensando quizás en rebañar el cubo del ordeño, ahora vacío. Luego jugará con una niña que aún no lo sabe, pero algún día se verá a sí misma en la película y sonreirá pensando en que tuvo, a pesar de todo, una infancia feliz. El primer cuerpo se subirá al autobús que lo llevará a la fábrica lejos del hogar. A la vuelta, se sentará en el suelo y abrirá un baúl lleno de sábanas y toallas cuidadosamente dobladas, ahí espera su ajuar con sus iniciales bordado. El segundo quedará en casa y seguirá el trabajo: hacer el pan, cuidar el huerto, arreglar la colada, llevar la comida al descanso de la faena de los hombres, estar pendiente de los niños que son demasiado pequeños para estar en la escuela, ir al mercado, llevar el carro con las vacas, acariciar una gallina mientras sucede la conversación con otros cuerpos, preparar la cena, esperar a los que trabajan fuera, sonreír cuando el marido dice sí, está buena la comida, mujer. El fuego siempre encendido, la vida del día a día en los sus gestos, en los silencios que inundan todos los pasajes pero que en su mayoría reflejan más que algunas palabras.

Así respiraban las cosas, un día tras otro, hace casi cuarenta años. Son algunas labores y secuencias que vemos en O movimento das coisas, la única película de la directora portuguesa Manuela Serra, que retrata de forma única algunas jornadas de trabajo en Lanheses, una pequeña aldea en el norte de Portugal, entre Viana do Castelo y Ponte de Lima. Una película que podría ser un poema, una canción popular, la sucesión de las estaciones, toda la luz que se desenvuelve en el transcurso de un solo día. Los cuerpos de ellas, mujeres fantasma, trabajando por y para los demás, nos guían entre escena y escena, mientras sigue el orden, todo lo que hay pendiente por hacer y el único fin que no debe alterarse: que la vida de los demás siga como siempre, sin altercados ni ausencias. En una entrevista reciente, la escritora Mercè Ibarz contaba que “una obra de cultura es un retrato colectivo: de la memoria de los ausentes y de los que siguen ahí, de tu relación con ella, y con otros que la aman o la odian, de tu propio paso del tiempo”. Y es exactamente lo que consigue Manuela Serra, un retrato colectivo de una comunidad que pende entre las costumbres y el ayer de la mano, entre otras tareas, del barquero que cruza el río, y el mañana, que se presenta poco a poco en la fábrica y un puente a medio construir. Luego el hormigón y las máquinas terminarán de hacer su trabajo. Cuenta la leyenda que, quien bebía agua del río Limia, olvidaba por completo todo lo que había vivido justo hasta el instante que el agua formaba a pasar parte del propio cuerpo. Funciona la película como antídoto contra el olvido: nos lleva a una vida, no tan lejana, totalmente reconocida para nuestras madres y abuelas, también para nosotras. No quedamos inmunes a algunos de los restos que nos alcanzan de un pasado que algunos quieren rescatar contando medias verdades y llenando de nostalgia desigualdades y silencios. Quizás de ahí también el título tan acertado para esta obra, el movimiento de las cosas: las idas y venidas sin parar de todas aquellas que envejecieron antes de tiempo, que siguieron cantando a pesar del trabajo, de la dictadura, de la rueda de molino que les tocó girar día tras día para que la vida no dejara de correr. 

Manuela Serra tuvo la clarividencia de revelar lo que no hemos sido capaces de ver, nombrar, reconocer y denunciar hasta hace poco. Pero su mirada llegó antes de tiempo. Cuenta Manuela Serra en alguna entrevista que el fin de su carrera en el cine lo precipitó un entorno demasiado masculino, en el que le era imposible resistir. Tuvo que retirarse porque se sentía acosada, ignorada, insultada, también —confiesa— agredida físicamente. No dejaba de pensar, al terminar de ver la película, que regresó a las salas tras ser invisible durante casi cuatro décadas, en cómo habría sido la carrera de esta directora si hubieran venido otras aguas, otros trayectos, otros tiempos. Cuando el color negro inundó la pantalla, recordé unas palabras de Chantal Akerman sobre su película Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles, que justo esta semana ha sido elegida la mejor película de la historia en una encuesta de la revista Sight & Sound: “La diferencia, creo que es, que un hombre no habría hecho esta película. Desde que nacen, a ellos se les enseñan valores diferentes. Una mujer lavando los platos no es arte. No era un reto consciente. Simplemente, conté una historia que me interesaba, y este es el resultado.”

Equivocarse de mundo

Columna publicada en el número de noviembre de 2022 de El Salto

Histoire naturelle des singes et des makis
Paris,L’an VII (1797).

Cada mañana, el mundo en el que una vez fuimos y vivimos se deshace un poco más. Los paisajes en los que crecimos, aquellos que amamos y que llevan consigo nuestras genealogías e historias, se van convirtiendo, cada día, en algo lejos de ser reconocible. Desaparecen con ellos memorias y vínculos únicos, acontecimientos que solo se encuentran y fueron posibles porque cada monte, arroyo o umbría fue el sustrato extraordinario y certero para albergar cada pequeña comunidad. Estamos atravesadas por un dolor que nos hace reflexionar y reconocer que quizás, la mayoría de los lugares de los que venimos son resultado de los impactos y heridas que hicieron las generaciones anteriores. ¿Es todo este territorio que amo un organismo moribundo?  Pero todavía la tierra nos habla, juntas y entrelazadas podemos romper jerarquías y conceptos preestablecidos y heredados, sacar del centro nuestra conciencia, transformar nuestra mirada en algo que también implique nuestros cuerpos y acciones, que vaya más allá de uno solo. Tal vez debamos comenzar a romper los relatos, todas aquellas historias que solo empiezan por y con el yo. Puede que sea hora de quebrar el espejo que siempre refleja solamente al mismo otro, hacer añicos así este relato autocéntrico que domina y saquea, reparar, que sin los otros (sean humanos, mamíferos, micelios, vegetales o guijarros), el yo propio y pensado como único nunca fue, no es ni será posible. Porque todas las veces que salimos de esa narrativa y nos abrimos al mundo que también somos, cada vez que nombramos y compartimos, estamos rompiendo el silencio, asistiendo a nuevos nacimientos. Nombrar no deja de ser en cierta forma, otra manera de nacer. No existimos sin el territorio y sin pequeñas comunidades que nos albergan y habitamos, convirtiéndonos también nosotros en comunidades para otros. Todavía en la tierra queda esa conversación pendiente, y estamos a tiempo de aprender esa lengua común que hace posible la vida, la lluvia, el mismo universo. ¿Qué significa ahora el futuro? ¿Podremos sembrarlo ahora? ¿Será posible convertirnos en buenas ancestras para los que vivan en el mañana? Quizás sea el árbol, el pelaje de un depredador, la semilla envuelta, la luz del firmamento la que pueda darnos también la palabra. Son necesarios nuevos compromisos compartidos, otros modos de hacer e imaginar, otras formas de prestar atención y cambiar así radicalmente la manera en que nos pensamos a nosotros mismos y a los otros. No somos posibles desde la individualidad y la inmediatez. Como una luciérnaga me ilumina lo que propuso ese ser que escribe, como le gustaba decirse a sí misma, la portuguesa María Gabriela Llansol, que pensó la posibilidad de acabar con las jerarquías, también en el espacio de los afectos. Debemos reconocer que incluso ellos son alcanzados por órdenes y categorías. Porque no dejamos de respirar el mismo aire que hace posible el vuelo de una abubilla, el florecimiento de las encinas, la descomposición de lo que fue y sustenta al fin y al cabo lo que hay debajo de nuestros pies. Es hora de demoler todas aquellas viejas creencias. Y de ella a otro faro de luz, qué bien lo explica el filosofo francés Oliver Remaud en su maravilloso libro Pensar como un iceberg: “Con frecuencia solo prestamos atención a nuestros semejantes…En eso reside la ilusión: creer que nadie nos escruta cuando estamos lejos de nuestros congéneres. Creer que vivimos de incógnito cuando estamos solos. Creer, en fin, que estamos realmente solos. Es equivocarse de mundo” 

Instrucciones para aliñar aceitunas

Columna publicada en Comer La Vanguardia para noviembre

No es una piedra cualquiera. Descansa por encima del suelo, en el poyete de la ventana, desde fuera pareciera que la reja la protege, la guarda del frío y de lo extraño. Más de treinta años me separan de ella. Mirándola me descubro un poco envidiosa, pensando en todo lo que escuchó y vivió desde allá arriba, sin quererlo ni buscarlo. Vino del campo. Unas manos la eligieron de forma cuidadosa para su futuro cometido. Hoy, una vez más, la tocarán otras, un cuerpo nuevo y forastero que llegó impaciente a la casa. Me pregunto qué fue lo que la convirtió en elegida para desempeñar este trabajo, que nunca se sustituyera por otra, que se dejara siempre bien puesta al terminar. Fue escogida y se queda sola, como el olivo de la cerca donde estuvimos por la mañana, hijo de uno mayor que fue traído del monte para ser uno más en el pueblo, para esperar tal vez cada año la misma ceremonia. Cogemos algunas aceitunas, son pequeñas, casi no sirven, pero nos empeñamos, quizás como si fuera un conjuro para llamar esa lluvia que tanto necesitamos y que no viene. A puñaítos, así las cogía mi abuela, cómo podía, desde pequeña; así también las cogió mi madre, también niña. La hierba que aún no fue está deseando romper y nosotros nos obstinamos, buscamos entre las ramas las que creemos mejores, llenamos un canasto antiguo de ellas y nada más. Mientras, él no deja de contarnos, nosotros, nosotros nacimos con la aceituna. Al terminar, volvemos al mismo caminito por el que llegamos, sin prisa, hablando de lo que un día fue y no será más. A la tarde, aquí estoy: me recibe la piedra. Dentro, mi tío Manolo intenta escribir —tembloroso— todos aquellos poemas que se sabe de memoria, y que sin pudor los cobija en cualquier conversación para recitarlos. A pesar de que la vista falla, ahí sigue, aferrado al papel, quizás queriendo ser ese niño que nunca pudo ir a la escuela. Por las noches, después del campo—cerro arriba, cerro abajo—, cruzaba la ribera para llegar a las clases del maestro. Justo en este instante, cambia la mesa camilla por una tabla, coge sin prisa piedra y aceitunas. Me enseña cómo prepararlas, una a una; cómo darles con decisión el golpe, sin partir el hueso. Mientras, vuelve el poema, la retahíla de versos entremezclados con un zurcido de recuerdos que sigue vivo a pesar de los achaques y los retazos. Él se irá, me dice mientras parte las aceitunas, él se irá y se quedarán sus olivos solos, y con ellos sus compañeros, los pajarillos, los senderos a reventar de alpargatas y espuertas. Se acercaba la muerte y recuerda cómo su abuelo, dijo sin titubear que ya no podría acompañarlo más. De estas aceitunas vengo, me digo mientras me mancho los dedos y acompaso el golpe con el corazón. Qué bien arreglaba tu abuela las aceitunas, así es la despedida. Llegará la noche y la llamaré por teléfono, le preguntaré por su receta, por las cantidades, por los tiempos. Comenzará a reírse, me dirá: déjate de faenas, que ya te arreglo yo unas. Pero hace años que dejó de hacerlo, y no sabré si para ella ese paso del tiempo es un ayer reciente o un olvido que recién comienza. Anotaré en el cuaderno sus instrucciones. Primero hay que endulzarlas, con agua, y cambiársela a los tres días. Mi tío me contaba cómo las dejaban en las fuentes que hoy se volvieron fantasmas. No hay precisión ni medida exacta: hay que cambiar el agua hasta que se vaya el amargor, aparezca la dulzura. A ojo, me dirá, tú a ojo, ya verás, diez hojas de laurel, láminas de ajo o los dejas machacaítos enteros, cuatro o cinco pimientos rojos, cuatro pimientos verdes, sal —que admite bastante—, vinagre de vino blanco y un poquito de comino molido. Yo le preguntaré varias veces que cómo sabré si están bien, si se volvieron al fin dulces. Al día siguiente recogeré el hinojo para añadirlo una vez que estén listas. Nos las llevaremos al norte, iremos por auga a fonte y comenzaremos el ritual. Habrá que dejarlas cubiertas de agua, tapaditas, solas, a oscuras. Día tras día volveré a revisarlas, y me acompañaré de paciencia y de mimo, puede que un día caminando tropiece y venga una nueva piedra. Aquí también aguardan, y saben —como me recordó mi tío Manolo— que, en el campo, uno nace viendo sembrar. 

Un ayer en el aire

Columna publicada en Comer La Vanguardia para octubre

Hay una pared. Cerca crece un árbol que se comba poco a poco, mientras coches y transeúntes pasan, siguen su rutina sin reparar en lo que permanece más arriba de lo que le deparan sus ojos. Hay una pared, una pared casi desnuda, si no fuera por una alacena que se abre al aire. En ella, algunos platos y tacitas, alguna botella; si entrecierro los ojos adivino un bote, algún cubierto suelto, algunos frascos de cuyo contenido nunca podré saber. Reparé en ella la primera vez porque un gato me llamó desde el solar que ahora ocupa la casa fantasma. No sé por qué miré hacia arriba, tal vez un susurro, un crujir de hojas, un tintineo en un cristal por el viento hizo que desviara hacía allí mi atención. Quedé prendada por esa voluntad de persistir, por esa mera existencia de un rincón al que le arrebataron prácticamente todo: un hogar reducido a ese hueco labrado en una medianera. Imaginaba las manos que dispusieron todo lo que hoy queda. Qué se llevó de ese ahí, qué decidió que se quedara a la intemperie. Sin darse cuenta les otorgó así un nuevo lenguaje, otros nuevos usos, quizás, soportando las inclemencias, las miradas de fuera, otros cuerpos desde la distancia. Aquí quedan, en el otro lado, quienes nunca pudieron abrir esa puerta, preparar la comida, quizás servir una cucharadita más de azúcar, dos platos soperos para engañar al hambre, una copa para celebrar o para hacer más llevadera la soledad. Sin darme cuenta, me escucho a mí misma intentando hablar a los objetos, preguntando por aquel o aquella que observaba y vivía a través de ellos, intentando arañar esa transparencia del amor que tal vez queda suspendida en los detalles. El gato maúlla y yo sigo tanteando diferentes formas de adivinación. Hay una pared y vive en el aire porque alguien se fue o tuvo que irse, puede que el dinero nunca alcanzase, puede que solo quedara la opción de intentar vivir al otro lado de un mar inmenso y feroz. Pienso en esas cosas en las que nadie repara como objetos de transición, lugares momentáneos de fuga que nos trasladan a todas esas historias que llevaron bordadas nuestros antepasados, hechas de ausencias y exilios, de derrumbes y silencios. Desde esa altura, ese fragmento de cocina permanece, resiste, no deja de contarme, otra historia antigua que no conozco. Nada existe aislado, por sí solo, y quizás, si lloviera, una maraña de hilos uniría mis manos con ese pedazo de otro tiempo, con el animal que me vigila atento y espera por si cae algo de comida, con el árbol y las zarzas que han usurpado lo que en un día fue una casa. Aquí acaso surge una nueva confidencia, una grieta que se abre y que hace posible que comience de nuevo el mundo. Sonrío, sigo pendiente de la alacena, recreo una y otra vez una posible aparición. No una mujer entumecida de soledad y de tareas, no un cuerpo enfermo, hambriento o cansado. Un mantel impecable, olor a café recién hecho, algún dulce y castañas en el medio, mientras las bocas celebran y no callan. La puerta de la pequeña despensa abierta, de cara a la luz, me permite formar parte de esa merienda que quizás algún día fue. Comienza a nublarse, el gato se gira en busca de refugio, y yo vuelvo a caminar antes de que las gotas hagan visibles los hilos. Rompe la tormenta y no me queda más remedio que guarecerme en un soportal. Cómo no, levanto la vista hacia arriba y hay otra pared, otro ayer en el aire, con otra alacena pequeña, abierta. En el borde, una taza de porcelana —demasiado fina, me digo— cuelga de una alcayata que resiste ahí, engarzada a la madera a pesar de la humedad, del tiempo y la carcoma. ¿Cómo será posible? Tiembla mientras la miro, insolente, y regresa a mí el poema de Silvia García en Nenas medrando: «Non sei cantas cousas do mundo/ aguantarán no seu lugar// vou vixiar/ para que os obxectos// non desaparezan».

Las que se levantan

Columna publicada en Comer La Vanguardia para septiembre

‘El Banquete’ de María Alcaide, en Alcuéscar 
(foto: Asier Rua)

La memoria es caprichosa: aparece y hace de las suyas cuando menos te lo esperas. Conmigo últimamente, juega a presentarse sin invitación, a la hora de comer. Despliego el mantel, lo aliso con las manos, dispongo vajilla, servilletas, vasos y cubiertos, y de golpe llega la risa de mi abuelo, el olor a naranjas recién cogidas del árbol, los cristales empañados nada más abrir el puchero, mi abuela, mi madre, ellas, ellas nunca sentadas del todo, yendo y viniendo, detrás, en cualquier parte. Escribía el poeta argentino Roberto Juarroz que en el centro de la fiesta no hay nadie, que en el centro de la fiesta es donde está el vacío. También, replicaba, que en el centro del vacío hay otra fiesta. Recuerdo cómo se presentaban y se desenvolvían ante mí los misterios del mundo, cómo se desenrollaban las conversaciones en la mesa, mientras otras recogían y quedaban al margen, esperaban tiestos y cacharros, agua hirviendo y mistol. En ese centro de la fiesta había un vacío porque eran las de siempre las que nunca estaban, un lugar que a veces les era prestado un momento, un suspiro, porque la casa es un organismo que nunca descansa, un trapo viejo que siempre será necesario zurcir Tal vez, de ahí, las confidencias y los susurros arraigaban en otros espacios, mientras los grandes relatos quedaban prendidos con ellos en el mismo mantel. Recogiendo, enjuagando, secando los platos, metiéndolos de vuelta en la alacena, guardando el pan sobrante en la misma bolsita bordada de paño, fue en esos momentos y espacios donde la jerarquía doméstica me daba la bienvenida a los asuntos de mujeres. Un universo aparte con un lenguaje propio entre fuegos y silencios. Quedarse después de comer sin levantarse de la mesa no dejaba de ser, a fin de cuentas, símbolo de poder, de estatus. Permanecer quieto, hurgar entre dientes, huecos y encías, esperar al café mientras se juega con la servilleta, reposar, mirar el telediario, aguardar al sueño; al fin y al cabo, privilegio de unos cuerpos sobre otros. Puede que de ahí nazca una obsesión impaciente por la mesa: un lugar que no escapa de todas las circunstancias que no dejan de atraversarnos. Quizás, por eso, algo me pellizcó y me encandilé cuando vi las imágenes de El banquete, la intervención de la artista Maria Alcaide para los talleres de Filare en el pueblo extremeño de Alcuéscar. Porque en el centro de la fiesta siempre hay un vacío que pellizca, que escuece, un no-lugar que por fin se reivindica y se deja ver. En aquella mesa tan bonita y bien dispuesta se sentaron las mujeres del pueblo, las mayores y las jóvenes, las que nunca vieron el mar y las que por fin regresan. María, a través de la comida y la genealogía, con esta intervención, erigió un altavoz precioso en el que se engarzaban las historias personales de cada habitante y del pueblo entero. Alrededor de la visibilización de sus trabajos, se rehicieron los blasones y heráldicas del lugar. No se tallaron en piedra esta vez. Todas ellas, sentadas a la mesa, sin recados ni urgencias rompieron relatos y poder. Los linajes y las historias propias del territorio se volvieron orgánicos y vivos. Cada mujer inventó o rehízo su símbolo con los productos locales y ecológicos de la tierra: frutas, verduras y vino. Y así se equilibró el centro, y aparecieron la fiesta, la cháchara y la risa, los nuevos relatos que reparan pero que también hermanan, sueñan, crecen. El pueblo se volvió banquete, sustento, alegría, pan, redignificando la vida de todas aquellas que trabajaron a la sombra, calladas, invisibles. Maria sonríe al contarme que todo terminó en una comilona improvisada: blasones y escudos se convirtieron en alimento y fueron celebrados esta vez en el estómago, con pan y otros avíos que pusieron las vecinas. Del vino se encargó el cura. En el centro del pueblo no hay un vacío porque que hay una fiesta, y es ahí, en la fiesta, donde hay un banquete, en el que se quedan, por fin, las que primero siempre se levantaban. 

Una conversación pendiente

territory in bird life

Afirma Robin Wall Kimmerer en su maravilloso libro Una trenza de hierba sagrada que la verdad de nuestra relación con la tierra no está escrita en ningún libro tan bien como sobre el propio terreno. Pero ¿conocemos las lenguas que habitan y propician la vida un día tras otro en la tierra que pisamos y nos relacionamos? ¿Sabemos leer el paisaje que vemos más allá de nuestra ventana y nombrar las fuerzas que hacen posible que hoy florezcan los ciruelos y el polen comience de nuevo su viaje? Delimitamos y encerramos la lengua solo a nuestros cuerpos, parece que solo le corresponde al humano el habla y la escucha. Pero nada más lejos de la realidad, no dejaremos nunca de formar parte de una conversación más extensa, más amplia, que no deja de desenvolverse allá donde nuestra vista nunca llega. Muchas definiciones y conversaciones -reducidas a nosotros, orbitando alrededor del antropocentrismo, como si nosotros estuviéramos solo a cargo del mundo y no fuéramos partícipes de las fuerzas y relaciones a las que están sujetas otras maneras de vida-, nos aíslan de lo que vive y nos sostiene, de lo que nos rodea y nos alimenta. Quizás debamos intentar llenar nuestras palabras de poros, pensarlas como esponjas, posibilitar así nuevos acercamientos y hacer de la conversación una membrana permeable que se deja hacer, que se atraviesa por todo aquellos y aquellas -humanos y no- que existen dentro de la tierra. Convirtámonos en seres porosos, conscientes de la vulnerabilidad y la interdependencia en la que estamos enredados, y gracias a las cuales despertamos cada día. Las palabras determinan nuestro mundo, pero también podríamos reparar en las otras, abrazar y aprender las palabras de todos los que no escriben en la lengua que hemos hecho primordial y única. Abramos las puertas, seamos ventanas abiertas a un paisaje vivo lleno de lazos y vínculos que todavía nos habla, que espera, quizás, que nos detengamos un segundo para entablar un diálogo. Dejémonos ser, o como reza un fragmento de Empédocles: Once I was boy and girl, bush, bird and silent fish jumping out the sea

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Una conversa pendent

Afirma Robin Wall Kimmerer, al seu meravellós llibre Una trenza de hierba sagrada, que «la veritat de la nostra relació amb la Terra no està escrita en cap llibre tan bé com sobre el terreny mateix». Però coneixem les llengües que habiten i propicien la vida un dia rere l’altre a la terra que trepitgem i amb la qual ens relacionem? Sabem llegir el paisatge que veiem més enllà de la nostra finestra i anomenar les forces que fan possible que avui floreixin les pruneres i que el pol·len torni a començar el seu viatge? Delimitem i tanquem la llengua només als nostres cossos, sembla que la parla i l’escolta només corresponen als humans. Però res més lluny de la realitat, mai no deixarem de formar part d’una conversa més extensa, més àmplia, que no deixa de tenir lloc allà on la vista no ens hi arriba mai. Moltes definicions i converses —reduïdes a nosaltres, orbitant al voltant de l’antropocentrisme, com si només nosaltres estiguéssim a càrrec del món i no fóssim partícips de les forces i les relacions a què estan subjectes altres maneres de vida— ens aïllen d’allò que és viu i ens sosté, del que ens envolta i ens alimenta. Potser hem d’intentar omplir les paraules de porus, pensar-les com a esponges, per fer possible, d’aquesta manera, nous acostaments i fer de la conversa una membrana permeable que es deixa fer, que es travessa per tots aquells i aquelles –humans i no– que existeixen a la Terra. Convertim-nos en éssers porosos, conscients de la vulnerabilitat i la interdependència en què estem enredats i gràcies a les quals despertem cada dia. Les paraules determinen el nostre món, però també podríem parar atenció en les altres, abraçar i aprendre les paraules de tots els que no escriuen en la llengua que hem fet primordial i única. Obrim les portes, siguem finestres obertes a un paisatge viu ple de llaços i vincles que encara ens parla, que espera, potser, que ens aturem un segon per entaular un diàleg. Deixem-nos ser o, com resa un fragment d’Empèdocles: «Car el que és jo, ja he estat un xicot i una noia, un arbust i un ocell, i peix mut en la mar».

Traducción al catalán de Josep Sucarrats.

Este artículo fue publicado en el número 6 de la revista Arrels.

una mujer de su casa

Columna publicada en Comer La Vanguardia para agosto

Amanda Fielding

Quería sentarse a terminar ese poema. Solo eso. Pero tenía las manos manchadas y el trapo de cocina lejos; una torre de platos, cacharros y tazas por fregar; una comida aún sin hacer que requiere toda la atención y el movimiento. Ella quería sentarse a escribir, quitar por fin este mantel y hacerlo jirones, tocar la madera desnuda, deshacerse con las nuevas palabras sin ningún intermediario. Las manchas de tinta hay que empaparlas con leche para que desaparezcan, eso lo aprendió de su madre. Experta en tipología de manchas, ella ahora las delimita con el dedo, recordando la genealogía y el porqué de cada una de ellas. Qué fácil se mancha una cuando no le toca frotar. Una vida entera, piensa, una vida entera. Fue Gabriela Mistral quien escribió que vivía una vida entera en cada hora que pasaba. Ella, a cada minuto del reloj de cocina, siente como son otros los que viven esa vida por ella. Es ella la que alimenta a la locomotora sin descanso, este es el problema de latir; después de la digestión y el saciarse vendrá de nuevo el hambre, los restos, la suciedad. A veces le gustaría apagarse, se rasca sin cuidado la espalda por debajo de la camiseta, por si encontrara un botón para dejar de devorarse, un simple intervalo, una pausa entre todas las tareas. Para los asuntos de mayor profundidad, usa siempre el estropajo de alambre. Araña y araña, como si pudiera con el gesto quitar todo lo que le sobra y le ata, todo lo que le duele. Una cocina requiere altos niveles de higiene y, para ello, una pasa a habitar un mundo de susurros, un espacio donde solo ella habla consigo misma y solo se oye a sí misma, no deja de ver cómo rebota entre ollas y sartenes todo lo que no se atreve a atravesarla porque morirá entre jabones y desinfectante. Curioso, piensa ella, que Amanda Fielding decidiera trepanarse a sí misma y filmar el proceso en su propia cocina. Pero, mujer previsora, se preparó un bistec que comió antes de la cirugía casera: así sus niveles de hierro no se verían alterados durante la intervención. Una conmoción, sí, ¿pero se sentiría luego más ligera? ¿Desaparecerían de una vez la grasa, los platos y las migajas? A veces se da cuenta de que llora porque la vajilla comienza a enjuagarse antes de abrir el grifo. Y sonríe porque recuerda ese poema que se sabe de memoria de Susan Griffin, bueno, se sabe solo la primera parte, le gusta tenerlo en la cabeza siempre que friega los platos. Escribió la primera estrofa en el traductor, retocó las palabras para hacer por fin algo suyo y amasarlo como amasa todos los días el pan y la soledad. En Tres poemas para una mujer, la poeta insiste: “Este es un poema para una mujer que lava los platos / Este es un poema para una mujer que lava los platos. / Debe ser repetido. / Debe ser repetido, / una y otra vez, / una y otra vez, / porque la mujer que lava los platos / porque la mujer que lava los platos / no puede escucharlo / no puede escucharlo.”