Columna publicada en Comer La Vanguardia para agosto
Quería sentarse a terminar ese poema. Solo eso. Pero tenía las manos manchadas y el trapo de cocina lejos; una torre de platos, cacharros y tazas por fregar; una comida aún sin hacer que requiere toda la atención y el movimiento. Ella quería sentarse a escribir, quitar por fin este mantel y hacerlo jirones, tocar la madera desnuda, deshacerse con las nuevas palabras sin ningún intermediario. Las manchas de tinta hay que empaparlas con leche para que desaparezcan, eso lo aprendió de su madre. Experta en tipología de manchas, ella ahora las delimita con el dedo, recordando la genealogía y el porqué de cada una de ellas. Qué fácil se mancha una cuando no le toca frotar. Una vida entera, piensa, una vida entera. Fue Gabriela Mistral quien escribió que vivía una vida entera en cada hora que pasaba. Ella, a cada minuto del reloj de cocina, siente como son otros los que viven esa vida por ella. Es ella la que alimenta a la locomotora sin descanso, este es el problema de latir; después de la digestión y el saciarse vendrá de nuevo el hambre, los restos, la suciedad. A veces le gustaría apagarse, se rasca sin cuidado la espalda por debajo de la camiseta, por si encontrara un botón para dejar de devorarse, un simple intervalo, una pausa entre todas las tareas. Para los asuntos de mayor profundidad, usa siempre el estropajo de alambre. Araña y araña, como si pudiera con el gesto quitar todo lo que le sobra y le ata, todo lo que le duele. Una cocina requiere altos niveles de higiene y, para ello, una pasa a habitar un mundo de susurros, un espacio donde solo ella habla consigo misma y solo se oye a sí misma, no deja de ver cómo rebota entre ollas y sartenes todo lo que no se atreve a atravesarla porque morirá entre jabones y desinfectante. Curioso, piensa ella, que Amanda Fielding decidiera trepanarse a sí misma y filmar el proceso en su propia cocina. Pero, mujer previsora, se preparó un bistec que comió antes de la cirugía casera: así sus niveles de hierro no se verían alterados durante la intervención. Una conmoción, sí, ¿pero se sentiría luego más ligera? ¿Desaparecerían de una vez la grasa, los platos y las migajas? A veces se da cuenta de que llora porque la vajilla comienza a enjuagarse antes de abrir el grifo. Y sonríe porque recuerda ese poema que se sabe de memoria de Susan Griffin, bueno, se sabe solo la primera parte, le gusta tenerlo en la cabeza siempre que friega los platos. Escribió la primera estrofa en el traductor, retocó las palabras para hacer por fin algo suyo y amasarlo como amasa todos los días el pan y la soledad. En Tres poemas para una mujer, la poeta insiste: “Este es un poema para una mujer que lava los platos / Este es un poema para una mujer que lava los platos. / Debe ser repetido. / Debe ser repetido, / una y otra vez, / una y otra vez, / porque la mujer que lava los platos / porque la mujer que lava los platos / no puede escucharlo / no puede escucharlo.”