Columna publicada en el número de noviembre de 2022 de El Salto
Cada mañana, el mundo en el que una vez fuimos y vivimos se deshace un poco más. Los paisajes en los que crecimos, aquellos que amamos y que llevan consigo nuestras genealogías e historias, se van convirtiendo, cada día, en algo lejos de ser reconocible. Desaparecen con ellos memorias y vínculos únicos, acontecimientos que solo se encuentran y fueron posibles porque cada monte, arroyo o umbría fue el sustrato extraordinario y certero para albergar cada pequeña comunidad. Estamos atravesadas por un dolor que nos hace reflexionar y reconocer que quizás, la mayoría de los lugares de los que venimos son resultado de los impactos y heridas que hicieron las generaciones anteriores. ¿Es todo este territorio que amo un organismo moribundo? Pero todavía la tierra nos habla, juntas y entrelazadas podemos romper jerarquías y conceptos preestablecidos y heredados, sacar del centro nuestra conciencia, transformar nuestra mirada en algo que también implique nuestros cuerpos y acciones, que vaya más allá de uno solo. Tal vez debamos comenzar a romper los relatos, todas aquellas historias que solo empiezan por y con el yo. Puede que sea hora de quebrar el espejo que siempre refleja solamente al mismo otro, hacer añicos así este relato autocéntrico que domina y saquea, reparar, que sin los otros (sean humanos, mamíferos, micelios, vegetales o guijarros), el yo propio y pensado como único nunca fue, no es ni será posible. Porque todas las veces que salimos de esa narrativa y nos abrimos al mundo que también somos, cada vez que nombramos y compartimos, estamos rompiendo el silencio, asistiendo a nuevos nacimientos. Nombrar no deja de ser en cierta forma, otra manera de nacer. No existimos sin el territorio y sin pequeñas comunidades que nos albergan y habitamos, convirtiéndonos también nosotros en comunidades para otros. Todavía en la tierra queda esa conversación pendiente, y estamos a tiempo de aprender esa lengua común que hace posible la vida, la lluvia, el mismo universo. ¿Qué significa ahora el futuro? ¿Podremos sembrarlo ahora? ¿Será posible convertirnos en buenas ancestras para los que vivan en el mañana? Quizás sea el árbol, el pelaje de un depredador, la semilla envuelta, la luz del firmamento la que pueda darnos también la palabra. Son necesarios nuevos compromisos compartidos, otros modos de hacer e imaginar, otras formas de prestar atención y cambiar así radicalmente la manera en que nos pensamos a nosotros mismos y a los otros. No somos posibles desde la individualidad y la inmediatez. Como una luciérnaga me ilumina lo que propuso ese ser que escribe, como le gustaba decirse a sí misma, la portuguesa María Gabriela Llansol, que pensó la posibilidad de acabar con las jerarquías, también en el espacio de los afectos. Debemos reconocer que incluso ellos son alcanzados por órdenes y categorías. Porque no dejamos de respirar el mismo aire que hace posible el vuelo de una abubilla, el florecimiento de las encinas, la descomposición de lo que fue y sustenta al fin y al cabo lo que hay debajo de nuestros pies. Es hora de demoler todas aquellas viejas creencias. Y de ella a otro faro de luz, qué bien lo explica el filosofo francés Oliver Remaud en su maravilloso libro Pensar como un iceberg: “Con frecuencia solo prestamos atención a nuestros semejantes…En eso reside la ilusión: creer que nadie nos escruta cuando estamos lejos de nuestros congéneres. Creer que vivimos de incógnito cuando estamos solos. Creer, en fin, que estamos realmente solos. Es equivocarse de mundo”