Columna publicada en Comer La Vanguardia para noviembre
No es una piedra cualquiera. Descansa por encima del suelo, en el poyete de la ventana, desde fuera pareciera que la reja la protege, la guarda del frío y de lo extraño. Más de treinta años me separan de ella. Mirándola me descubro un poco envidiosa, pensando en todo lo que escuchó y vivió desde allá arriba, sin quererlo ni buscarlo. Vino del campo. Unas manos la eligieron de forma cuidadosa para su futuro cometido. Hoy, una vez más, la tocarán otras, un cuerpo nuevo y forastero que llegó impaciente a la casa. Me pregunto qué fue lo que la convirtió en elegida para desempeñar este trabajo, que nunca se sustituyera por otra, que se dejara siempre bien puesta al terminar. Fue escogida y se queda sola, como el olivo de la cerca donde estuvimos por la mañana, hijo de uno mayor que fue traído del monte para ser uno más en el pueblo, para esperar tal vez cada año la misma ceremonia. Cogemos algunas aceitunas, son pequeñas, casi no sirven, pero nos empeñamos, quizás como si fuera un conjuro para llamar esa lluvia que tanto necesitamos y que no viene. A puñaítos, así las cogía mi abuela, cómo podía, desde pequeña; así también las cogió mi madre, también niña. La hierba que aún no fue está deseando romper y nosotros nos obstinamos, buscamos entre las ramas las que creemos mejores, llenamos un canasto antiguo de ellas y nada más. Mientras, él no deja de contarnos, nosotros, nosotros nacimos con la aceituna. Al terminar, volvemos al mismo caminito por el que llegamos, sin prisa, hablando de lo que un día fue y no será más. A la tarde, aquí estoy: me recibe la piedra. Dentro, mi tío Manolo intenta escribir —tembloroso— todos aquellos poemas que se sabe de memoria, y que sin pudor los cobija en cualquier conversación para recitarlos. A pesar de que la vista falla, ahí sigue, aferrado al papel, quizás queriendo ser ese niño que nunca pudo ir a la escuela. Por las noches, después del campo—cerro arriba, cerro abajo—, cruzaba la ribera para llegar a las clases del maestro. Justo en este instante, cambia la mesa camilla por una tabla, coge sin prisa piedra y aceitunas. Me enseña cómo prepararlas, una a una; cómo darles con decisión el golpe, sin partir el hueso. Mientras, vuelve el poema, la retahíla de versos entremezclados con un zurcido de recuerdos que sigue vivo a pesar de los achaques y los retazos. Él se irá, me dice mientras parte las aceitunas, él se irá y se quedarán sus olivos solos, y con ellos sus compañeros, los pajarillos, los senderos a reventar de alpargatas y espuertas. Se acercaba la muerte y recuerda cómo su abuelo, dijo sin titubear que ya no podría acompañarlo más. De estas aceitunas vengo, me digo mientras me mancho los dedos y acompaso el golpe con el corazón. Qué bien arreglaba tu abuela las aceitunas, así es la despedida. Llegará la noche y la llamaré por teléfono, le preguntaré por su receta, por las cantidades, por los tiempos. Comenzará a reírse, me dirá: déjate de faenas, que ya te arreglo yo unas. Pero hace años que dejó de hacerlo, y no sabré si para ella ese paso del tiempo es un ayer reciente o un olvido que recién comienza. Anotaré en el cuaderno sus instrucciones. Primero hay que endulzarlas, con agua, y cambiársela a los tres días. Mi tío me contaba cómo las dejaban en las fuentes que hoy se volvieron fantasmas. No hay precisión ni medida exacta: hay que cambiar el agua hasta que se vaya el amargor, aparezca la dulzura. A ojo, me dirá, tú a ojo, ya verás, diez hojas de laurel, láminas de ajo o los dejas machacaítos enteros, cuatro o cinco pimientos rojos, cuatro pimientos verdes, sal —que admite bastante—, vinagre de vino blanco y un poquito de comino molido. Yo le preguntaré varias veces que cómo sabré si están bien, si se volvieron al fin dulces. Al día siguiente recogeré el hinojo para añadirlo una vez que estén listas. Nos las llevaremos al norte, iremos por auga a fonte y comenzaremos el ritual. Habrá que dejarlas cubiertas de agua, tapaditas, solas, a oscuras. Día tras día volveré a revisarlas, y me acompañaré de paciencia y de mimo, puede que un día caminando tropiece y venga una nueva piedra. Aquí también aguardan, y saben —como me recordó mi tío Manolo— que, en el campo, uno nace viendo sembrar.