*Columna publicada en el Anuario Crítico de Carro de Combate
Imagina una mesa. Ese lugar donde suele transcurrir tus comidas cada día. Piensa en ese espacio vacío, quizás, solo acompañado de un mantel, algún plato, un vaso y los cubiertos más esenciales para comer. Olvídate del pan y de la bebida. Nada de alimento, por ahora, solo los utensilios y el soporte adecuado. Siéntate, acomoda tus brazos, despliega la servilleta. Dispón a tu manera el menaje, podrías incluso jugar con ellos para aligerar la espera. Puede que haya interrumpido aquí el apetito, mientras recreas esta escena en tu cabeza. Quizás ya hayas pensado qué aparecerá delante de tus ojos: tu plato favorito, el caldo que preparaba tu abuela, una hogaza de pan calentita… Para muchos, la comida, inevitablemente nos lleva a nuestras raíces, hace que nos sintamos como en casa. Fácilmente, muchas recetas y platos tienen su propia geografía de los afectos y nos llevan en un instante a lugares y momentos especiales de nuestra memoria. Pero, ¿qué ocurriría si en lugar de la comida, hoy, en esta mesa, aparecieran todos los objetos que la hacen posible? Piensa en los aperos, en el uniforme del cuerpo que trabaja la tierra, en el salario que recibe esa persona o en su historial médico. Pastillas para el dolor, unos guantes de plástico, un sombrero de paja para combatir el calor…Imagina, por ejemplo, que supondría que comieras ahora un tazón de fresas de un invernadero del sur de nuestro país.
¿Cómo materializar en una mesa las condiciones de una trabajadora que no tiene una vida ni una labor digna? ¿Cómo podríamos reflejar los incendios en los asentamientos, la violencia y el abuso? Ahora, chás, cambia el plato: un filete de cerdo. ¿Aparecerían aquí el manejo y las circunstancias de un cuerpo que se explota y se maltrata en un sistema intensivo? O quizás se te antoje algo de aguacate. ¿Cómo se visibilizaría el cambio de uso del suelo y el saqueo del agua? ¿Y algo de comida rápida? Qué difícil llevar al plato un desierto alimentario: calles y calles que continúan sin tener acceso a un establecimiento con alimentos frescos, de temporada y de cercanía.
Parece, que en esta era de incertidumbre y urgencias, nos olvidamos de algo esencial: volver a hacernos preguntas. Para una mayoría, la manera en la que se narran los relatos que hay detrás de la comida, es la única forma en la que la gente experimenta y tiene acceso a ellos. Quizás, por ello, debamos quitar las mesas impuestas y aceptadas y tengamos que volver a ponerlas, sin reparo, desde el principio. Con nuevos puntos de partida, cuestiones y por qué no, también con más espacio: invitemos a esta mesa a ese colectivo que tanto se infravalora y que es esencial porque son ellos los que nos sostienen. No, no solo agricultores, jornaleros, pastoras o ganaderas. Hablo de las trabajadoras migrantes. Para hacernos preguntas de verdad acerca de lo que hay detrás de lo que comemos, quizás debemos escuchar de una vez a las personas que nuestro sistema alimentario esconde y no visibiliza. Para que volvamos a valorar la comida, y a preocuparnos por ella, puede que tengamos que contar primero que hay detrás de cada plato. Una buena vida, entre otras cosas, no puede entenderse sin soberanía alimentaria y sin estar en cercanía con la procedencia de los alimentos, por ejemplo. ¿Por qué el sistema industrial se empeña tanto en esconder los orígenes y las formas de producción de lo que comemos? La distancia también crea sombras, hace más fácil mirar para otro lado, y no debemos olvidar que nuestra manera de comer no deja de estar unida a circunstancias sociopolíticas, económicas, también de poder y privilegios entre otras, que dejan huella y marcan nuestras vidas.
En Sitopía, el magnífico ensayo de Carolyn Steel, la escritora afirma que muchos de los mayores desafíos con los que vivimos y a los que nos enfrentamos, como la extinción masiva, la emergencia climática, la erosión del suelo, la resistencia a antibióticos, la contaminación, las enfermedades relacionadas con la comida y la escasez de agua, están directamente relacionadas con el hecho de que no valoramos la comida. Sé que no todos tenemos el privilegio de hacer las preguntas adecuadas y de preocuparnos por la comida, pero aquellos que podemos deberíamos hablar y cuestionar a este sistema dominante hiperextractivista que contamina, erosiona, precariza, agota y enferma. Esta ahí, tan cerca: la comida puede ser la mejor herramienta que siempre hemos tenido para construir y reimaginar otros futuros. Nos enlaza de manera única con otras personas, ideas y mundos. Necesitamos cambiar la manera en la que comemos y producimos comida. ¿Qué mejor forma de empezar a preguntar y conversar por otro mañana posible que alrededor de una mesa compartida?