Quitar la mesa

*Columna publicada en el Anuario Crítico de Carro de Combate

Breakfast piece. Herbert Badham, 1936.

Imagina una mesa. Ese lugar donde suele transcurrir tus comidas cada día. Piensa en ese espacio vacío, quizás, solo acompañado de un mantel, algún plato, un vaso y los cubiertos más esenciales para comer. Olvídate del pan y de la bebida. Nada de alimento, por ahora, solo los utensilios y el soporte adecuado. Siéntate, acomoda tus brazos, despliega la servilleta. Dispón a tu manera el menaje, podrías incluso jugar con ellos para aligerar la espera. Puede que haya interrumpido aquí el apetito, mientras recreas esta escena en tu cabeza. Quizás ya hayas pensado qué aparecerá delante de tus ojos: tu plato favorito, el caldo que preparaba tu abuela, una hogaza de pan calentita… Para muchos, la comida, inevitablemente nos lleva a nuestras raíces, hace que nos sintamos como en casa. Fácilmente, muchas recetas y platos tienen su propia geografía de los afectos y nos llevan en un instante a lugares y momentos especiales de nuestra memoria. Pero, ¿qué ocurriría si en lugar de la comida, hoy, en esta mesa, aparecieran todos los objetos que la hacen posible? Piensa en los aperos, en el uniforme del cuerpo que trabaja la tierra, en el salario que recibe esa persona o en su historial médico. Pastillas para el dolor, unos guantes de plástico, un sombrero de paja para combatir el calor…Imagina, por ejemplo, que supondría que comieras ahora un tazón de fresas de un invernadero del sur de nuestro país.

¿Cómo materializar en una mesa las condiciones de una trabajadora que no tiene una vida ni una labor digna? ¿Cómo podríamos reflejar los incendios en los asentamientos, la violencia y el abuso? Ahora, chás, cambia el plato: un filete de cerdo. ¿Aparecerían aquí el manejo y las circunstancias de un cuerpo que se explota y se maltrata en un sistema intensivo? O quizás se te antoje algo de aguacate. ¿Cómo se visibilizaría el cambio de uso del suelo y el saqueo del agua? ¿Y algo de comida rápida? Qué difícil llevar al plato un desierto alimentario: calles y calles que continúan sin tener acceso a un establecimiento con alimentos frescos, de temporada y de cercanía.

Parece, que en esta era de incertidumbre y urgencias, nos olvidamos de algo esencial: volver a hacernos preguntas. Para una mayoría, la manera en la que se narran los relatos que hay detrás de la comida, es la única forma en la que la gente experimenta y tiene acceso a ellos. Quizás, por ello, debamos quitar las mesas impuestas y aceptadas y tengamos que volver a ponerlas, sin reparo, desde el principio. Con nuevos puntos de partida, cuestiones y por qué no, también con más espacio: invitemos a esta mesa a ese colectivo que tanto se infravalora y que es esencial porque son ellos los que nos sostienen. No, no solo agricultores, jornaleros, pastoras o ganaderas. Hablo de las trabajadoras migrantes. Para hacernos preguntas de verdad acerca de lo que hay detrás de lo que comemos, quizás debemos escuchar de una vez a las personas que nuestro sistema alimentario esconde y no visibiliza. Para que volvamos a valorar la comida, y a preocuparnos por ella, puede que tengamos que contar primero que hay detrás de cada plato. Una buena vida, entre otras cosas, no puede entenderse sin soberanía alimentaria y sin estar en cercanía con la procedencia de los alimentos, por ejemplo. ¿Por qué el sistema industrial se empeña tanto en esconder los orígenes y las formas de producción de lo que comemos? La distancia también crea sombras, hace más fácil mirar para otro lado, y no debemos olvidar que nuestra manera de comer no deja de estar unida a circunstancias sociopolíticas, económicas, también de poder y privilegios entre otras, que dejan huella y marcan nuestras vidas.

En Sitopía, el magnífico ensayo de Carolyn Steel, la escritora afirma que muchos de los mayores desafíos con los que vivimos y a los que nos enfrentamos, como la extinción masiva, la emergencia climática, la erosión del suelo, la resistencia a antibióticos, la contaminación, las enfermedades relacionadas con la comida y la escasez de agua, están directamente relacionadas con el hecho de que no valoramos la comida. Sé que no todos tenemos el privilegio de hacer las preguntas adecuadas y de preocuparnos por la comida, pero aquellos que podemos deberíamos hablar y cuestionar a este sistema dominante hiperextractivista que contamina, erosiona, precariza, agota y enferma. Esta ahí, tan cerca: la comida puede ser la mejor herramienta que siempre hemos tenido para construir y reimaginar otros futuros. Nos enlaza de manera única con otras personas, ideas y mundos. Necesitamos cambiar la manera en la que comemos y producimos comida. ¿Qué mejor forma de empezar a preguntar y conversar por otro mañana posible que alrededor de una mesa compartida?

siempre habrá una semilla

artículo publicado en catalán con traducción de Jordi de Miguel en Aliment

Hay historias que una constantemente lleva consigo. Hacen mella, se guardan —muchas veces sin pensarlo o quererlo—, quedan bordadas en nuestra memoria. También se heredan. Cuando comparten con nosotras un relato, a menudo se enciende algo dentro qué aún no sabremos nombrar. Aparece ante mí, aquí, la imagen de la palabra hablada, una que se transmite y se dispersa como muchas semillas que han evolucionado adaptándose al comportamiento de los animales trashumantes, como las ovejas.

El trébol subterráneo (Trifolium subterraneum), por ejemplo, pasa mucho tiempo sin germinar para evitar la extinción: así se asegura de que siempre, en el suelo, haya un banco de simientes de su especie y no desaparezca. Lo hace en plena fase de maduración, como si clavara una lanza en la tierra para evitar que las semillas sean devoradas por los animales que pastorean el lugar. Este trébol es una especie anual que pasa el verano en forma de semilla. Las envuelve en un glomérulo de cálices no fértiles que las protegen, de esta forma consiguen que no se pierda la humedad. Así, parece que estas semillas no se entendieran sin actividades como el pastoreo: los animales las consumen por su alto contenido en proteína y se convierten, sin saberlo, en los elegidos para transportarlas y hacerlas germinar en otras zonas diferentes a la de origen.

Otras como el Medicago polymorpha, conocido como el trébol carretón, tienen otras maneras de expandirse y de ser: se enganchan en el lomo de un animal trashumante —la lana de las ovejas—, para germinar en otra tierra lejos de donde comenzó la vereda. La vida sigue a través de este vínculo maravilloso entre el animal, la semilla y el territorio.

“La voz humana que guía el rebaño y hace posible el sendero junto a las pisadas de los animales también conduce a las semillas transportadas”

De estos cruzamientos también formamos parte, aunque la mayoría de las veces no reparemos en ellos. La voz humana que guía el rebaño y hace, junto a las pisadas de los animales día tras día, posible el sendero también conduce, en cierto modo, a las semillas transportadas. También somos nosotras transportadoras de historias e instantes. Lo pienso a menudo desde que vi Las playas de Agnès, el maravilloso autorretrato de la directora francesa Agnès Varda. Hay un fotograma que despliega el hechizo. En la playa, frente a la cámara, nos dice: “Si abriésemos a las personas, encontraríamos paisajes“. Desde entonces, no dejo de pasear por todos esos paisajes que hay dentro de mí.

Pero quiero ir más allá, no quedarme en la panorámica de la escena: un bosque, una campiña, una dehesa, unos brazos que se continúan con la azada para preparar el huerto, unas cabras ramoneando, una cierva y su cría escondiéndose entre los matorrales para llegar al venero, unos espárragos desplegándose entre otras plantas mientras un cuerpo los busca. Soy todas las escenas y muchas más, sé que algunas no regresarán a mi memoria, pero quedan latentes algunos de los elementos que hicieron posible ese ecosistema. Qué bien lo contó Jorge Teillier en este verso: “Todo lo que está aquí / parece estar verdaderamente en otro lugar”. ¿Qué hace posible un paisaje? ¿Qué semillas, vínculos, saberes y oficios hay detrás de cada uno? ¿Qué sabemos de todo este paisaje vivo y oculto que va más allá de la superficie y la primera mirada? 

“Todos los saberes que hay en la mano de una campesina también posibilitan el conocimiento que se da hoy en una academia” 

Venimos del polen, de un rayo de luz, compartimos átomos con otros seres, estamos hechos de la misma materia que las estrellas. No podremos romper el único relato antropocéntrico si dejamos a un lado todas las culturas de los habitantes que dan vida al territorio. Todos los saberes que hay en la mano de una campesina también posibilitan el conocimiento que se da hoy en una academia. Quizás, en estos tiempos en los que vivimos atravesados por la duda, el temor, la nubosidad que empaña el futuro, podría ser un buen ejercicio mirar atrás, recordar y conocer de dónde vinimos para tantear y debatir hacia dónde queremos ir. 

Mi padre me lo contó cuando era pequeña, con otras palabras: trabajaba en un proyecto de agroforestería, en Quetzaltenango, Guatemala, a principios de los noventa. La imagen viajó desde el otro lado del océano hasta acá, prendida como simiente: los indígenas siempre sembraban el maíz en golpes de tres semillas: dos para la tierra —contemplando la posibilidad de que algunas semillas no germinasen—, y la tercera, para los otros habitantes con los que compartían casa: los ratones. 

Curioso que la primera acepción de la palabra cultura sea cultivo, de la tierra. En esta rueda de precariedades e inmediatez, acercarnos a la semilla puede ser una buena herramienta para abrir la mirada, para cambiar la manera de habitar el territorio y de relacionarnos, no solo entre nosotros mismos, sino con el resto de seres con los que compartimos la tierra. Por mucho que algunos se empeñen, estamos hechos y somos hoy gracias a la interdependencia, a esos hilos invisibles y benditos que dan vida cada día a este mundo lleno de otros mundos pequeños y diversos.

Hambre de qué

Columna publicada en Comer La Vanguardia para octubre de 2023

Vacié el remolque. Esparcí por el suelo la madera cortada. Ramas y troncos de pino y retama, alguna piña, cortezas sueltas con líquenes y hongos. Si este calor se va, pronto serán corazones de fuego para el combatir el frío. Al verlas así, desde arriba, desperdigadas, se me aparecían como un listado de cosas pendientes, los ingredientes de una receta de las tantas que guardo en mi cuenta de Instagram ­—sí, las mismas que nada más verlas las olvido­—, aquellas ideas que voy anotando en diferentes sitios para el libro que estoy escribiendo, y la suma sinfín de pendientes que entraña lo doméstico. Cogía una a una la leña para apilarla, y mi cabeza se convertía en una montaña rusa a toda velocidad: Tendrías que ponerte con el trabajo, escribir la columna, quitarte el miedo y acabar ese capítulo, coger los membrillos que se estropean, poner a secar las nueces, revisar manzanas y castañas, cocinar algo rico, leer los libros que seleccionaste para ese proyecto… Aprieto las ramas contra mí y me regaño a mí misma. Es domingo. ¿Por qué no, simplemente, no hacer nada? ¿Descansar? ¿Disfrutar de cualquier cosa sin el pensamiento atroz de sacarle partido o provecho para algo? Arriba están un pequeño sofá y una libreta que se abre por el peso de un lápiz rojo. Si alguien subiera ahora mismo, podría leer: escribir sobre qué entiende una por la abundancia, se muere un bardal, mujer que come sola en la mesa de una antigua máquina de coser, qué come un tejón, 23 de septiembre: último día que llovió… Pero también encontraría desorden, alguna telaraña, pequeñas torres de libros por los rincones, un falso techo que se agrieta y deja caer el polvo, cestitos de mimbre con fruta y verduras por todos lados… Sigo divagando. No sé por qué, siempre sucede cuando hago un trabajo que requiere usar las manos, fuera de lo meramente intelectual. Ya sea fregar los platos, secar los cacharros, partir las almendras, remover lo que se hace a fuego lento en la olla, acarrear leña, apilarla, verla arder hasta el final… En esos espacios en los que no cabe la inmediatez siento que las ideas florecen y prosperan radiantes. Ayer me reía al ver que la camiseta blanca que llevaba había cambiado de color por el polvo. Otra vez irremediablemente el pelo sucio, algunas heridas nuevas en las manos. Reflexionaba sola pensando en lo que enseño en las redes y lo que realmente soy. Sé que hay una María sentada, esperando a que la María del día a día tenga tiempo para compartir lo que escribe, hablar con las amigas, o sencillamente sentarse y escribir. Hace poco me propuse aprender a no torturarme por eso ­—aunque se hace difícil en estos tiempos—, y a dejarme llevar por lo que me rodea y lo que me pide y puede el cuerpo. Intento cada día mirar el lado bueno de las cosas que se presentan, y trato de no sucumbir a esa hambre voraz y de mentira que otros imponen. Ojalá una calma habitable para todos, el tiempo necesario para prestar atención, de eso sí que tengo hambre, hambre de verdad: esa es para mí una de las urgencias verdaderas. Si no, me habría perdido esta mariquita amarilla con puntitos negros que llegó de la madera a la palma de mi mano. Nunca vi ninguna así. Más tarde, leeré en el ordenador que la llaman mariquita de veintidós puntos, y a que diferencia del resto no se alimenta de pulgones y otros insectos, sino de hongos. No dejaré de leer, porque Google me hará la siguiente sugerencia: qué significa que se te acerque una mariquita amarilla. Y seguiré leyendo: El color amarillo manchará tu mano. Cuando veas una mariquita amarilla, debes prestar atención a tu entorno. Más tarde escribiré a mi mejor amiga para contárselo, mientras hablamos del cansancio y la pereza, mientras pienso a la vez en qué podemos preparar para la cena esta noche. Mi amiga me quita las dudas, rompe las vueltas que doy para evitar arrancarme a hacer lo que debo y quiero. Se enciende la pantalla. Un emoji de carita sonriente y una sola palabra: Escribe

Canción del sustrato

Columna publicada en Comer La Vanguardia para enero de 2023

Deseandito romper. Como una plegaria: así vino el final del verano. Tampoco dejé de escucharla durante la espera de un otoño que, tal vez, nunca llegó. La tierra venía con sed, y en casa no dejaba de crecer el mismo murmullo, uno que no podía soltarnos. La tierra estaba deseando romper, eso decía mi abuelo, eso dicen ahora mi tío y mi padre. Eso cuentan mientras miran el cielo, ven secar ríos que nunca morían, que a veces quedaban reducidos a un hilillo, pero el agua no: el agua sabía encontrar algún hueco donde quedarse. Hicimos un cuenco con las palmas de las manos para recoger la lluvia que tanto esperábamos, celebrábamos el agua, no había otro tema de conversación. Crecía la hierba y sonreíamos, mírala, es que estaba deseandito romper. Y así de nuevo el verdor como un reclamo, una caricia directa al corazón de un suelo pidiendo que nos acercáramos un poco más para escuchar la canción de los brotes y de las esporas. Los bosques crecen todavía, así afirma un poema de Bertolt Brecht que me calma, ahora lo recuerdo, en este instante en el que camino en paralelo con mi padre, con navaja y canasto, mientras vamos en busca de setas. Puede que esta sea mi biblioteca favorita, una en la que me dejo guiar por el rastro de los olores, por las estelas de memoria que quedan agarradas entre los líquenes de quienes caminaron siempre delante de mí, trenzando con sus saberes y oficios este paisaje que también es mi hermano. Todavía, todavía queda la belleza de esa costumbre que se hereda, que se aprende caminando, sin prisa, pendiente de todo lo que se despliega a cada paso. Aprender a intuir lo que se despierta debajo de la hojarasca lleva su tiempo. Hay que convivir con la espera, con los procesos y manías de los otros. Convivium, así se dice banquete en latín. Cuenta Paloma Díaz-Mas en su maravilloso libro El pan que como que el término procede de cum-vivere, «vivir con alguien». Y ahí puede estar el germen para volver a fascinarnos, para cultivar nuevos vínculos que despierten otros mañanas. Pensar este caminar como una convivencia que no termina, como una invitación a descubrir, a entregarnos a la pausa. De repente, un corro de plateras abre una conversación con esta recién llegada que aquí escribe. Abro la navaja, corto con cuidado, uso la brocha que acompaña al filo para que se desprenda la tierra que insiste en quedarse. El canasto espera más adelante, mientras crece el sendero; por los huecos que dejan sus ramas de castaño trenzadasirán dejándose caer las esporas de los cuerpos que recolectamos. Con la misma facilidad con la que crece la brizna, así regresarán a la tierra, se alimentarán de otros, esperarán de nuevo el momento adecuado para aflorar. Amantes de la luz, aparecerán en lugares donde siempre se encuentren acompañadas de otros, como ovejas, jabalíes, jaras, encinas, arrendajos. 

Deseandito romper. Podríamos refugiarnos en ese ímpetu, en ese ánimo de brotar a pesar de todo. Es algo que no controlamos, y tal vez es lo que hace que sea bello y necesario. Aquí se multiplican las relaciones antes que los individuos o las historias únicas. Y es en esos parajes en los que no solemos reparar donde puede encontrarse la semilla que quizás sustente todo. ¿Podría ser esta una nueva historia? ¿Aquella que crece sobre todos los encuentros de los que formamos parte, muchas veces, sin darnos cuenta? Regresamos a casa, buscamos los nombres, identificamos, preparamos, cocinamos, comemos, damos paso a la digestión; el bosque seguirá creciendo todavía, también en la mesa. Cerca, una guía antigua de mi abuelo. Abro el libro al azar, y surgen sus notas. Apenas entiendo el nombre, pero encuentro que deja constancia del aprecio por una especie en particular que alguien quiso compartir con él. Hoy las palabras me llegan como una invitación a ser otro huésped para que no se pierda la costumbre: la canción de los gestos aprendidos, los caminos hechos por el monte, también de afectos. No sé quien nombrará estos lugares y organismos después de nosotros, si la guía crecerá en otros brazos, si seguirá meciéndonos esta luz suave. La palabra me tiende la mano, insiste, y me invita a volver a ponerme las botas, a coger el canasto. De nuevo la posibilidad de un banquete, de otras compañías. Una voz, entre cantos de herrerillos y alcaudones, parece que se dirige a mí. Rompe de nuevo la tierra: si no te importa, nos gustaría que recordaras

Mesuras de luz

*texto para The Brooklyn Rail

No se reconocen. No se tantean. No se escuchan. Hay espacios alrededor que configuran nuestros paisajes diarios, pero no forman parte de nuestras querencias, nunca entablaremos con ellos una conversación. No fue hasta hace unos años que descubrí que los montes, solanas y umbrías por las que caminaba tenían nombre propio. Para otros eran tierras sin más, para mí el sitio donde crecen y viven los alcornoques y encinas de mi familia. A todos ellos los reconocía, eran otra rama más de mi clan vegetal. No así el sustrato que los sustenta y los vio nacer. Detrás de este parentesco de raíces, corcho y bellotas, los nombres de los lugares que siempre escuché, pero a los que nunca les hice demasiado caso: “Umbría Jurao,” “la solana de Flores,” “el llano Gabino,” “la umbría de Monini,” “la solana de Joseilla” … Todos ellos llevan el nombre de la familia que vivió allí en un tiempo que ahora, puede que vemos demasiado lejano. Una casita pequeña, un chozo, a veces quedan algunas piedras desperdigadas. Si una se para, consigue adivinar donde segaban, cuantas piedras apartaron para hacer posible un arado desnudo para la cebada, el trigo, el pequeño huerto, surcos indispensable para subsistir. También de testigo, algún árbol frutal que se empeñó en volverse salvaje y sobrevivir a los restos de lo que algún día fue un hogar. Ellos siguen floreciendo, a veces encuentras una ofrenda pequeña de frutos, a pesar de la ausencia de cuidados y agua, quizás porque has decidido pararte, prestar atención. En estos márgenes que pensamos callados hay una multitud de historias y vidas entrelazadas que amasaron el territorio que pisamos y conocemos hoy. Es ahí, donde no reparamos, donde se encuentra un paisaje que pide otra mirada, que necesita un modo de estar, una forma de ser contado fuera de las narrativas centrales que nunca alcanzan a tenerlo en cuenta ni escucharlo. ¿Cómo escribir de aquello que nos rodea y nos moldea si no lo contemplamos? Germina aquí el comienzo del poema Puede ser un título, de la poeta Wislawa Szymborska: “ocurre que estoy sentada bajo un árbol, / a la orilla del río, / en una mañana soleada. / Es un suceso banal / que no pasará a la historia.” ¿Puede ser, que sigamos, a pesar de todo … quedándonos en la superficie? Rodeados de pequeños sucesos que se desarrollan en los márgenes que no pasarán a la historia pero que la constituyen y alimentan. ¿Por qué se encuentran excluidas de la historia? ¿Qué consideramos importante de preservar y archivar y qué queda al margen de la luz? Quizás, nosotros, los humanos, solo hemos insistido en considerar los vestigios y huellas del prójimo. Podríamos agrandar la atención a esos otros lugares que siempre hemos considerado lejanos, fuera de campo, fuera de especie. Tal vez sea en estos sitios donde podamos empezar un nuevo diálogo, una nueva oportunidad de contarnos dejando atrás la única forma. Margen, frontera, sendero, estela, hueco, cauce, reguera, paso … ¿y sí nuestro entorno, ese que tanto nos empeñamos en ordenar y fragmentar, tiene una memoria exacta y única del entramado que sostiene? Somos nosotros los que imponemos las lindes al paisaje cuando solo provocamos cortes y heridas, cuando solo nos relacionamos desde la jerarquía y la definición. Desde una gota de rocío en la mañana al instante justo en el que las flores comienzan a abrirse. Todo está interrelacionado, lleno de trayectorias y vidas superpuestas que hacen posible el mundo que conocemos cada día. Que no sea nuestro relato, no significa que cada ser no tenga una historia o canción propia. ¿Querremos escuchar? ¿Entenderlos? Donde no alcanza la vista, en ese paisaje que tememos pero que también nos conmueve, podemos encontrar nuevas y antiguas brújulas, palabras y mañanas diferentes para las generaciones venideras. Porque para imaginar y rehacer el mundo necesitamos de nuevos mapas, nuevos relatos que empiecen de cero con otras mesuras: es en los nuevos acercamientos donde se dejará entrever la luz de todo aquello que nunca quisimos contar.

*También traducido al inglés por Lubbock Scapes Collective

amoroso proceder

texto para el folleto de mano de El lugar y el mito, diálogo contemporáneo a partir del mito de Don Juan, de Paola De Diego.

Luz Soria

¿Dónde nos encontramos? ¿Quiénes somos como espectadores? ¿Qué buscamos? ¿Qué se prende cuando se cierra el telón? ¿Qué queda dentro de nosotros una vez que acaba el espectáculo? Fue el dramaturgo y poeta alemán Bertolt Brecht quién contaba que es el teatro el lugar donde no se dan juicios, conclusiones y respuestas, sino donde se plantean las preguntas. Y puede que sean las preguntas que surgen una y otra vez las que nunca dejen de darle forma, las que hagan de él un espacio único y maleable, recién hecho, un artefacto que nunca deja de crecer, romperse y reinventarse. Una voz sentencia en El Burlador de Sevilla: “También es camino este”. No dejan de ser estos lugares y mitos que aquí se presentan una nueva senda llena de palabras, seres y organismos, pero que conllevan, a su vez, nuevas preguntas. Somos los espectadores, en este punto, parte de un engranaje vivo, universal, que nunca, nunca se detiene. ¿Sin nuestros cuerpos sería posible la obra? ¿el paisaje? ¿la voz? ¿la misma palabra escrita y contada? Materia atravesada somos, y como Don Juan, incluso, más allá de los límites de la representación, formamos parte de linajes y sistemas que seducen, manipulan, extraen, contaminan, mancillan, toquetean, engañan y transforman. Quizás llegó la hora de cuestionar lo establecido y dejarse llevar sin miedo por entablar nuevas conversaciones fuera del centro, del poder, del mismo escenario. Una y otra vez regresamos a las historias antiguas, estamos sedientos, deseosos de nuevos futuros, de otras posibilidades. Ahora nos rehacemos sin reparo, queremos sacar los textos de nuevo, repensarlos desde otros lados, en los cuales podamos sin miedo romper jerarquías, lógicas y relatos construidos sobre los mismos cimientos antropocéntricos, extractivistas, coloniales y occidentales. Futuros sorprendentes nos aguardan si aceptamos la invitación a estos nuevos ejercicios de atención que nos sacuden, que nos interpelan a nuevos procesos y diálogos constantes desde otros vértices y comienzos. Tal vez no hay mejor sitio para ello que el teatro: un espacio de encuentro, pero a la vez colisión, donde las grietas tras la fractura también pueden albergar – no solo a nosotros- nuevas costumbres, dinámicas, cuerpos y relatos. Es la interrogación, la simple duda, un campo que se abre y no limita ni impone, un halo de luz desde el que podemos repensar el territorio no desde la dominación, el saqueo o la propiedad, -aquí no vale un nosotros imponente desde fuera y desde arriba-, sino un todo, una mixtura sin distinción en el que podamos jugar y temblar, en el que podamos inclinarnos, contemplar, elegir, abrirnos a ser rama, canto, germen, micelio, espora, vuelo, oruga, musgo o raíz. También los vínculos, las conversaciones y los afectos se encuentran llenos de prejuicios y jerarquías, y por mucho que nos pese, no dejamos de ser, sin remedio, las historias que nos contamos. Inconscientemente, muchas veces sin quererlo, en algún momento o circunstancia hemos sido don juanes para otros, somos parte de un conglomerado que atraviesa territorios y cuerpos como el personaje, que, a través de la seducción, trucos, palabrerías y engaños, depreda y caza los honores de toda mujer a la que termina reduciendo a simple objeto y capricho bajo las falsas promesas del amor eterno y el compromiso. Vivimos, sobrevivimos, habitamos muchos parajes que han sido convertidos en zonas de sacrificio por la producción y el beneficio, y también, aunque nos sorprenda, por la belleza. A través de ella, y por alcanzarla, contemplando solo el fin, hemos transformado y maltratado cuerpos, recursos, seres, paisaje. En estas tablas no son solo actores y actrices los que realizan su función, nos reciben diferentes especies vegetales, naturales y artificiales abrazando plástica, texto, movimiento y representación, cuestionando los paisajes asimilados y preconcebidos. Nunca podríamos encontrarlas conviviendo juntas, afuera, en este estrato en el que hoy vivimos, pero, ¿no somos nosotros acaso esa especie que no termina de llenar los ecosistemas de especies invasoras, diálogos y amantes? Esta disposición podría ser faro, luciérnaga que nos invita, un primer paso para rebelarnos contra el silencio, lo establecido y la domesticación. Y no vale fuimos, sino somos, el porvenir se hace a base de latidos y dudas, con los gestos de aquellos y aquellas que hicieron posible un ayer. Nos toca a otras usar otros ritmos, otras brújulas, despojarnos del miedo y la vergüenza, habitar una nueva casa viva, hecha de otros y otras, donde no convivan recelos ni espantos por mostrar los silencios, los rotos y zurcidos, los titubeos y las fragilidades. De vulnerabilidad e interdependencia estamos hechos e irremediablemente unidos, por mucho que le pese a aquellos que orbitan alrededor de un sistema que hoy nos deshonra y maltrata. Y aquí vuelve el mito: convirtámonos en salamandras, más bien en toda la ficción que las envuelve y que hoy puede articularlas de nuevo en estos tiempos de emergencia climática y pandemias. Contaba la creencia que estos anfibios pueden resistir al fuego. Ellas representaban renacimiento y pasión, la asombrosa capacidad de resistir ante las llamas. En esa resistencia tal vez pueda hallarse una nueva forma de pensar y vivir los espacios, otro modo de esperar sin urgencias todas las palabras y pensamientos que quedan aún por brotar. Para que haya un futuro tiene que haber un ayer, entre ellos se tejen a su vez los fantasmas que un día atormentaron al burlador y en los que nos convertiremos un mañana. En el nacimiento de toda obra, palabra, voz, gesto y acción, hay posibilidad de nuevas partículas, ideas con las que podremos elaborar otros textos, otras vidas, otros movimientos, transformarnos así en semillas que germinen entre nuevos senderos y relatos fuera de expolios y centros. Podría ser este proyecto de Paola de Diego, que comienza a crecer ya aquí, entre estas palabras, un amoroso proceder, una nueva deriva, un rehacer sin prisa, entre cuidados, vínculos y afectos, un dibujo que comienza a trazarse, que contemple en el agua el reflejo de lo que un día cualquiera nos gustaría ser. Otros espacios podrán surgir si damos cobijo a otras palabras y presencias, por ejemplo, a un árbol, en un lugar como es este. El teatro, casa única- para vivos y muertos- alberga cada día una multitud diferente llena de multitudes que conversan y reciben mañanas e historias que también son posibles en las palmas de sus manos. 

Luz Soria

Alimentar lo cotidiano

Columna publicada en Comer La Vanguardia para diciembre

La directora Manuela Serra durante el rodaje de ‘O movimento das coisas’ 

Un cuerpo se despereza. Entra en la cocina, enciende la radio nada más aparecer en la escena. Luego vendrán el fuego, el ritual de la cafetera, unos segundos después las manos aprovecharán antes de que suba el café para recoger algún mechón que se rebela frente al espejo. Después cogerán un pedazo de pan seco, lo mojarán dentro de la taza; de fondo, un segundero apremia, la jornada acaba de comenzar. Otro lugar, otra escena. Otro cuerpo, que se encorva, ordeña una vaca en el establo. De repente el alboroto, bajará una multitud de niños que se sentarán a la mesa, esperando el hervor de la leche recién traída para desayunar. La puerta de la cocina siempre entreabierta, a la casa, al establo, al trocito de patio donde se adivinan aperos, donde un perro atado a una correa se relame pensando quizás en rebañar el cubo del ordeño, ahora vacío. Luego jugará con una niña que aún no lo sabe, pero algún día se verá a sí misma en la película y sonreirá pensando en que tuvo, a pesar de todo, una infancia feliz. El primer cuerpo se subirá al autobús que lo llevará a la fábrica lejos del hogar. A la vuelta, se sentará en el suelo y abrirá un baúl lleno de sábanas y toallas cuidadosamente dobladas, ahí espera su ajuar con sus iniciales bordado. El segundo quedará en casa y seguirá el trabajo: hacer el pan, cuidar el huerto, arreglar la colada, llevar la comida al descanso de la faena de los hombres, estar pendiente de los niños que son demasiado pequeños para estar en la escuela, ir al mercado, llevar el carro con las vacas, acariciar una gallina mientras sucede la conversación con otros cuerpos, preparar la cena, esperar a los que trabajan fuera, sonreír cuando el marido dice sí, está buena la comida, mujer. El fuego siempre encendido, la vida del día a día en los sus gestos, en los silencios que inundan todos los pasajes pero que en su mayoría reflejan más que algunas palabras.

Así respiraban las cosas, un día tras otro, hace casi cuarenta años. Son algunas labores y secuencias que vemos en O movimento das coisas, la única película de la directora portuguesa Manuela Serra, que retrata de forma única algunas jornadas de trabajo en Lanheses, una pequeña aldea en el norte de Portugal, entre Viana do Castelo y Ponte de Lima. Una película que podría ser un poema, una canción popular, la sucesión de las estaciones, toda la luz que se desenvuelve en el transcurso de un solo día. Los cuerpos de ellas, mujeres fantasma, trabajando por y para los demás, nos guían entre escena y escena, mientras sigue el orden, todo lo que hay pendiente por hacer y el único fin que no debe alterarse: que la vida de los demás siga como siempre, sin altercados ni ausencias. En una entrevista reciente, la escritora Mercè Ibarz contaba que “una obra de cultura es un retrato colectivo: de la memoria de los ausentes y de los que siguen ahí, de tu relación con ella, y con otros que la aman o la odian, de tu propio paso del tiempo”. Y es exactamente lo que consigue Manuela Serra, un retrato colectivo de una comunidad que pende entre las costumbres y el ayer de la mano, entre otras tareas, del barquero que cruza el río, y el mañana, que se presenta poco a poco en la fábrica y un puente a medio construir. Luego el hormigón y las máquinas terminarán de hacer su trabajo. Cuenta la leyenda que, quien bebía agua del río Limia, olvidaba por completo todo lo que había vivido justo hasta el instante que el agua formaba a pasar parte del propio cuerpo. Funciona la película como antídoto contra el olvido: nos lleva a una vida, no tan lejana, totalmente reconocida para nuestras madres y abuelas, también para nosotras. No quedamos inmunes a algunos de los restos que nos alcanzan de un pasado que algunos quieren rescatar contando medias verdades y llenando de nostalgia desigualdades y silencios. Quizás de ahí también el título tan acertado para esta obra, el movimiento de las cosas: las idas y venidas sin parar de todas aquellas que envejecieron antes de tiempo, que siguieron cantando a pesar del trabajo, de la dictadura, de la rueda de molino que les tocó girar día tras día para que la vida no dejara de correr. 

Manuela Serra tuvo la clarividencia de revelar lo que no hemos sido capaces de ver, nombrar, reconocer y denunciar hasta hace poco. Pero su mirada llegó antes de tiempo. Cuenta Manuela Serra en alguna entrevista que el fin de su carrera en el cine lo precipitó un entorno demasiado masculino, en el que le era imposible resistir. Tuvo que retirarse porque se sentía acosada, ignorada, insultada, también —confiesa— agredida físicamente. No dejaba de pensar, al terminar de ver la película, que regresó a las salas tras ser invisible durante casi cuatro décadas, en cómo habría sido la carrera de esta directora si hubieran venido otras aguas, otros trayectos, otros tiempos. Cuando el color negro inundó la pantalla, recordé unas palabras de Chantal Akerman sobre su película Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles, que justo esta semana ha sido elegida la mejor película de la historia en una encuesta de la revista Sight & Sound: “La diferencia, creo que es, que un hombre no habría hecho esta película. Desde que nacen, a ellos se les enseñan valores diferentes. Una mujer lavando los platos no es arte. No era un reto consciente. Simplemente, conté una historia que me interesaba, y este es el resultado.”

Equivocarse de mundo

Columna publicada en el número de noviembre de 2022 de El Salto

Histoire naturelle des singes et des makis
Paris,L’an VII (1797).

Cada mañana, el mundo en el que una vez fuimos y vivimos se deshace un poco más. Los paisajes en los que crecimos, aquellos que amamos y que llevan consigo nuestras genealogías e historias, se van convirtiendo, cada día, en algo lejos de ser reconocible. Desaparecen con ellos memorias y vínculos únicos, acontecimientos que solo se encuentran y fueron posibles porque cada monte, arroyo o umbría fue el sustrato extraordinario y certero para albergar cada pequeña comunidad. Estamos atravesadas por un dolor que nos hace reflexionar y reconocer que quizás, la mayoría de los lugares de los que venimos son resultado de los impactos y heridas que hicieron las generaciones anteriores. ¿Es todo este territorio que amo un organismo moribundo?  Pero todavía la tierra nos habla, juntas y entrelazadas podemos romper jerarquías y conceptos preestablecidos y heredados, sacar del centro nuestra conciencia, transformar nuestra mirada en algo que también implique nuestros cuerpos y acciones, que vaya más allá de uno solo. Tal vez debamos comenzar a romper los relatos, todas aquellas historias que solo empiezan por y con el yo. Puede que sea hora de quebrar el espejo que siempre refleja solamente al mismo otro, hacer añicos así este relato autocéntrico que domina y saquea, reparar, que sin los otros (sean humanos, mamíferos, micelios, vegetales o guijarros), el yo propio y pensado como único nunca fue, no es ni será posible. Porque todas las veces que salimos de esa narrativa y nos abrimos al mundo que también somos, cada vez que nombramos y compartimos, estamos rompiendo el silencio, asistiendo a nuevos nacimientos. Nombrar no deja de ser en cierta forma, otra manera de nacer. No existimos sin el territorio y sin pequeñas comunidades que nos albergan y habitamos, convirtiéndonos también nosotros en comunidades para otros. Todavía en la tierra queda esa conversación pendiente, y estamos a tiempo de aprender esa lengua común que hace posible la vida, la lluvia, el mismo universo. ¿Qué significa ahora el futuro? ¿Podremos sembrarlo ahora? ¿Será posible convertirnos en buenas ancestras para los que vivan en el mañana? Quizás sea el árbol, el pelaje de un depredador, la semilla envuelta, la luz del firmamento la que pueda darnos también la palabra. Son necesarios nuevos compromisos compartidos, otros modos de hacer e imaginar, otras formas de prestar atención y cambiar así radicalmente la manera en que nos pensamos a nosotros mismos y a los otros. No somos posibles desde la individualidad y la inmediatez. Como una luciérnaga me ilumina lo que propuso ese ser que escribe, como le gustaba decirse a sí misma, la portuguesa María Gabriela Llansol, que pensó la posibilidad de acabar con las jerarquías, también en el espacio de los afectos. Debemos reconocer que incluso ellos son alcanzados por órdenes y categorías. Porque no dejamos de respirar el mismo aire que hace posible el vuelo de una abubilla, el florecimiento de las encinas, la descomposición de lo que fue y sustenta al fin y al cabo lo que hay debajo de nuestros pies. Es hora de demoler todas aquellas viejas creencias. Y de ella a otro faro de luz, qué bien lo explica el filosofo francés Oliver Remaud en su maravilloso libro Pensar como un iceberg: “Con frecuencia solo prestamos atención a nuestros semejantes…En eso reside la ilusión: creer que nadie nos escruta cuando estamos lejos de nuestros congéneres. Creer que vivimos de incógnito cuando estamos solos. Creer, en fin, que estamos realmente solos. Es equivocarse de mundo” 

Instrucciones para aliñar aceitunas

Columna publicada en Comer La Vanguardia para noviembre

No es una piedra cualquiera. Descansa por encima del suelo, en el poyete de la ventana, desde fuera pareciera que la reja la protege, la guarda del frío y de lo extraño. Más de treinta años me separan de ella. Mirándola me descubro un poco envidiosa, pensando en todo lo que escuchó y vivió desde allá arriba, sin quererlo ni buscarlo. Vino del campo. Unas manos la eligieron de forma cuidadosa para su futuro cometido. Hoy, una vez más, la tocarán otras, un cuerpo nuevo y forastero que llegó impaciente a la casa. Me pregunto qué fue lo que la convirtió en elegida para desempeñar este trabajo, que nunca se sustituyera por otra, que se dejara siempre bien puesta al terminar. Fue escogida y se queda sola, como el olivo de la cerca donde estuvimos por la mañana, hijo de uno mayor que fue traído del monte para ser uno más en el pueblo, para esperar tal vez cada año la misma ceremonia. Cogemos algunas aceitunas, son pequeñas, casi no sirven, pero nos empeñamos, quizás como si fuera un conjuro para llamar esa lluvia que tanto necesitamos y que no viene. A puñaítos, así las cogía mi abuela, cómo podía, desde pequeña; así también las cogió mi madre, también niña. La hierba que aún no fue está deseando romper y nosotros nos obstinamos, buscamos entre las ramas las que creemos mejores, llenamos un canasto antiguo de ellas y nada más. Mientras, él no deja de contarnos, nosotros, nosotros nacimos con la aceituna. Al terminar, volvemos al mismo caminito por el que llegamos, sin prisa, hablando de lo que un día fue y no será más. A la tarde, aquí estoy: me recibe la piedra. Dentro, mi tío Manolo intenta escribir —tembloroso— todos aquellos poemas que se sabe de memoria, y que sin pudor los cobija en cualquier conversación para recitarlos. A pesar de que la vista falla, ahí sigue, aferrado al papel, quizás queriendo ser ese niño que nunca pudo ir a la escuela. Por las noches, después del campo—cerro arriba, cerro abajo—, cruzaba la ribera para llegar a las clases del maestro. Justo en este instante, cambia la mesa camilla por una tabla, coge sin prisa piedra y aceitunas. Me enseña cómo prepararlas, una a una; cómo darles con decisión el golpe, sin partir el hueso. Mientras, vuelve el poema, la retahíla de versos entremezclados con un zurcido de recuerdos que sigue vivo a pesar de los achaques y los retazos. Él se irá, me dice mientras parte las aceitunas, él se irá y se quedarán sus olivos solos, y con ellos sus compañeros, los pajarillos, los senderos a reventar de alpargatas y espuertas. Se acercaba la muerte y recuerda cómo su abuelo, dijo sin titubear que ya no podría acompañarlo más. De estas aceitunas vengo, me digo mientras me mancho los dedos y acompaso el golpe con el corazón. Qué bien arreglaba tu abuela las aceitunas, así es la despedida. Llegará la noche y la llamaré por teléfono, le preguntaré por su receta, por las cantidades, por los tiempos. Comenzará a reírse, me dirá: déjate de faenas, que ya te arreglo yo unas. Pero hace años que dejó de hacerlo, y no sabré si para ella ese paso del tiempo es un ayer reciente o un olvido que recién comienza. Anotaré en el cuaderno sus instrucciones. Primero hay que endulzarlas, con agua, y cambiársela a los tres días. Mi tío me contaba cómo las dejaban en las fuentes que hoy se volvieron fantasmas. No hay precisión ni medida exacta: hay que cambiar el agua hasta que se vaya el amargor, aparezca la dulzura. A ojo, me dirá, tú a ojo, ya verás, diez hojas de laurel, láminas de ajo o los dejas machacaítos enteros, cuatro o cinco pimientos rojos, cuatro pimientos verdes, sal —que admite bastante—, vinagre de vino blanco y un poquito de comino molido. Yo le preguntaré varias veces que cómo sabré si están bien, si se volvieron al fin dulces. Al día siguiente recogeré el hinojo para añadirlo una vez que estén listas. Nos las llevaremos al norte, iremos por auga a fonte y comenzaremos el ritual. Habrá que dejarlas cubiertas de agua, tapaditas, solas, a oscuras. Día tras día volveré a revisarlas, y me acompañaré de paciencia y de mimo, puede que un día caminando tropiece y venga una nueva piedra. Aquí también aguardan, y saben —como me recordó mi tío Manolo— que, en el campo, uno nace viendo sembrar. 

Un ayer en el aire

Columna publicada en Comer La Vanguardia para octubre

Hay una pared. Cerca crece un árbol que se comba poco a poco, mientras coches y transeúntes pasan, siguen su rutina sin reparar en lo que permanece más arriba de lo que le deparan sus ojos. Hay una pared, una pared casi desnuda, si no fuera por una alacena que se abre al aire. En ella, algunos platos y tacitas, alguna botella; si entrecierro los ojos adivino un bote, algún cubierto suelto, algunos frascos de cuyo contenido nunca podré saber. Reparé en ella la primera vez porque un gato me llamó desde el solar que ahora ocupa la casa fantasma. No sé por qué miré hacia arriba, tal vez un susurro, un crujir de hojas, un tintineo en un cristal por el viento hizo que desviara hacía allí mi atención. Quedé prendada por esa voluntad de persistir, por esa mera existencia de un rincón al que le arrebataron prácticamente todo: un hogar reducido a ese hueco labrado en una medianera. Imaginaba las manos que dispusieron todo lo que hoy queda. Qué se llevó de ese ahí, qué decidió que se quedara a la intemperie. Sin darse cuenta les otorgó así un nuevo lenguaje, otros nuevos usos, quizás, soportando las inclemencias, las miradas de fuera, otros cuerpos desde la distancia. Aquí quedan, en el otro lado, quienes nunca pudieron abrir esa puerta, preparar la comida, quizás servir una cucharadita más de azúcar, dos platos soperos para engañar al hambre, una copa para celebrar o para hacer más llevadera la soledad. Sin darme cuenta, me escucho a mí misma intentando hablar a los objetos, preguntando por aquel o aquella que observaba y vivía a través de ellos, intentando arañar esa transparencia del amor que tal vez queda suspendida en los detalles. El gato maúlla y yo sigo tanteando diferentes formas de adivinación. Hay una pared y vive en el aire porque alguien se fue o tuvo que irse, puede que el dinero nunca alcanzase, puede que solo quedara la opción de intentar vivir al otro lado de un mar inmenso y feroz. Pienso en esas cosas en las que nadie repara como objetos de transición, lugares momentáneos de fuga que nos trasladan a todas esas historias que llevaron bordadas nuestros antepasados, hechas de ausencias y exilios, de derrumbes y silencios. Desde esa altura, ese fragmento de cocina permanece, resiste, no deja de contarme, otra historia antigua que no conozco. Nada existe aislado, por sí solo, y quizás, si lloviera, una maraña de hilos uniría mis manos con ese pedazo de otro tiempo, con el animal que me vigila atento y espera por si cae algo de comida, con el árbol y las zarzas que han usurpado lo que en un día fue una casa. Aquí acaso surge una nueva confidencia, una grieta que se abre y que hace posible que comience de nuevo el mundo. Sonrío, sigo pendiente de la alacena, recreo una y otra vez una posible aparición. No una mujer entumecida de soledad y de tareas, no un cuerpo enfermo, hambriento o cansado. Un mantel impecable, olor a café recién hecho, algún dulce y castañas en el medio, mientras las bocas celebran y no callan. La puerta de la pequeña despensa abierta, de cara a la luz, me permite formar parte de esa merienda que quizás algún día fue. Comienza a nublarse, el gato se gira en busca de refugio, y yo vuelvo a caminar antes de que las gotas hagan visibles los hilos. Rompe la tormenta y no me queda más remedio que guarecerme en un soportal. Cómo no, levanto la vista hacia arriba y hay otra pared, otro ayer en el aire, con otra alacena pequeña, abierta. En el borde, una taza de porcelana —demasiado fina, me digo— cuelga de una alcayata que resiste ahí, engarzada a la madera a pesar de la humedad, del tiempo y la carcoma. ¿Cómo será posible? Tiembla mientras la miro, insolente, y regresa a mí el poema de Silvia García en Nenas medrando: «Non sei cantas cousas do mundo/ aguantarán no seu lugar// vou vixiar/ para que os obxectos// non desaparezan».