*artículo publicado en Infolibre
Durante los primeros días del confinamiento aprendí que hay una especie de tilo (tilia cordata) que suele ser elegida por los pájaros carpinteros para anidar. Lejos de mi familia y de mi tierra, por las noches soñaba con los árboles que cuidaba con mimo mi abuelo, y con todos los alimentos que cada año nos ofrecían y con los que crecí. Jugaba a recordar de cuál me alimenté primero, qué árbol frutal correspondía a cada uno de nosotros, cuáles nacieron en ese trocito de campo y cuáles otros llegaron a modo de trasplante, injerto o semilla de otros lugares y sustratos. De repente, me vi en ese trocito de norte donde empiezo a echar a raíces y a tantear un hogar, aferrada al único tarro de cristal con hojas y flores de tilo que el verano anterior había recogido mi padre y que me había dado.
Los días en los que estoy nerviosa y no consigo dormir suelo hervir hojas y flores, y preparo una infusión para llamar al sueño. Durante ese tiempo de incertidumbre, lejos de mi familia, el recipiente de cristal se convirtió en amuleto, en una raíz que me llevaba al primer hogar, al primer árbol. Decidí no preparar infusiones, apenas lo abría, no quería que se fuera el olor, no quería que desapareciera. De repente, esa parte del árbol era lo único que me quedaba del lugar de donde venía y que tanto amaba. Y no dejaba de pensar que el infinito puede contenerse a veces, aunque nos parezca inverosímil, en un tarrito de cristal, en una despensa, en un papel con notas y tachones, en un dedal de tierra, en una canción, en una voz o en un esqueje. Me preguntaba qué sería de ellos, si seguirían creciendo solos y salvajes a pesar de la enfermedad y el colapso. Hoy escribo cerca del árbol, y descubro que este tilo no es el primero ni el único.
Mi padre me cuenta que en la casa antigua había un tilo de casi doscientos años del que sacó tres hijos y los llevó al campo. Cuatro años después se sembraba cerca el primer peral porque nacía yo. Hoy miro al suelo y sé que sus raíces se entrelazan y nos sostienen. Raíces que no dejan de crecer, que se agarran con todas sus fuerzas, buscando agua y nutrientes a pesar de todo. Caminamos y crecemos sobre ellas, vivimos en una raíz viva, cambiante, rebosante de especies y vínculos. Habitamos un zurcido vivo de relaciones y vínculos no solo con las personas que queremos y nos rodean, sino con otros organismos. Formamos parte de la costura viva del mundo. Fragmentos, vidas, seres e historias que se hilvanan y se multiplican haciendo posible la vida. Y aunque muchos quieran que seamos a la fuerza los que no fuimos, y que vivamos sobre historias y momentos que nunca existieron, la vida continua y podemos reescribirla y romper lo que fue creído e impuesto. Porque no hay un solo territorio, una sola familia, una sola historia, como no hay un mirlo que cante igual que otro. Estos pájaros componen cada uno su propia canción a lo largo de su vida, y cuando la creen lista y terminada, entre otros cantos y tonos, se preparan para cantarla durante toda su vida.
El mundo aún permanece y estamos a tiempo. No llevamos con nosotras una sola oscuridad, también nos acompañan múltiples y nuevos mañanas y formas de habitar y transcurrir por este sendero. Porque un territorio también es un ala de una mariposa, las moléculas que hacen posible la luz que sale del abdomen de una luciérnaga, la estela que deja tras su paso una babosa en la tierra. Hay otros hogares y mundos fuera de los que solo concebimos como únicos y nuestros. En La poda, la escritora londinense Laura Beatty escribe: “¿Quién dice que la hierba es más digna que los helechos?”. Pienso en una imagen hermana de esta en el artículo El hogar siempre vale la pena, de Mary Annaïse Heglar, sobre la emergencia climática y los futuros que vienen: “Si solo puedo salvar una brizna de hierba, lo haré. De ella haré un mundo y en ella y para ella viviré.” Quizás ahí puede estar un principio, una nueva manera de mirar, otro modo de querer y habitar lo que nos rodea, sea una porción de tierra, una región, una casita, un huerto, una habitación, un amor, el canto de un pájaro o un patio compartido. Acuerparnos no solo entre y con nosotras, sino con todo lo que nos rodea y nos sustenta.
Y mientras paso unos días en el sur, siguen siendo casa los árboles que me dan sombra en el norte, el petirrojo que siempre sobrevuela cuando trabajo al lado del huerto y del ciruelo, todas las palabras de la nueva lengua todavía desconocida que me acoge y que quiero, como ese verbo que existe en gallego para llamar a las vacas. No creo en una raíz inmóvil y atada en un solo lugar: creo en múltiples y diversas raíces aéreas que originan nuevas vecindades y posibilitan otros mañanas. También de ellas estamos hechas, también gracias a ellas somos raíces para otros. Gracias a ellas, cada mañana el mundo sigue. Ya el poeta y monje portugués Daniel Faria lo escribió hace más de veinte años: “No creo que cada uno tenga su propio lugar. Creo que cada uno es un lugar para los otros”.