*texto publicado en el número de agosto de Vogue
Un meteorito cayó hace treinta millones de años en un lugar al oriente de Colombia. Después del impacto, vino el cráter que hizo posible que naciera y creciera poco a poco una selva que cobija hoy a cerca de 1500 especies de animales y más de 1000 especies de plantas. Entre ellas, el hogar de 90 familias de la tribu indígena sikuani. En estos tiempos no dejo de volver a esas heridas que se formaron en la tierra y que sanaron volviéndose hogar, agua, naturaleza. Haciéndose casa para todos los seres. Si nos paráramos a mirar a nuestro alrededor, podríamos intuir donde quedaron suturas de colapsos pasados. Muchas hoy permanecen abiertas, sangrantes, sin opción a cura. Los modelos de mercado, los sistemas hiperextractivistas e intensivos, las jerarquías que dominan y colonizan, la inmediatez y la ruptura de la vida en común, no dejan paso a la sutura, a otra piel, a otro ecosistema. Siguen provocando ruptura y devastación en nuestro planeta. ¿Somos conscientes de que crecemos en un lugar constantemente herido? La activista ambiental Joanna Macy habla del Gran Cambio, una aventura esencial y clave de nuestro tiempo, la de poder pasar de la sociedad del crecimiento industrial a una capaz de dar sustento a la vida. Para ello, debemos ser conscientes de que es necesario alejarnos de los sistemas económicos, políticos y sociales que son destructivos. Una vez distanciados, podremos asumir cuáles son naturales y que sostienen la vida. Y pienso en un primer paso que puede parecer algo obvio, pero necesario: el que pasa por aceptar que nuestras vidas son el resultado constante de otras vidas. ¿Hemos reparado alguna vez en ello? Quizás es tiempo de caminar despacio, con pasos pequeños y firmes. Fuera de urgencias y consumismos, necesitamos romper la simbiosis perpetua que no deja de propagarse entre nosotros como infección: la del capitalismo y el patriarcado. Tenemos que comenzar a reconocer el valor y la importancia de todo lo que nos sustenta. Poner en el centro de nuestros cráteres y heridas la biodiversidad, el cuidado mutuo, las redes de apoyo, las producciones locales y sostenibles, la vida en común y llena de corresponsabilidad. Porque el mundo, aún late y permanece, y sigue haciendo posible nuevas vidas. Pero para imaginar y crear nuevos espacios y mañanas debemos cambiar los relatos con los que crecimos y nos modelaron. Nuevos y viejos relatos que nunca fueron tenidos en cuenta. Sin idealizar el pasado, podemos soñar como nos gustaría que fueran nuestras vidas. Porque entre las raíces siempre continúan creciendo brotes nuevos. Y como sucede como muchos organismos, el relato tiene que ser algo dúctil, maleable, que crece y se adapta, que se convierte en posibilidad de ser sustrato de crear otras galaxias. Estas nuevas historias, hechas de pasado, presente y futuro, son más que necesarias para no comprometer no solo a las necesidades de las personas del mañana, sino para que nuestra tierra y todos sus seres no colapsen. Para alcanzar la sostenibilidad y una lengua de defensa y protección en común, necesitamos más que nunca imaginar nuevos mañanas, otros vínculos, nuevos relatos. Tocar las cicatrices del sistema, escuchar su respiración para aprender, para imaginar. Sostener a todos aquellos que nos sostienen. Nombrarlos y hacerlos visibles para tenerlos en cuenta. Escribir un relato que comparta y combata, que siga teniendo la capacidad de conmovernos, de crecer y cobijarnos mutuamente. Trenzar un relato lleno de lugares de memoria que no mientan ni escondan los momentos que nos hicieron daño y que siguen doliendo, supurando. Bordar otra historia en el cráter, donde nadie esté por encima, una en la que un organismo no sea más digno que otro. Y pienso en la narrativa reparadora de Robin Wall Kimmerer y en lo que escribió tan certero y necesario acerca de que podemos aprender de los líquenes: que en condiciones de escasez las relaciones con los demás y la ayuda mutua son esenciales para la supervivencia.