Columna publicada en el número de enero de 2022 de El Salto
Desde el primer día evitará la conversación de tú a tú, de igual a igual. Entre sus referentes no cabe ninguna mujer. Tampoco os preguntará por vuestro trabajo: no sois lo suficientemente buenas, interesantes, bohemias, malditas. Apelará a otros tiempos, a otros —a otros hombres— que sí sabían hacer las cosas, no como ahora, que no hay quien os entienda. Porque, niñas, ya no se escribe la poesía que se escribía antes. No: las nuevas generaciones no le interesan, no son lo suficientemente buenas para que se encuentren entre sus lecturas. Nunca llegarán a su nivel.
Tocará a vuestras puertas a deshoras, sin preguntarse qué necesitáis vosotras, si estáis ocupadas, si podéis atenderle. Para todo menester, desde la actividad más mundana dentro de lo doméstico, deberéis estar dispuestas a cumplir lo que pida. Sabe de todo, conoce a todo el mundo y siempre tendrá la última palabra. A vosotras os corresponderá orbitar a su alrededor, dispuestas, guapas, complacientes. Terminaréis siempre callando, mirándoos de reojo, en una actitud sumisa; a veces os consolaréis diciéndoos que todo sea por el día a día, que pasará pronto, que mejor apartarse del conflicto y hacer como si nada.
Pero la violencia querrá tomarse el café con vosotras; la violencia se sentirá sola si no estáis ahí para ella, pataleará y forzará situaciones en los que solo os quedarán resignación y un nudo de silencio. Se declarará más feminista que nadie, incluso que vosotras, mientras recalca que también hay mujeres que matan, que acuchillan, que maltratan y que violan. Nunca entenderá —nunca escuchará— vuestras inquietudes ni vuestras reflexiones. Se sentará a beber mientras vosotras cocináis, preparáis la mesa, fregáis los cacharros. Se reirá de la diversidad, de lo queer, de todo lo que se escape de aquello que puede tocar y controlar con sus manos.
Vosotras intentaréis tender puentes; a veces caeréis en la manipulación y os sentiréis malas personas, culpables. Aunque queráis enseñarle vuestro mundo, compartirlo, nunca apareceréis en el suyo. Vosotras lo comentaréis más tarde, respiraréis tranquilas cuando no está. Hablaréis todo el rato del asunto desde fuera, solo rodeándolo. El único consuelo: os basta con estar tranquilas. Luego vendrán la insolencia, los privilegios, el poder. La romantización de la escritura de quienes aprendieron la palabra en una trinchera, de aquellas mujeres asfixiadas en la casa escribiendo después de trabajar para los demás. Agotadas, exhaustas, doloridas.
Se colará en vuestros sueños; la carcoma comenzará a hacer su trabajo, os sentiréis inquietas, impotentes, dudosas. Os levantaréis con preguntas y con rabia, os preguntaréis por qué el mundo sigue funcionando así, por qué cuando los que forman parte del sistema no son el centro de atención dan siempre coletazos de violencia. Vuestra conciencia resquemará. Pensaréis en el feminismo, pensaréis en qué hacer para que esto no se repita, para que se agote la posibilidad de que otras lo vivan. Os enfadará tener que ignorar y huir ante cualquiera de sus disparates.
La violencia se sentirá legitimada. Presumirá de moverse entre las esferas del poder, de conocer bien sus resortes: es una pieza más del engranaje. Mientras dudáis hasta de vosotras mismas, la violencia terminará libros, entregará colaboraciones, levantará proyectos. Preguntaréis a las paredes de esta casa por quienes la habitaron en el pasado, por sus reacciones y experiencias. Y decidiréis escribir esta columna para que, entre las grietas, la luz comience a hacer su trabajo.