tres poemas traducidos de Maria Velho da Costa

fotografía de la entrevista en público.pt

 Reconstitución de la fuerza de trabajo

Ellas son cuatro millones, el día nace, ellas encienden la lumbre. Ellas cortan el pan y calientan el café. Ellas pican cebollas y pelan patatas. Ellas mezclan harina y comida agria. Ellas llaman, en la oscuridad, a los hombres y a los animales y a los niños. Ellas llenan las fiambreras, los termos y las mochilas con latas y bocadillos y fruta envuelta en un paño limpio. Ellas lavan las sábanas y las camisas que han de sudarse otra vez. Ellas friegan el suelo de rodillas con cepillo de cerdas gruesas y jabón amarillo y espantan a los insectos para que no enfermen los suyos mientras duermen. Ellas regatean en los mercados y plazas por lo más barato. Ellas cuentan centavos. Ellas cosen y enhebran en agujas de madera la lana que mantendrá en el cuerpo el calor de la comida que ellas preparan. Ellas vienen con un cántaro de agua a la cintura y un hatillo de leña en la cabeza. Ellas limpian los fregaderos y los lavabos y las conejeras y los corrales. Ellas encienden la lumbre. Ellas pican las verduras. Ellas quitan el óxido de las ollas. Ellas remiendan medias y pantalones y camisas y otra vez, medias. Ellas sacan brillo a la cocina con un estropajo. Ellas recorren la ciudad a pie bajo la lluvia porque en esos barrios los monos de trabajo son caros. Ellas corren sin aliento para no perder el tren, el barco. Ellas ponen el cesto en el suelo y abren la puerta con la mano enrojecida. Ellas ponen la tranca para cerrar el pajar. Ellas meten el dedo lo justo en la gallina para saber si tiene un huevo. Ellas encienden la lumbre. Ellas mueven el arroz con un tenedor de zinc. Ellas chupan la punta del hilo para remendar la camisa. Ellas llenan los platos. Ellas dejan el barreño en el lavabo para descansar. Ellas quitan la colcha de la cama. Ellas se abren para un hombre cansado. Ellas también duermen.

Reproducción de la fuerza de trabajo. 

Ellas van a la partera para que les adelante el parto. Ellas sacan el dobladillo de las faldas. Ellas lloran y vomitan en el fregadero. Ellas limpian el fregadero. Ellas preparan pañales. Ellas bordan hilillos de seda en el mejor babero. Ellas andan descalzas porque sus pies ya no entran en los zapatos. Ellas aúllan de dolor. Ellas se untan un poquito de mantequilla en el pezón agrietado. Ellas le cantan bajito en medio de la noche al bebé para que el hombre no se despierte. Ellas rascan las heces de los pañales con una espátula.  Ellas lavan. Ellas llevan a los bebés en brazos. Ellas dan de mamar debajo de un alcornoque. Ellas afinan el oído por la noche para saber si la niña en la cama junto a los hermanos no se entera de nada. Ellas se asoman. Ellas lavan de rodillas con agua templada.  Ellas cortan pantalones cortos y babis de rayas. Ellas se muerden los labios y aprietan las manos, el jornal perdido si la fiebre no baja.  Ellas lavan las sábanas llenas de orina. Ellas peinan la raya al lado y hacen trenzas. Ellas compran la pizarra, y el lápiz y la carpeta de cartón. Ellas limpian sus culos. Ellas guardan una madejita de pelo entre telas de gasa. Ellas cosen un vestido de retales para una muñeca de cartón escondida debajo de la cama. Ellas lavan los calzoncillos manchados del primer semen, del primer salario, de la mili. Ellas compran dejando fiado la mejor popelina para hacer una camisa que llevaran a Francia, a Lisboa. Ellas van a la estación llorando. Ellas ven como traen un cordero en el primer vagón y el primer nieto. Ellas ahorran en el tranvía para un ovillo de cuerda.

Revolución y mujeres

Ellas hicieron huelga de brazos caídos*. Ellas lucharon en casa para ir al sindicato y a la junta. Ellas le gritaron a la vecina fascista. Ellas supieron decir igualdad salarial, guarderías y comedores. Ellas salieron a la calle vestidas de rojo. Ellas reclamaron una calle asfaltada y agua potable. Ellas gritaron mucho. Ellas llenaron las calles de claveles. Ellas les dijeron a la madre y a la suegra que eso era antes. Ellas llevaron ánimo y sopa a los cuarteles y a las calles. Ellas fueron a las puertas de las comisarías con sus hijos en brazos. Ellas oyeron hablar de un gran cambio que también llegaría a sus casas. Ellas lloraron en los puertos abrazadas a sus hijos que volvían de la guerra. Ellas lloraron al ver al padre ir a la guerra con el hijo. Ellas tuvieron miedo y fueron y no fueron. Ellas aprendieron a leer en los libros de cuentas y a trabajar con los aperos de las fincas abandonadas. Ellas doblaron en cuatro el papel que llevaba dentro una cruz laboriosa. Ellas se sentaron a hablar alrededor de una mesa para ver cómo podrían estar sin patrones. Ellas levantaron las manos en las grandes asambleas. Ellas cosieron banderas y bordaron pequeñas hoces y martillos con hilo amarillo. Ellas les dijeron a su madre, cuídeme a los niños, señora, que vamos a Lisboa en autobús y ya les diremos cómo va la cosa. Ellas llegaron de los suburbios con una cocina en la cabeza para ocupar parte de una casa cerrada. Ellas tendieron la ropa mientras cantaban, con las armas que tenemos en la mano**. Ellas le hablaron de tú a personas con estudios y a los otros hombres. Ellas no sabían a dónde iban, pero iban. Ellas encienden la lumbre. Ellas cortan el pan y calientan el café ya frío. Ellas son las que despiertan por la mañana a las bestias, a los hombres y a los niños que duermen.

*en referencia a la Huelga de Brazos Caídos.

**venceremos con as armas que temos na mão / venceremos por casa, trabalho e pão lema muy popular en las manifestaciones.

***

Maria Velho da Costa (Lisboa, 1938-2020). Poemas de Cravo, 1994.

*Traducción libre de María Sánchez y revisión de João Guerreiro.

R.A. Simione

por la vereda

Escribo este pequeño texto que todavía huele a lana mojada y a lumbre, y no dejan de venirme a la cabeza las palabras de Delia, una de las profesoras de la facultad de veterinaria de Zaragoza que cada año acompaña en uno de los tramos a los pastores trashumantes: “qué bien que vengas, así podrás ponerle palabras a este camino. Todos los años al acabar nos pasa lo mismo, no encontramos palabras.” Quiso la vida que la noche antes de partir eligiera mi mano de la estantería un libro de historias y columnas de Bernardo Atxaga. Abrí una página al azar, y me topé de lleno con estrellas y ovejas. Para los pastores en la noche, Venus es una forma de volver a casa una señal, un amuleto. En euskera, se le llama artizarra: la estrella de la ovejas. Y así comencé la marcha, con un pellizco en el pecho, mezcla de nervios y ganas, como el tintineo dudoso de una estrella que acaba de nacer. Escribo trashumancia y se agolpa una multitud: Vidal e Ismael con sus perros carea llevando con su voz y su paso al rebaño. Juan Vicente y Urbano, hateros, manos que cuidan, que preparan la comida y el fuego. Morita, una cabrita prematura que se nos adelantó a la vida y que la madre no quiso, resguardada de la lluvia a lomos del burro Problemas, acurrucada entre mantas, aprendiendo a mamar y caminar gracias al empeño y el cariño. Las puertas de los pueblos que atravesábamos siempre abiertas, la nueva estela que surge del rebaño al pasar. Las pausas, los silencios, la mano en el hombro. Preparar el perol, siempre cuchara y paso atrás. Ese fuego que a pesar de la lluvia nunca se apaga y no se extingue hasta que no llega el alba, como si ese fuera su único cometido en la vida, como si no necesitara nada más para existir. La vida sencilla, la felicidad reducida aque no haga frío y no llueva demasiado, a que nadie ponga problemas al pasar con las ovejas por las cañadas, caminos públicos, de todas y todos. La vida misma, permanecer juntos, acurrucados, contándonos historias, pendientes, con las manos manchadas de tierra y musgo, exhaustos del camino y del tiempo, pero felices de acercarnos cada día un poquito más al lugar del destino: el que espera lleno de cobijo y alimento. La vida llena, sin parar de latir, pisando sobre huellas de tantos y tantas que con sus animales llevan haciendo la vereda desde hace miles de años, manteniendo el territorio, formando parte de la tierra, creando biodiversidad y siendo guardianes de nuestros ecosistemas y paisajes. Seguir caminando, insistir, a pesar de todas las trabas y zancadillas que siguen poniendo siempre los mismos a la ganadería extensiva y a los trashumantes. No sé si terminaré encontrando palabras para este pellizco, para el rebaño que siempre sigue adelante. Quizás no necesite palabras, porque llevo conmigo semillas, como las que se enganchan a lomos de los animales trashumantes y consiguen germinar a miles de kilómetros, a pesar de, sobreviviendo, dando paso, una vez más, de nuevo, a la misma vida.

*texto publicado en el número de febrero e la revista Vogue.

Fotografías hechas con una cámara analógica lomo de La Peliculera.

eres el primer bebé que nace en una aldea en 64 años y yo necesito escribirte una carta

llegaste ayer a un mundo que muchos creen en pausa y esperan que volverá a la “normalidad” como si nada, como quién coge una flor de la vereda y no piensa en lo que queda huérfano aferrado al suelo. Naciste ayer en el hospital de la ciudad, pero vienes de un pueblo donde viven tus padres, dos personas más y sesenta vacas. Eres muy pequeñito y aún no lo sabes, pero llevarás la tierra bordada en la piel, el olor de la rumia y el barro entre las manos, la canción de los árboles esperando a la nieve. Eres de aldea, y hoy, en un país en el que la mayoría marcha al hospital para morir, tú marchaste ayer para nacer. No olvides nunca el nombre. No sabemos que nos traerá el futuro, pero quiero contarte que hubo casas y vidas condenadas a desaparecer por la repoblación forestal y los pantanos. Que hubo gente que quiso seguir conservando el nombre de su pueblo en el dni y les dijeron que era imposible, que no se puede pertenecer a un lugar que ya no existe en los mapas. Pequeño animalillo, primer bebé de aldea de Valcuende, no escondas y no te avergüences nunca de donde vienes. Aunque sea un lugar minúsculo y lejano, aunque no viva apenas gente, aunque hables más con los terneros y los pájaros, no les des a nadie la oportunidad del desprecio, podrán arrebatarnos el pan y la lengua, pero no el vínculo y la dignidad de nombrar. Aún no lo sabes, ternerito, pero cuando duermas harás que con tu respiración crezca la hierba, que la leche comience a desprenderse por primera vez de las nuevas células. Primer bebé de la montaña, no olvides que también los surcos de la tierra tienen memoria, que hay semillas que hibernan todos los inviernos esperando el latido de la luz. Y que en las manadas de lobos, los mayores y enfermos nunca van detrás -podrían perderse y morir solos-, sino delante marcando el paso al resto, abriendo nuevos caminos entre el frío y los días inciertos cuidando siempre unos de los otros.

m.

*fuente: nace el primer bebé después de 64 años sin niños en Valcuende (León)

*carta escrita para el proyecto Cartas de interior.

¿quedan nosotros?

*Tribuna publicada en El País el 21 de marzo de 2020.

En estos días de incertidumbre, me aferro a los libros. Rebusco citas que anoté en agendas olvidadas de otros años, reviso los cuadernos que nunca acabo y donde siempre escribo sin orden, traspuestos, vuelvo a mirar los subrayados y las páginas que marqué de libros que leí hace tiempo y que no recordaba.

Justo hace un mes, en una libreta que se supone que iba a destinar para escribir mis sueños y que apenas tiene historias que soñé pero sí plantas y flores secas de las que nunca anoto su nombre, escribí una cita de Ursula K. Le Guin, del último libro que tenemos editado aquí, gracias a Alpha Decay, Conversaciones sobre la escritura. Es bonita esa sensación que viene cuando regresas a un texto que enmarcaste doblando una esquina de la página, delimitándolo con una marca, o que elegiste pasar a limpio escribiéndolo en otro cuaderno. Ese desarraigo del texto, la cita o el poema elegido del libro original siempre me ha parecido un exilio quizás forzado a nuestros espacios y papeles, pero precioso y necesario y que nunca sabemos cuando, pero que puede despertar y traer mucho.

Reviso la página y caigo que quizá apreté demasiado el lápiz, casi traspaso y rompo el papel al escribir. Leo la cita de nuevo y tiemblo, pero también sonrío: “El amor no está quieto, ahí como una piedra; hay que hacerlo, como el pan; rehacerlo todo el tiempo, hacerlo cada vez”. Y pienso con urgencia en estos días, sin remedio. Pienso que quizás, podríamos cambiar la palabra amor de esa cita por palabras como ternura y cuidado, como solidaridad y comunidad. Seguro que Ursula no se enfadaría, creo que estaría encantada de que deshiciéramos esta parte escrita suya para rehacernos nosotras de nuevo un poquito, ahora que todas estamos en una especie de herida recién hecha, nosotras también recién desprendidas de nosotras mismas, aprendiendo a reconocer los bordes que antes eran uno y ahora se configuran por sí solos y forman parte de un cuerpo nuevo que empieza a formarse, a tener identidad y camino propio, otro espacio nuestro que tardará en regresar de nuevo hacia aquí, como si nada, pero con una marca y una memoria nueva de la que arrastrar que dejará huellas siempre a su paso.

Escribo esto y de repente me veo a mí misma este verano pasado, sonriendo con un casco puesto en la cabeza con mi amiga Elena, en Atapuerca, aguantándome las lágrimas en los ojos al conocer las historias de Benjamina, una niña que vivió hace medio millón de años en ese paisaje burgalense que yo pisaba y que nació con una deformación en el cráneo que le provocó invalidez; y de Miguelón, un homo heidelbergensis ya mayor que sobrevivió varios meses después de sufrir numerosos golpes en el cráneo y una infección muy grave en el lado izquierdo de la cara. Oyendo sus historias pellizqué a mi amiga porque ellos, en tiempos diferentes de la historia pero sí en el mismo lugar, sobrevivieron a pesar de su invalidez y enfermedad en un grupo trashumante, que siempre estaban en movimiento, porque ellos nunca los abandonaron y los cuidaron hasta sus últimos días. Y creo que esta historia también es una forma de amor. Qué distancia tan grande de ese primer cuidado recogido en nuestra historia, qué grande la brecha de todo aquello hasta hoy, aprendiendo a convivir en esta futura cicatriz en la que estamos, y cómo se encoge la distancia, cuando de repente, se acerca un pájaro a saludar a la ventana, a veces los creo insolentes, sabiendo de mi aislamiento y aprovechando el cristal. Ayer fue una lavandera, hoy han venido un par de veces las mismas aves: una collalba negra, un colirrojo tizón y una pareja de urracas. Anoche, al tirar la basura, quise hablar con la oveja que vive en una pequeña cerca de pasto al lado de los contenedores. Ella, con su cara negra, de la raza inglesa Suffolk, estaba recostada en la hierba, de espaldas a la pared del pequeño cementerio del lugar. Como si al hacerlo supiera que así conseguía mantenerla erguida, en pie, acompañando y cuidando a los que ya no están y no reciben ahora visitas ni flores nuevas. ¿Se darán ellos cuenta de esta falta de nosotros?

En la mesa donde escribo, tengo una piedra gigante llena de agujeritos labrados por el agua del mar. La atraviesa una línea perfecta, que se hunde y que marca el inicio de algo que aún no sé. Me gusta tocarla despacio, cerrar los ojos y pensar cómo la erosión poco a poco fue haciendo su trabajo. Como el agua, el aire y la misma arena ausentes dejan su estela y me dan la oportunidad de comenzar, sin querer, una nueva narrativa fuera del colapso. Y esa línea, también tan perfecta, no deja de decirme que, a veces, no pasa nada por echarse a un lado. Por acompañar sin decir nada. Dejarse llevar y hacerle un hueco a la calma, y esperar que vuelva la hierba, tierna y tranquila, tras la lluvia. Y paso de nuevo la libreta y miro lo último que escribí, una cita de Estamos en el borde, de Caroline Lamarche, publicada en Tránsito, y viene un pellizco: “Cuando digo nosotros, me refiero sobre todo a mí. Vivo solo, pero es nosotros. Sobre todo desde que desapareció. Necesito un nosotros en mi vida. ¿Todavía quedan nosotros en nuestras vidas?”.

por un feminismo de hermanas de tierra

Manifiesto 2020 por las mujeres rurales

Este marzo no nos ha traído la primavera; ya lleva asomando desde invierno demasiado pronto. La falta de lluvias y la emergencia climática en la que nos encontramos hacen más que necesario nombrar la crisis ecológica y climática. Actuar, ser conscientes de la tierra que pisamos, de esos árboles que se secan por primera vez por la sequía pero aun así siguen cobijando nidos y cuidando con su propio cuerpo a las nuevas crías. Cosirando, como esa palabra tan bonita del aragonés que implica estar pendiente, mirar, dar una vuelta para comprobar cómo están el huerto, los animales, los demás. Cosirar, cuidar, querer.

Hermana,

nosotras

también somos así. Y venimos de esto. Somos nietas, hijas, sobrinas, hermanas, madres… de tantas y tantas mujeres que no tuvieron opción de decidir y quedaron a la sombra. En la umbría, fuera de la atención y de la luz, cargando con una mochila enorme y pesada de cuidados, tareas domésticas, campo, huerta, animales, hijos, hermanos… sin recibir nada a cambio, con las manos abiertas y agrietadas de trabajar después de dar toda una vida para los demás que no existe para muchos ni se tiene en cuenta, porque no se valora ni se remunera como debería. Somos las ramas de esas mujeres árbol que mantuvieron las casas de nuestros campos y nuestros pueblos con sus mismos cuerpos, y que hoy malllaman mujeres todoterreno y heroínas del rural para ocultar una situación gravísima de machismo y desigualdad.

Mujeres invisibles, en los márgenes, a las que muchas veces no tenemos en cuenta en nuestras luchas sin empatizar con sus tiempos y sus ritmos… Mujeres a las que creemos hermanas de todos los feminismos, diversas… y que necesitamos reivindicar no solo en nuestros pueblos, sino también en las ciudades, ya que el machismo y la desigualdad es una infección que alcanza todos los estratos de nuestra sociedad. Hoy queremos reivindicarlas. Pensar en ellas. Nombrarlas. Por todas aquellas que tuvieron que dejar su casa a la fuerza por un pantano o una repoblación forestal. Por aquellas que tuvieron que marchar fuera de su pueblo y trabajar en la ciudad como sirvientas, cocineras, limpiadoras, camareras, niñeras, operadoras de fábrica… Por todas las mujeres que han seguido cuidando desde la distancia a los suyos, levantando un territorio que jamás las ha nombrado ni recordado como merecen. Por aquellas que ya no están y ni siquiera pudieron volver. Por todas las que siguen emigrando para buscar las oportunidades o los servicios que no encuentran en sus pueblos.

Por todas.

Por todas las que mantienen viva a esta España vaciada que tanto resuena en los medios y que siguen cargando con la misma carga de cuidados en nuestros medios rurales sin los mismos derechos ni servicios básicos que en otros puntos del país. Son ellas; somos nosotras, convertidas en ciudadanas de segunda, las que cuidamos lo que el Estado olvida, lo que el Estado nos quita. Y queremos que la Administración no piense solo en satisfacer las demandas de las ciudades, porque nosotras también necesitamos servicios básicos. Queremos poder decidir si irnos o quedarnos. Queremos soberanía alimentaria, ganadería extensiva y agroecología. Queremos crear comunidades, mantenerlas, ayudarnos siempre las unas a las otras. Sentirnos reconocidas y respaldadas.

Hermana,

este sudor que hemos heredado y cargamos es invisible,

pero está presente en cada huerta,

en cada casa,

en cada escuela,

en la misma tierra.

Estas manos, que nadie ve y nadie calma. Estas manos que trabajan la tierra, cuidan a los pequeños y a los mayores, mecen la cuna, dan de comer, cuidan de los animales y de las huertas Estas manos llenas de historias, tradiciones, oficios y palabras heredadas a través de la voz. Una voz viva que si no cuidamos morirá con nuestras antepasadas.

Estas manos que no tuvieron opción y de las que nunca se preocuparon, y siguieron a pesar de todo tejiendo territorio, familias, comunidades y pueblos.

Estas manos que se rompen en silencio y sin protestar detrás de la barra del bar, que esconden las duras condiciones de las mariscadoras, que saben de la triple discriminación de nuestras hermanas migrantes jornaleras, que conocen la precariedad de aquellas a quienes sus familias olvidaron en algún lugar, y que quieren acompañar y dar cobijo también hoy a nuestras hermanas trans. Estas manos que están abiertas para recibir e integrar a todas las personas nuevas que vienen a vivir a nuestros pueblos.

Hoy, muchas mujeres de nuestro medio rural no podrán participar en los actos que hay preparados porque no tienen opción ni ayuda posible: solo la de quedarse en casa o en el campo y cuidar. Por ellas, por su ausencia, por todas las injusticias que han traído siempre a cuestas en sus manos, por todo lo que han hecho por nosotras; hoy queremos gritar, denunciar su situación, homenajearlas, decirles que estamos aquí con las manos y la voz dispuestas. Estamos aquí. No estáis solas. Queremos deciros que somos también madriguera, un refugio, una red: como las ovejas cuando hace calor, que se agrupan y protegen sus cabezas las unas debajo de las otras. Aquí estamos, hermanas.

Aquí estamos para ser rebaño. Un rebaño infinito y diverso.

Para cosirar las unas de las otras.

Porque ya estamos hartas de que digan de que nuestra tierra está vacía, hay muchas manos invisibles de mujeres que lo mantuvieron y lo mantienen vivo.

Por un feminismo de todas,

por un feminismo de hermanas que cuidan.

Por un feminismo de hermanas de tierra.

***

Puedes adherirte a nuestro manifiesto aquí. Somos rebaño. Juntas, mejor.

***

La ilustración es de Pilar Serrano. Podéis descargarla para imprimirla aquí.

Este año las amigas de Ajuar comparten con nosotras la Jota de la Huelgapara que la cantemos todas juntas.

(Este Manifiesto fue escrito por Lucía López Marco María Sánchez. Gracias a los consejos y anotaciones de Elena Medel. Y a tantas que habéis hecho llegar vuestras aportaciones.)

A lo largo del día se subirán a esta entrada el manifiesto en todas las lenguas de nuestro territorio.

en aragonés traducido por Lucía López Marco

en asturiano traducido por Iniciativa pol Asturianu.

en cántabro traducido por Marcos Martínez Romano

en catalán traducido por Elisenda Rovira

en euskera traducido por  Leire Milikua Larramendi

en gallego traducido por David Lourido, de O Tempo da Aldea

mi canción favorita de Extremoduro es de Marcos Ana

No sé si la vida antes era más fácil, pero a mis catorce años todo lo veía más claro o eso es lo que, ingenua de mí, creía. Las cosas eran transparentes, de frente, a cuchillo, sin pelos en la lengua y sin unos dedos dudosos toqueteando la mesa antes de teclear las palabras adecuadas. Claro, no tenía ordenador, tampoco twitter ni facebook ni insta ni blog, ni nada por el estilo donde pudiera volcar (y exhibir) lo que se me pasaba por la cabeza al instante. Nada de nada.

Me gustaba escribir en el pupitre, rayarlo, hacer frases sin sentido como pequeños nubarrones de los que siempre me avergonzaba y borraba al instante, porque sí, me daba pena ensuciar la madera con tinta y solo escribía a lápiz, casi sin fuerza, como temblando, pudorosa de que alguien leyera mi propio caos.

No. No leía ni a Sylvia Plath, ni a Alejandra Pizarnik. Kafka, Borges y Delibes empezaban a aparecer por mi cuarto. Lo reconozco: no nací prematura en la escritura. Era una adolescente atormentada, un esbozo que solo tramaba problemas en lugar de buscar soluciones, y que, prácticamente, se sentía todo el tiempo sola. Una niñata con catorce años que iba a un colegio de monjas con un palestino y con la carpeta forrada de portadas y letras de casetes de grupos como La Polla Records y Extremoduro.

Mi fantasma adolescente que tantas veces durante la veintena me ha avergonzado, era un poco insolente y solo encontraba consuelo en los libros y en las canciones. Y sí, exhibirlos era una forma de reconocerse. Iba por los pasillos orgullosa, siempre con la carpeta en el brazo, luciendo la letra de esa canción con la que tanto me identificaba. Una pintura de guerra, una manera de sentir que pertenecía al bando de los invisibles y de los callados, un grito silencioso de declarar quién era y cuáles eran mis intenciones.

Me gustaba hurgar en la herida, hacerla más grande, quitar la costra y ver como empezaba a manar poco a poco la sangre. Me reconfortaba. Me hacía sentir a salvo, en una casa imaginaria llena de árboles infinitos que cantaban y hablaban entre ellos a través de aves y ramas. Como una familia sin sentido que hacía que me sintiera menos sola. Eso es justo lo que me pasaba con muchas canciones de Extremoduro: me daban a entender que formaba parte de algo, que alguien desde el otro lado sabía delimitar de manera exacta mi dolor aunque no llegara nunca a escucharme.

Su herida golpead de vez en cuando. No dejadla jamás que cicatrice. Que arroje sangre fresca su dolor y eterno viva en su raíz el llanto. Y si se arranca a volar, gritadle a voces su culpa: ¡qué recuerde! Sí en su palabra crecen flores, nuevamente, arrojad pellas de barro oscuro al rostro, pisad su savia roja. Talad. talad, que no descuelle el corazón de música oprimida.

Es curioso cómo se van cerrando los círculos, cómo la vida va imitando los pequeños rodeos de que dan algunos animales sobre sí mismos antes de acostarse. Como el dedo se extiende y alcanza el hilo, y se va deshilachando poco a poco el telón, dejando ver, lentamente, lo que terminará por deslumbrarnos. Te juzgarán sólo por tus errores (yo no), una de las últimas canciones de Rock transgresivo, el primer álbum de Extremoduro, casi escondida y nada comercial, era posible gracias a Decidme cómo es un árbol, un poema de Marcos Ana, alguien que por entonces, era un completo desconocido para mí.

Y así tirando del hilo vas encontrando ramas y piedrecitas que puede que consigan llevarte de vuelta a esa casa inventada donde empiezas a conocer la palabra hogar. Fernando Macarro Castillo, quiso llamarse Marcos Ana, para tener también a lo que él conocía por hogar más cerca, para llevar consigo a sus padres en el mismo nombre. Quiso inventarse un bosque, un mar y un horizonte sin muros entre cuatro paredes que lo contuvieron durante más de veinte años.

Hizo del lápiz y del papel su manera de resistir, de imaginar lo que no le rodeaba, su propio hilo inquebrantable que algún día podría hacerle volver a casa. Porque el ahora reconocido poeta, entró en la cárcel con 19 años y no salió de ella hasta cumplir los 42. Un temblor adolescente en una celda, pidiéndole siempre a la palabra que no olvidara contarle las cosas esenciales del mundo, algo que la propia vida le arrebataría durante un par de décadas.

Hoy todos recordaran al poeta que una vez confesó que su profesión era la de preso: algunos escribirán sobre las heridas que no conocen de suturas como son las de la guerra, otros escribirán sobre su militancia en el partido comunista y otros, lo seguirán llamando asesino. Yo, o mejor dicho lo que queda de esos retazos que fui y de la que tantas veces pudorosa he ocultado, me quedo con el hombre que rompió a llorar en Auschwitz junto a un Neruda sorprendido, confesándole lo increíble que a un hombre como él le siguieran quedando lágrimas.

Con el chiquillo asustado pidiéndole al poema dadme el nombre del amor / no lo recuerdo con el poeta que escribía a tientas el mar, el campo, y el bosque, y hacía que estallara la luz y la palabra hasta en la mismísima cárcel. Hoy, que tan fácil es lanzar palabras y no avergonzarse, me quedo con ese niño que salió de la cárcel con más de cuarenta años y no sabía comportarse. El hilo había tocado a su fin pero ya no había regazo. Vendría luego el exilio, el hombre, la paciencia para reubicar en el espacio lo que tantos años había esbozado en la prisión.

Acariciar la dimensión de las cosas, los olores, el horizonte tras el paisaje. Hoy se va el eterno niño que con una sola canción hizo que empezara a dejar de acrecentar en las heridas y a buscar mi propio hilo. Impecable, caliente, reconfortante. Sin manchas de sangre ni claroscuros. El primer árbol donde los poemas empezaron a sentirse a salvo, pudiendo realizar al fin, el círculo perfecto antes de acostarse.

*artículo publicado en El español el 24 de noviembre de 2016 por la muerte del poeta.

quebrantahuesos


Quise contarle que el domingo vi un quebrantahuesos. 

De lejos, arriba, en la montaña, rompiendo el cielo con su silueta, dejando ridícula la altura a la que estábamos las demás. Quise contarle que el canto del ave es silencioso, que solo canta cuando busca pareja, y se deja llevar así por silbidos que se alargan convirtiéndose en un habitante más que se une al coro que nunca calla de animales y pasos del bosque. Un silbido que no sé si sabría reconocer allí, quieta, con una piedra en la mano izquierda que recogí un rato antes porque mojada me parecía bonita. Un silbido, que más que un canto parece un lamento, que corta la montaña en dos y calla y sigue. Un silbido que calla y advierte, que consigue que los demás, al oír a la sombra desde arriba, obedezcan. 

Quise contarle que su nombre científico realmente significa algo así como una mezcla de buitre y águila con barbas, que una parte de sus ojos es demasiado caliente, demasiado roja para pertenecer a las alturas y a las montañas. Quise contarle que dudé al principio, porque lo sentía demasiado arriba, demasiado inalcanzable. Y era eso lo que lo hacía más bello. 

Quise contarle que Sara, la pastora de la aldea de al lado me puso una mano en el hombro,y sonrió, mira María, un quebrantahuesos. Ella, sin saberlo, convirtiéndose en una madre que le da el primer nombre a la hija que pregunta sin preguntar, sin saber, pero que dentro del cuerpo del niño late y desea. 

Quise contarle que lo reconocimos por el vuelo. Que me sentí a la vez insignificante y poderosa, y también agradecida. Quise contarle que por segundos fui un organismo que formaba parte de un estrato de la roca, que cantaba nanas a los fósiles marinos que emergieron hace miles y miles de años ahí, del sedimento marino. Quise contarle que donde yo pisé hubo mar, otros surcos, otros cuerpos, otras olas. Quise contarle que no me quitaba de la cabeza un trocito del libro de Canto yo y la montaña baila de Irene Sola, un trocito que canta:venid, venid aquí, que os dejo un poco de espalda para que os hagáis una casa.

Quise contarle.

Quise contarle, pero al subir al coche tuve que ayudarle con el cinturón, pasarle a la espalda la cinta que debería cruzarle el pecho que ya no está. Quise contarle que después del quebrantahuesos me daba igual seguir sin tener mesa donde escribir, que en la ciudad veo demasiadas mariposas, pero al doblarme para ayudarle y cuidarla, rocé el pelo nuevo, fuerte, blandito, suave, pelusa. Y que mi cuerpo quiso quedarse así, más tiempo, durante horas, sin nada más, porque en ese instante no servía para nada más, solo como una extensión que calma y cuida, o eso intenta. Y quise decirle que ahí, en el parking de un absurdo centro comercial, me vino el silbido del ave que nunca escuché, las alas silenciosas cobijándonos a las dos, cubriéndonos de plumas y cantos, desgarrando una a una, con mimo las células culpables, las células enfermas, las células que nunca más deberían volver.

ser altavoz

Hay expresiones que se encuentran muy adentro, embebidas en nuestro día a día, muy injertadas en el sistema, en la voz, incluso en el gesto. Las decimos sin reparar en ellas, sin darnos cuenta, que a pesar de lo acostumbradas que estamos a ellas, chirrían.

No sé qué cara pongo cuando leo o oigo a alguien decir o escribir eso de “dar voz”. Es una expresión que me revuelve, me parece fea, pretenciosa, fuera de lugar. Dar voz. Dos palabras que a primera vista podrían parecernos simples, y que construyen una expresión que duele, que trae mucho consigo. Como si el mundo estuviese dividido entre los que tienen voz y la dan, y los que no la tienen y esperan que estos primeros se la den. Suele pasar, además, que la mayoría de los que “no tienen voz” y esperan a que vengan los otros a prestársela pertenecen a minorías, son de diferente clase social o género, o simplemente viven en los márgenes. Sus circunstancias, sus narrativas, e incluso su misma voz no se consideran como propias. Visto así, esta expresión a la vez es un gesto que se convierte en un favor, y que la mayoría de las veces se torna como si fuera algo caritativo, algo que los de afuera deben agradecer, sentirse reconfortados por esa voz que no es suya pero que habla por ellos. Pienso mucho en una frase de la escritora Alana Portero: «Somos emoción, conocimiento y narrativas. Lo que otra mujer me cuenta, me construye». Me gusta pensar en las voces de otras genealogías como algo que mece, que reconforta, que cura. Pero claro, no es lo mismo hablar sola o en medio de la nada, afuera, en los márgenes, que tener un lugar destacado, en el centro, que sigue mucha gente y que acapara cuidados y atención.Todos tenemos voz, una voz propia y única. Una voz para contar nuestra historia. Cada día pienso más en esas voces que no suelen ocupar los espacios ni los medios, esas voces que no disponen de los altavoces que tienen las otras, voces que tenemos por comunes, mayoritarias, normales, importantes. Quizás por eso, aparezca en algunos sorpresa e inquietud cuando otras voces toman el lugar que siempre les correspondieron. Como cuenta Donna J. Haraway en su último libro, Seguir con el problema: importa qué historias contamos para contar otras historias, importa qué nudos anudan nudos, qué pensamientos piensan pensamientos, qué descripciones describen descripciones, qué lazos enlazan lazos. Importa qué historias crean mundos, qué mundos crean historias. Querida Donna, perdona por la confianza, pero creo que también importan las voces que ocupan, narran y nos cuentan. Y siempre que leo acerca de voces vuelve la misma imagen. Una que no se despega de mí, en una comida hace un verano, en un prado de Babia, mientras no dejaba de sonar el agua, y las niñas se turnaban para mecerse las unas a las otras en la hamaca, alguien comenzó a hablar de cazadores, guerrilleros, maquis, furtivos, pastores… hombres que se echaban al monte y vivían apartados, solos, que elegían, muchos de ellos por imposición, la intemperie y la soledad. No sé quién habló del fantasma que desde entonces me persigue, hay momentos que quizás dudo si lo oí de verdad o ha sido una invención mía, el resultado de algún detalle que tras días apareciendo y rondando por cuadernos e ideas ha terminado convirtiéndose en una voz que no dejo de imaginar, en una historia, en algo palpable y posible. Un cuerpo en un espacio reducido, en la montaña, entre rocas, durmiendo en la posibilidad de una grieta, de pie, cubierto de mantas, solo. Siempre descansaba de pie, no había lugar para la horizontalidad. Nada más saber de su historia, sin saber por qué, pensé en su voz. No me vino lo inhóspito de la situación, la soledad, o el frío. Solo imaginé arrullos, tonos con los que el fantasma se tejía a sí mismo para quedarse dormido entre montañas. Y de nuevo ese pellizco, esa pregunta inconsciente de querer saber si sigue retumbando entre los animales y rocas que habitan hoy el lugar, con fuerza, una voz que nunca conoceremos, que nunca escucharemos. Una voz sola, huérfana, lejana, quizás ronca, pero propia.

las primeras lluvias

La primera vez que operaron a mi padre de su cáncer, soñé que el médico aparecía por el pasillo con un ramillete de espigas en la mano. Yo estaba completamente sola. El pasillo era largo, y caminaba, pero tardaba mucho en llegar. Esa distancia de aproximación se hacía eterna, infinita, dolía, porque solo yo seguía ahí, esperando. Esa espera parecía que nunca se rompería, que entre ese cuerpo que se aproximaba y el mío, siempre existiría la misma distancia. Pero la brecha se unía. Y el doctor llegaba sonriendo y me decía, “tranquila, solo era esto”. Desde entonces, ese ramo en sus manos se convirtió en una especie de presentimiento, de amuleto, de señal. Recurrí muchas veces a esa imagen y a esa forma de agarrar las espigas contra el cuerpo para sentirme tranquila. El sueño se convirtió en una especie de amuleto, en un refugio en el que cobijarme y respirar. 

¿No os habéis preguntado por los árboles que se quedan solos en medio de un paisaje? En el sur, atravesando la campiña, en medio de la “nada”, se deja ver alguna encina, sola, sin nada que la acompañe. Como ese ramillete de espigas contra la piel. No hay un grupo de árboles, ni ninguna construcción alrededor. Solo ella, imponente, solitaria, haciéndose ver entre el trigo. Posiblemente, podría ser la única superviviente de un bosque que dejó de ser para convertirse en la nada, para convertirse en un espacio para arar la tierra y producir alimentos. No me había fijado nunca en ellas hasta que el año pasado, conduciendo, con mi padre, atravesé el desierto de Monegros, y pregunté por esas hileras que surgían en medio de la nada, de arbolitos que empezaban a crecer. No habían aparecido ahí por antojo, los que comenzaban a levantarse tenían un cometido en la vida: proteger a los cultivos del viento. Pensé, mientras continuábamos el viaje, en la soledad, en la elegida y en la impuesta. En el fantasma que irrumpe sin avisar y se convierte en una carga. Recuerdo que comenzó a llover. Y desalojé al que anhela un cuerpo de mi cabeza y pensé en los pájaros. ¿Conocerían ese oasis de árboles en medio de la nada? ¿Contarían los kilómetros hasta llegar a ellos? ¿Esperarían ansiosos a ellos cada día cuando la luz se va? ¿Serían los únicos visitantes que acudirían al cobijo?

Hay una frase de Juan Benet, de su libro Volverás a Región, que la tengo grabada a fuego. No obedece a ninguna razón, sencillamente hay algo, inexplicable, que una siente dentro, una especie de necesidad de tenerla cerca, escrita en el cuaderno como acercar sin darse cuenta las espigas al pecho: “Escuchar -una facultad o un privilegio exclusivo de quien tenía un padre, un hijo o un amado enterrado en el monte-“

No puedo evitarlo, con las primeras lluvias después del verano siempre viene la misma imagen, la de las primeras briznas de hierba rompiendo la superficie para salir. También, sin venir a cuento, pienso en las tumbas de los cementerios, en aquellas que no se encuentran apiladas, formando una colmena, sino en esas que están solas, horizontales, paralelas al cielo y perpendiculares a los cipreses, y a las paredes de cal que las encierran. Esas que empiezan a resquebrajarse, a dejarse invadir por las raíces, con los jarroncitos tirados y las flores marchitas, esas que no esperan a nadie. En ellas también, con el agua que llega después del calor, irrumpe la hierba, y crece, sin la intervención de nadie, suave y sola. 

contralume

Últimamente pienso mucho en todo lo que desaparecerá cuando llegue la muerte de mi abuela. Vendrá el duelo pero se llevará consigo demasiado. Gestos, voces, manías… imágenes con las que mi memoria jugará y transformará con el paso del tiempo, alejándolas de las que eran en realidad, pero convertidas en un amuleto al que volveré una y otra vez a aferrarme. No dejo de darle vueltas a la idea de que lo que quedará de ella posiblemente sea una nueva ficción, que crecerá por sí sola reescribiendo momentos y palabras, encuentros, movimientos… todo será susceptible de ser transformado y comenzar una nueva vida en la memoria de la que añora. 

Escribe Annie Ernaux en Los años que “Todo se borrará en un segundo…Llegará el silencio y no habrá palabras para decirlo.” Y duele. Qué inabarcable la nada, el silencio, la ausencia, el vacío. No habrá brazos suficientes para delimitar. Aquí las lindes son inservibles. Al leer ese fragmento de la escritora francesa, saqué de una bolsa un trozo de madera de fresno que me regaló un carpintero de Segovia. En él, surcos de insectos que habitaron la atraviesan. La convierten en otra. No los toqué ni los llegue a ver nunca, pero a través de la imagen y del tacto siguen aquí conmigo. La huella persiste.

En O que arde, de Oliver Laxe, podríamos medir la distancia entre el ayer y el hoy por el fuego. La memoria querrá detenerse, no recordar, pero en los gestos siempre vuelven las imágenes, el vínculo, las semillas. Ella se refugia de la lluvia dentro del árbol, como si fueran uno solo, cuerpo y madera, como hacían los nootkas con sus muertos: los enterraban sentados en un hueco que realizaban para ello en los árboles. Así comenzaba una nueva vida completa, sin necesidad de nada más. Pero el cuerpo raíz se vuelve imposible con las llamas.

Una canción de tierra, una mano que cuida. Me separa un país entero de las montañas de Benedicta y Amador, pero reconozco a los míos en los gestos. Prender o lume, cortar el pan, llamar al rebaño, volver por el sendero, cuidar del prado. O que arde se convierte en genealogía, en un resquicio de la memoria colectiva que no quiere recordar ni conocer a los suyos. Los últimos habitantes llevan en las manos la marca, el lenguaje de los campesinos, la herencia de no ser narrados ni contados de forma justa.

Y llega el incendio. Y arrasa. La insistencia del fuego recuerda y descubre las casas huecas, los pueblos vacíos, esos que mueren solos sin nadie que les agarre de las manos y les cante una nana, solos, solos pero acompañados de animales y tierra que no entenderán nunca por qué ya no regresa nadie, por qué abandono, por qué exilio, por qué solo hay cobijo posible para el fuego.

Pero yo creo en la memoria. Me agarro demasiado a ella, como las llamas se crecen con lo silvestre. Olores, ruidos, voces, gestos, palabras, imágenes llenas de tierra y raíz… Quizás, esa es nuestra materia orgánica para seguir, el mejor contralume, como O que arde. Como las trochas, el camino que abren los animales para moverse por el monte. Como esos frutales que insisten creciendo salvajes en un huerto que se volvió huérfano hace años y siguen buscando la luz entre la maleza. La memoria del agro, del suelo, de lo pastoril, de los ecosistemas . La memoria, la memoria, la memoria. Porque esta memoria no podrá detenerse nunca.

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*fotogramas de O que Arde, de Oliver Laxe. Se estrena este viernes, 11 de octubre.

*Cita de Annie Ernaux. Los años, editado por Cabaret Voltaire, 2019.