abuela, rabilargo

a veces hay cosas que parecen que no tienen importancia y que no significan nada y se convierten de pronto en un destello, en algo que toma la luz y sale a escena, de forma brusca, sin pensarlo, sin esperar invitación. Aparecen y ya, no hay declinación posible ni marcha atrás. Cuando mi abuela Teresa murió, después de días en la uci, teníamos que traerla de vuelta al pueblo. Ella quería que la enterraran allí, cerca de sus padres, de sus tíos. No soportaba lo que había hecho mi abuelo, la recuerdo enfadada mientras lo incineraban: «Esto no lo debería haber permitido, me va a dejar sola en el cementerio». Íbamos delante del coche fúnebre, con bastante ventaja, y mi padre, en la primera curva nada más despedirnos del pantano, a 12 kilómetros del pueblo, decidió parar, esperarla, que fuera ella la primera en volver a casa. Hacía frío y la ropa de luto no abrigaba casi nada. Me sentía ridícula, fuera de lugar en la carretera, disfrazada, con unos zapatos con tacón negros, de ante. Con ellos hacía rodar los trocitos de grava, mirando la curva, esperando que ella apareciera. Murió de lo que más miedo le daba: caerse. Como los pajarillos que caen sin motivo, y quedan deshechos, con el vientre hacia arriba, sin tener tiempo de preguntarse el por qué, quedando solos, a la espera, de que alguien se tropiece con ellos y los encuentre. Han tenido que pasar los años y que se cruzaran varios rabilargos en vuelo por la misma curva de vuelta al pueblo,para recordar que ese día, mientras que ella volvía y preparaban su sitio de cal y hormigón en el cementerio, mientras yo seguía, insistente con la grava, apoyando todo el dolor en el tacón, machacando los granitos de la carretera, mirando de reojo, contando los segundos en voz baja, -una dos, tres, a la de tres, aparece ella, no, a la de seis, una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, a la de diez aparece, ella, en un atáud, los lirios encima, las camelias que nacieron de una semilla que trajo mi abuelo de galicia, en el arriate de la piscina la planta, a partir de ahora otras manos cuidarían, ella pajarillo, con un cuerpo de ochenta y tantos y un cerebro mentiroso de veinteañera, ella, con la cabeza ida regalándome su tiara de boda, para la mía que solo existe en la cabeza de mis abuelas, ella con las manos siempre abiertas, hablándole a los utensilios de comida, a las bandejas, al juego de café que seguía preparando todas las tardes después de la muerte de él, los rituales no se cambian, niña, ella ahora callada, sola en un atáud, vestida, preparada para las raíces y los insectos.- y yo contando de nuevo, una, dos y tres, una dos y tres, y han tenido que pasar los años para acordarme que no, que no vino el coche a la de diez, que llegó después de el chasquido de un rabilargo tras posarse en un rama. Mi padre hablando de bellotas y alcornoques, pero ni la cuenta atrás ni los frutos de los árboles, fue el pájaro el que tras volverse hacia nosotros hizo que apareciera ella, ya vencida, entregada a la caída sin quererlo, de vuelta, de vuelta a casa.

*este texto es el pájaro cuarto de mi tinyletter (10 de junio de 2018)

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