¿quedan nosotros?

*Tribuna publicada en El País el 21 de marzo de 2020.

En estos días de incertidumbre, me aferro a los libros. Rebusco citas que anoté en agendas olvidadas de otros años, reviso los cuadernos que nunca acabo y donde siempre escribo sin orden, traspuestos, vuelvo a mirar los subrayados y las páginas que marqué de libros que leí hace tiempo y que no recordaba.

Justo hace un mes, en una libreta que se supone que iba a destinar para escribir mis sueños y que apenas tiene historias que soñé pero sí plantas y flores secas de las que nunca anoto su nombre, escribí una cita de Ursula K. Le Guin, del último libro que tenemos editado aquí, gracias a Alpha Decay, Conversaciones sobre la escritura. Es bonita esa sensación que viene cuando regresas a un texto que enmarcaste doblando una esquina de la página, delimitándolo con una marca, o que elegiste pasar a limpio escribiéndolo en otro cuaderno. Ese desarraigo del texto, la cita o el poema elegido del libro original siempre me ha parecido un exilio quizás forzado a nuestros espacios y papeles, pero precioso y necesario y que nunca sabemos cuando, pero que puede despertar y traer mucho.

Reviso la página y caigo que quizá apreté demasiado el lápiz, casi traspaso y rompo el papel al escribir. Leo la cita de nuevo y tiemblo, pero también sonrío: “El amor no está quieto, ahí como una piedra; hay que hacerlo, como el pan; rehacerlo todo el tiempo, hacerlo cada vez”. Y pienso con urgencia en estos días, sin remedio. Pienso que quizás, podríamos cambiar la palabra amor de esa cita por palabras como ternura y cuidado, como solidaridad y comunidad. Seguro que Ursula no se enfadaría, creo que estaría encantada de que deshiciéramos esta parte escrita suya para rehacernos nosotras de nuevo un poquito, ahora que todas estamos en una especie de herida recién hecha, nosotras también recién desprendidas de nosotras mismas, aprendiendo a reconocer los bordes que antes eran uno y ahora se configuran por sí solos y forman parte de un cuerpo nuevo que empieza a formarse, a tener identidad y camino propio, otro espacio nuestro que tardará en regresar de nuevo hacia aquí, como si nada, pero con una marca y una memoria nueva de la que arrastrar que dejará huellas siempre a su paso.

Escribo esto y de repente me veo a mí misma este verano pasado, sonriendo con un casco puesto en la cabeza con mi amiga Elena, en Atapuerca, aguantándome las lágrimas en los ojos al conocer las historias de Benjamina, una niña que vivió hace medio millón de años en ese paisaje burgalense que yo pisaba y que nació con una deformación en el cráneo que le provocó invalidez; y de Miguelón, un homo heidelbergensis ya mayor que sobrevivió varios meses después de sufrir numerosos golpes en el cráneo y una infección muy grave en el lado izquierdo de la cara. Oyendo sus historias pellizqué a mi amiga porque ellos, en tiempos diferentes de la historia pero sí en el mismo lugar, sobrevivieron a pesar de su invalidez y enfermedad en un grupo trashumante, que siempre estaban en movimiento, porque ellos nunca los abandonaron y los cuidaron hasta sus últimos días. Y creo que esta historia también es una forma de amor. Qué distancia tan grande de ese primer cuidado recogido en nuestra historia, qué grande la brecha de todo aquello hasta hoy, aprendiendo a convivir en esta futura cicatriz en la que estamos, y cómo se encoge la distancia, cuando de repente, se acerca un pájaro a saludar a la ventana, a veces los creo insolentes, sabiendo de mi aislamiento y aprovechando el cristal. Ayer fue una lavandera, hoy han venido un par de veces las mismas aves: una collalba negra, un colirrojo tizón y una pareja de urracas. Anoche, al tirar la basura, quise hablar con la oveja que vive en una pequeña cerca de pasto al lado de los contenedores. Ella, con su cara negra, de la raza inglesa Suffolk, estaba recostada en la hierba, de espaldas a la pared del pequeño cementerio del lugar. Como si al hacerlo supiera que así conseguía mantenerla erguida, en pie, acompañando y cuidando a los que ya no están y no reciben ahora visitas ni flores nuevas. ¿Se darán ellos cuenta de esta falta de nosotros?

En la mesa donde escribo, tengo una piedra gigante llena de agujeritos labrados por el agua del mar. La atraviesa una línea perfecta, que se hunde y que marca el inicio de algo que aún no sé. Me gusta tocarla despacio, cerrar los ojos y pensar cómo la erosión poco a poco fue haciendo su trabajo. Como el agua, el aire y la misma arena ausentes dejan su estela y me dan la oportunidad de comenzar, sin querer, una nueva narrativa fuera del colapso. Y esa línea, también tan perfecta, no deja de decirme que, a veces, no pasa nada por echarse a un lado. Por acompañar sin decir nada. Dejarse llevar y hacerle un hueco a la calma, y esperar que vuelva la hierba, tierna y tranquila, tras la lluvia. Y paso de nuevo la libreta y miro lo último que escribí, una cita de Estamos en el borde, de Caroline Lamarche, publicada en Tránsito, y viene un pellizco: “Cuando digo nosotros, me refiero sobre todo a mí. Vivo solo, pero es nosotros. Sobre todo desde que desapareció. Necesito un nosotros en mi vida. ¿Todavía quedan nosotros en nuestras vidas?”.

Leave a Comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

A %d blogueros les gusta esto: