piedrecita

Hebenstreit, Johann Ernst (1743)

*texto publicado en el número de marzo Radical de El Salto

Aquí, en este trocito de norte, vuelvo a convertirme en una niña que se deslumbra con prácticamente todo lo que sucede o descubro a mi alrededor.  Puede ser una palabra en gallego, un arroyo recién hecho en el camino, una seta que se despereza entre las hojas, un pájaro que se cruza o una nueva flor. Esta mañana, después de varios días sin salir de casa ni alrededores, descubro que muchas aldeas están llenas de camelias. No arbustos, sino árboles altos y fuertes, seres repletos estallando en color. Y me he dado cuenta ahora, justo cuando veo las flores rabiosas entre esta lluvia imparable que los prados ya no saben cómo recibir, sino ahuecándose un poquito hacia dentro, haciendo charcas para los juegos y bailes en el agua de urracas, cuervos y mirlos. La tierra volviéndose hacia sí misma, plegándose mojada, cobijando semillas y larvas mientras llega el sol. Todos los días pienso en cómo me gustaría poder mandarles un poquito de esta agua a mi tierra, allí en el sur. Es un tema recurrente con el que no escatimo ideas ni métodos, compartiría gustosa esta humedad y abundancia con todos aquellos lugares y personas que la necesitan. Como la necesita la camelia, que crece mejor si se encuentra en refugio y en sombra de luz. En mi familia hay una camelia plantada en un arriate del patio, pegadita al naranjo, a la sombra del limonero. No sé exactamente cuándo nació, me gusta pensar que la camelia y yo tenemos la misma edad y que hemos hecho el mismo viaje en sentidos diferentes. Fue mi abuelo quien la llevo siendo semilla desde aquí.  Quizá hoy estoy aquí porqué él consiguió la semilla por un trueque, un conjuro o un simple apretón de manos. Mi abuela la cuidaba y la cuidaba, pero en ese patio de sol cada año más fuerte no dejaría de ser un arbusto mediano, y que esos cuidados allí, a pesar de la muerte y la distancia siguen aquí, y ellas, semillas y plantas lo saben, por eso crecen y crecen sin parar hasta ser árbol. Escribo la palabra camelia e inmediatamente me viene la palabra nosotras. Me gusta pensar que tras lo invisible somos una especie de micorriza, no solo entre plantas y hongos, también humanos, animales, insectos, pájaros… Y que esos hilos van surgiendo transparentes, llegando cada vez un poquito más lejos y haciéndose visibles, como ocurre en las telarañas con las gotas de lluvia, con lo pequeño y los cuidados. Por eso vi esta mañana las camelias en flor y quise llevarme una, apretarla contra mí, ponerla en la mesa donde trabajo, pero recordé a Maria Arnal cantando y si cuidar no fuera capricho moral y fuera pura condición vital y preferí la vida en el árbol, los pétalos a la intemperie, mi mesa solo llena de libros y papeles. Pero seguía lloviendo y necesitaba esa respiración en la mano, y me llevé una piedrecita conmigo. Una manía que hace que tenga piedras desperdigadas por todos lados a las que necesito contar y tocar de vez en cuando. A veces, sin darme cuenta, se vuelven protagonistas de poemas y conversaciones. Hoy, mi amiga Miriam me escribe y me cuenta que en Aragón es costumbre guardar las más pequeñas de un lugar donde haya impactado el rayo. Que esas piedrecitas van con una siempre, en el bolsillo, siendo amuleto. Que la costumbre nace de otra costumbre del cielo y de la vida: se dice que un rayo no cae nunca dos veces en el mismo lugar. Quizás, hasta donde alcance la memoria. Quizás, porque también las piedras empiezan a bordarse en nuestras manos, haciendo posible que crezca otra historia nueva y en común. 

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