*tribuna publicada en El País el 14 de septiembre de 2019
Hay dolores que se adhieren, van con una a todas partes, a veces crecen y otras hacen como que se esconden, pero siempre están ahí, sentándose a la mesa con el resto de la familia, aunque nunca se les pongan plato y cubierto, aunque nunca se les espere. Hay dolores que se adhieren, sí, que aparecen de un día para otro de repente, como una mancha de humedad en la pared, que rompe la cal y se aferra para no dejar de crecer. Pero últimamente creo que hay dolores que también se heredan. Pequeñas heridas, cicatrices de multitud de formas que vienen de fábrica, de las células de mamá y papá, de las manos y silencios de nuestras abuelas, del sudor y la guita en los pantalones de nuestros abuelos. Dolores que una cree que son tonterías, historias que siempre se cuentan alrededor de un brasero de picón y un juego de café. Pequeñas nanas que siguen reproduciéndose a lo largo de genealogías, entre cabeceros y lápidas. Quizás el dolor, como la mancha, insiste, quiere extenderse al resto del cuerpo, colonizar otras células, otros lugares, ser visible, sentirse hermano de alguien, ser nombrado. Comenzar a existir por sí solo.
Yo llevo un dolorcito a cuestas desde que comenzó el verano. Doy vueltas alrededor de él, a veces le canto, le quito las hojas secas como a algunas plantas, aprovecho las horas de sol que dan a la pared del cuarto donde escribo para que pueda tumbarse y quedarse dormido, para que coja fuerzas y crezca. Sol y un poquito de agua, también a veces hablo conmigo misma y con él, pronuncio a menudo en voz alta la palabra nosotros, para que se le quite la vergüenza y comience a hablar y me cuente, para que así sea posible el regreso de este dolor a su verdadera casa.
Y creedme, el dolor habla. Y tiene nombres y apellidos, y compartimos sangre y alacenas, pequeñas habitaciones que vieron crecer a tantos que precedieron a nuestra familia. Un dolor que yo pensaba pequeño pero que se ha hecho infinito y alumbra, y que no para de encontrar hermanas fuera de las voces conocidas, lejos de los lugares comunes. Un dolor que arrastra a demasiados, como una turba que no para de acoger y arrullar a todo lo que se descompone y desaparece a su paso. Un dolor que como en las orillas del río, da forma y transforma a sus habitantes, acoge y se deja llevar dependiendo de lo que traiga la corriente.
He de reconocer que me ha costado desprenderme de este dolor mío tan insolente. Es difícil escribir sobre algo que ocupa tanto y apenas se nombra. Porque no hay un nombre para ellos. Exilio, desarraigo, nostalgia… para este dolor esas palabras no terminan de ser suficientes. Ni para él ni para tantos hombres y mujeres de mi familia y de tantas de este país que tuvieron que emigrar lejos de su pueblo. La mayoría de las veces sin remedio, sin poder evitarlo, sin nada que pudiera tener algún día solución. No hay posibilidad de aferrarse a un regreso: la muerte los pilla allí, en el sitio que debería ser su casa porque es allí donde han pasado la mayoría de su vida, entre fábricas y cuartitos de limpieza, pero ellos y ellas saben que no, que es un falso espejismo, que la casa de donde deben de marcharse para siempre no es esa.
Qué fácil es escribir la palabra hogar cuando no has tenido que dejar tu tierra para comer. Cuando no has tenido que dejar tu casa y a tus muertos bajo las aguas de un pantano, cuando esas cuatro paredes ni siquiera existen, solo son posibles en algún lugar de tu memoria, en algún gesto que aún recuerdas y sigues reproduciendo con tus propias manos. Qué fácil pronunciar la palabra volver, cuando una nunca ha tenido esa certeza, la única que insiste y reclama, como ese instinto tan verdadero que lleva a alejarse y a esconderse a los animales cuando saben que van a parir o a morir. Y es que este dolor, como ellas y ellos, quiere irse a morir a su casa, a aquel lugar en el que menos años de su vida han pasado, pero al que vuelven siempre que pueden como si nunca se hubieran ido. Y el dolor crece y se aferra un poquito más cada vez que se hace imposible el regreso. Mancha, se apodera de la luz y se convierte en el centro, hace imposible la limpieza y la nada.
Mi tita Carmen murió un lunes de agosto en Barcelona. Hasta el viernes siguiente por la tarde no pudo volver al pueblo. Abrimos su casa y regamos el patio al caer la noche, para que pensasen que ella no se fue sin despedirse. Se marchó del pueblo con veintitantos, a la periferia de una ciudad, limpiando todos los pisos de Barcelona, como decía ella, mientras su marido trabajaba en la Seat. Se vio en la calle con una bolsa de basura, con lo poco que pudo recoger de su primera casa, un piso a las afueras que se derrumbó y que se quedó con lo poco que tenían entre los escombros, una casa de la que apenas hablaban, a la que nunca quisieron volver, como si las vigas y los ladrillos rotos hubieran hecho por completo su trabajo. Murió en un hospital de la gran ciudad, creyendo que estaba en su pueblo, cerca de los suyos, oliendo el azahar del patio por las noches, las voces de las vecinas asomándose al zaguán, el motor que anuncia a los que regresan del campo a la hora de comer. Tuvo que morirse y dejar unas macetas que la siguen esperando, y una historia, la suya, como la de tantas y tantos que llegó tarde, en la boca de algún familiar cercano, esa con la que comparto sangre, pero que creció lejos de la tierra, agrandando con sus propios cuerpos fábricas y periferia, haciendo posible con su trabajo el crecimiento imparable de una urbe. Se fue y me dejó con una costumbre que ahora se convierte en huérfana, la de tocar a su puerta cada noche de verano y sentarnos juntas, al fresco. Se fue y solo queda este dolor, esta impotencia que también ha venido para quedarse, para hacerse hermana, que solo busca la forma menos dolorosa de regresar, una vereda fácil, una madriguera donde cobijar los pasos y las voces de aquellos y aquellas que tuvieron que irse a la fuerza, y que siguen intentando hasta el último de sus días, volver a casa.