contralume

Últimamente pienso mucho en todo lo que desaparecerá cuando llegue la muerte de mi abuela. Vendrá el duelo pero se llevará consigo demasiado. Gestos, voces, manías… imágenes con las que mi memoria jugará y transformará con el paso del tiempo, alejándolas de las que eran en realidad, pero convertidas en un amuleto al que volveré una y otra vez a aferrarme. No dejo de darle vueltas a la idea de que lo que quedará de ella posiblemente sea una nueva ficción, que crecerá por sí sola reescribiendo momentos y palabras, encuentros, movimientos… todo será susceptible de ser transformado y comenzar una nueva vida en la memoria de la que añora. 

Escribe Annie Ernaux en Los años que “Todo se borrará en un segundo…Llegará el silencio y no habrá palabras para decirlo.” Y duele. Qué inabarcable la nada, el silencio, la ausencia, el vacío. No habrá brazos suficientes para delimitar. Aquí las lindes son inservibles. Al leer ese fragmento de la escritora francesa, saqué de una bolsa un trozo de madera de fresno que me regaló un carpintero de Segovia. En él, surcos de insectos que habitaron la atraviesan. La convierten en otra. No los toqué ni los llegue a ver nunca, pero a través de la imagen y del tacto siguen aquí conmigo. La huella persiste.

En O que arde, de Oliver Laxe, podríamos medir la distancia entre el ayer y el hoy por el fuego. La memoria querrá detenerse, no recordar, pero en los gestos siempre vuelven las imágenes, el vínculo, las semillas. Ella se refugia de la lluvia dentro del árbol, como si fueran uno solo, cuerpo y madera, como hacían los nootkas con sus muertos: los enterraban sentados en un hueco que realizaban para ello en los árboles. Así comenzaba una nueva vida completa, sin necesidad de nada más. Pero el cuerpo raíz se vuelve imposible con las llamas.

Una canción de tierra, una mano que cuida. Me separa un país entero de las montañas de Benedicta y Amador, pero reconozco a los míos en los gestos. Prender o lume, cortar el pan, llamar al rebaño, volver por el sendero, cuidar del prado. O que arde se convierte en genealogía, en un resquicio de la memoria colectiva que no quiere recordar ni conocer a los suyos. Los últimos habitantes llevan en las manos la marca, el lenguaje de los campesinos, la herencia de no ser narrados ni contados de forma justa.

Y llega el incendio. Y arrasa. La insistencia del fuego recuerda y descubre las casas huecas, los pueblos vacíos, esos que mueren solos sin nadie que les agarre de las manos y les cante una nana, solos, solos pero acompañados de animales y tierra que no entenderán nunca por qué ya no regresa nadie, por qué abandono, por qué exilio, por qué solo hay cobijo posible para el fuego.

Pero yo creo en la memoria. Me agarro demasiado a ella, como las llamas se crecen con lo silvestre. Olores, ruidos, voces, gestos, palabras, imágenes llenas de tierra y raíz… Quizás, esa es nuestra materia orgánica para seguir, el mejor contralume, como O que arde. Como las trochas, el camino que abren los animales para moverse por el monte. Como esos frutales que insisten creciendo salvajes en un huerto que se volvió huérfano hace años y siguen buscando la luz entre la maleza. La memoria del agro, del suelo, de lo pastoril, de los ecosistemas . La memoria, la memoria, la memoria. Porque esta memoria no podrá detenerse nunca.

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*fotogramas de O que Arde, de Oliver Laxe. Se estrena este viernes, 11 de octubre.

*Cita de Annie Ernaux. Los años, editado por Cabaret Voltaire, 2019.

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