las primeras lluvias

La primera vez que operaron a mi padre de su cáncer, soñé que el médico aparecía por el pasillo con un ramillete de espigas en la mano. Yo estaba completamente sola. El pasillo era largo, y caminaba, pero tardaba mucho en llegar. Esa distancia de aproximación se hacía eterna, infinita, dolía, porque solo yo seguía ahí, esperando. Esa espera parecía que nunca se rompería, que entre ese cuerpo que se aproximaba y el mío, siempre existiría la misma distancia. Pero la brecha se unía. Y el doctor llegaba sonriendo y me decía, “tranquila, solo era esto”. Desde entonces, ese ramo en sus manos se convirtió en una especie de presentimiento, de amuleto, de señal. Recurrí muchas veces a esa imagen y a esa forma de agarrar las espigas contra el cuerpo para sentirme tranquila. El sueño se convirtió en una especie de amuleto, en un refugio en el que cobijarme y respirar. 

¿No os habéis preguntado por los árboles que se quedan solos en medio de un paisaje? En el sur, atravesando la campiña, en medio de la “nada”, se deja ver alguna encina, sola, sin nada que la acompañe. Como ese ramillete de espigas contra la piel. No hay un grupo de árboles, ni ninguna construcción alrededor. Solo ella, imponente, solitaria, haciéndose ver entre el trigo. Posiblemente, podría ser la única superviviente de un bosque que dejó de ser para convertirse en la nada, para convertirse en un espacio para arar la tierra y producir alimentos. No me había fijado nunca en ellas hasta que el año pasado, conduciendo, con mi padre, atravesé el desierto de Monegros, y pregunté por esas hileras que surgían en medio de la nada, de arbolitos que empezaban a crecer. No habían aparecido ahí por antojo, los que comenzaban a levantarse tenían un cometido en la vida: proteger a los cultivos del viento. Pensé, mientras continuábamos el viaje, en la soledad, en la elegida y en la impuesta. En el fantasma que irrumpe sin avisar y se convierte en una carga. Recuerdo que comenzó a llover. Y desalojé al que anhela un cuerpo de mi cabeza y pensé en los pájaros. ¿Conocerían ese oasis de árboles en medio de la nada? ¿Contarían los kilómetros hasta llegar a ellos? ¿Esperarían ansiosos a ellos cada día cuando la luz se va? ¿Serían los únicos visitantes que acudirían al cobijo?

Hay una frase de Juan Benet, de su libro Volverás a Región, que la tengo grabada a fuego. No obedece a ninguna razón, sencillamente hay algo, inexplicable, que una siente dentro, una especie de necesidad de tenerla cerca, escrita en el cuaderno como acercar sin darse cuenta las espigas al pecho: “Escuchar -una facultad o un privilegio exclusivo de quien tenía un padre, un hijo o un amado enterrado en el monte-“

No puedo evitarlo, con las primeras lluvias después del verano siempre viene la misma imagen, la de las primeras briznas de hierba rompiendo la superficie para salir. También, sin venir a cuento, pienso en las tumbas de los cementerios, en aquellas que no se encuentran apiladas, formando una colmena, sino en esas que están solas, horizontales, paralelas al cielo y perpendiculares a los cipreses, y a las paredes de cal que las encierran. Esas que empiezan a resquebrajarse, a dejarse invadir por las raíces, con los jarroncitos tirados y las flores marchitas, esas que no esperan a nadie. En ellas también, con el agua que llega después del calor, irrumpe la hierba, y crece, sin la intervención de nadie, suave y sola. 

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