*Columna publicada en Comer

El pan que sobra lo guarda en una antigua bolsa. La heredó de su abuela, no sabe quién la hizo. Algún pespunte, una flor que no reconoce, y varias frutas unidas por un hilo que ignora que allá fuera, en la vida real, nunca crecerían juntas. Fue ella, le enseñó los pasos para devolver a la tela la blancura. Jabón casero, bicarbonato de sodio, un chorrito de vinagre y agua templada. Lo hicieron juntas en la bañera, dejaron la bolsa y otros trapos especiales en remojo, un buen rato. Volvió la suciedad, pero los restos y curruscos no dejaron de apilarse. Cuelga de una alcayata, con unos ramos de laurel aún por secar. Ella lo deja ahí. Aguarda. Cuando no hay espacio para más, lo rompe en pedazos más pequeños, intenta desmigarlos. Se convence de que podrá hacerlo ella misma con las manos, pero siempre termina recurriendo a un artilugio electrónico que, sin ningún ahínco, hará su trabajo. Con ayuda de un papel, pasa el contenido a varios tarros de cristal; la harina resultante queda a oscuras, bajo el fregadero.
¿Por qué comenzó a guardar y esperar? Quizás quiera encontrar algo en el gesto, en una mano que esparce la comida y simplemente confía. Un rastro de migas para sostener, para guarecerse del mundo exterior cuando no encuentra las palabras. No, no es eso. No piensa que haya algo de consuelo en alimentar a los pájaros. ¿Qué sabrán ellos? Puede que el principal y único problema lo tenga ella: no quiere perderse nada, no quiere desperdiciar nada. Esos trozos de pan duro contienen instantes, momentos que le gustaría recordar. Lo que fue y lo que sigue aquí, una manera de decirse a sí misma que está haciendo el bien, que nunca dejó de prestar atención. No todo lo que le sucede tiene que alumbrar o dejar una herida, por pequeña que sea. Simplemente las cosas pasan, y un día se tuercen y a una solo le queda esperar. A veces, por un instante, reconoce en otros objetos y momentos que se cruzan, mensajes que podría estar lanzando el universo. El día en el que eligió el mejor lugar detrás de la casa para vaciar los botes de cristal, escuchó en la radio acerca de una investigación sobre las amistades de las aves. Al igual que los humanos, a medida que envejecen, los gorriones tienen menos conexiones sociales, poco a poco dejan de interactuar. La doctora a cargo del estudio sugirió que los pájaros podrían tener la respuesta que explique el aumento de la soledad entre las personas mayores. Quiso tomar nota, dejarlo para un día con tiempo, pero primero los pájaros. No sabe, todavía, que el pan es demasiado calórico, que hincha sus estómagos, y en demasiada cantidad afecta a la capacidad de vuelo. A veces dar no basta; a veces la intención, sin querer, hace daño.
Vendrá una lluvia torpe y estropeará la ofrenda. La comida no servirá para nada, solo para atraer a ratones y hormigas. Querrá convertir todo lo que pasó en un poema. No funcionará. Ella seguirá guardando el pan que sobra. Los pájaros, afortunadamente, también volverán mañana.